León III: Renovando antiguos lazos
Son aproximadamente
las 6 de la mañana del día de Navidad del año 800. Todavía no ha
amanecido. El lugar: la basílica de San Pedro de la colina del Vaticano.
La ceremonia: una misa especial, oficiada por el papa para un invitado
extraordinario. El papa: León III. El invitado: Carlos, mejor conocido
como Carlomagno, rey de los francos. Unas 100 columnas soportan el techo
de la basílica; los romanos se aglomeran en silencio. El coro canta
himnos triunfantes al estilo de Gregorio el Grande, con cadencias que se
elevan y bajan con textos que hablan del niño rey, la Virgen madre, Dios
Padre y de la paz que este Niño trae a la tierra a los hombres de buena
voluntad.
Esta basílica fue
construida por el emperador Constantino hace unos 500 años, para incluir
la tumba de San Pedro (será derruida tras otros 800 años y reemplazada
por otra aún más grandiosa). En la parte trasera del santuario hay una
puerta cerrada con llave, flanqueada por columnas, y con un arco
triunfal encima. Es el acceso a la escalera que conduce al subterráneo
en el que se guardan los huesos y cenizas de Pedro y sus sucesores. Se
han encendido un millar de velas. En la parte izquierda del altar están
todos los cardenales y obispos de Roma, los obispos de Carlomagno, las
hijas e hijos de Carlomagno, y los nobles de Roma junto a sus esposas.
León, con la desvalida mirada de quien aún no se ha recuperado de un
reciente azotamiento, está sentado en su trono, emplazado a la derecha
del altar.
Hace solamente 28
años de la muerte de Esteban IV, menos de 200 años desde que Gregorio el
Grande creó su imperio espiritual sobre el cadáver del antiguo Imperio
Romano. Muy rápidamente, la serpiente del poder ha entrado y corrompido
el imperio del espíritu. Todo ha terminado y León lo sabe. Salvo que…
León espera al rey
emperador. El papa es de estatura baja, tonsurado (cabeza afeitada salvo
un cerco alrededor de los temporales), cejas abundantes y curvadas,
nariz romana (aguileña) y barbilla prominente. Sus manos descansan con
las palmas hacia abajo sobre sus muslos. Son sus ojos y su boca los que
indican su sufrimiento. Ambos ojos están enrojecidos e hinchados
(solamente podía utilizar uno). El labio inferior cuelga sin control y
se puede ver su lengua moviéndose continuamente en su boca. Unos ocho
meses antes, el 25 de abril, sus enemigos romanos, civiles y clérigos,
lo derribaron de su caballo, intentaron sacarle los ojos de sus cuencas
(a la moda Bizantina) y cortarle la lengua. No tenían intención de
matarle (porque habría sido un sacrilegio, por otra parte parecía
innecesario), solamente pretendían dejarle incapacitado para ejercer
como papa. En prisión durante dos meses, León pudo escapar en agosto y
huir a Paderborn en Alemania para pedir ayuda a Carlomagno. Para
recordarlo siempre, León ahora es tuerto y tiene solamente algo de
control sobre su lengua, lo que hace que sus palabras sean casi
ininteligibles. La campana de San Pedro comienza a sonar: el rey está
cerca.
Una vez liberado de
la agonía de su prisión, sus miedos personales dieron paso a un miedo
aún mayor. Al regresar a Roma el 29 de noviembre, escoltado por los
francos, era un hombre diferente. Carlomagno llegó dos días después,
convocó un juicio en el que los enemigos de León fueron convictos y
ejecutados, y decidió que se quedaría hasta Navidad. Ahora León ve como
en un espejo lo que la Iglesia ha hecho en tiempos anteriores desde la
Santa Sede y recuerda el peculiar efecto que le produjo Carlomagno en
Paderborn: como un resplandor sobre un paisaje oscuro y muy peligroso.
Todo ocurrió repentinamente y quedó indiscutiblemente claro en presencia
de Carlomagno. León no sabía porqué, pero presintió el mensaje.
El mundo de León y
Carlomagno, su Europa desde Bretaña hasta el Danubio, desde el Báltico
hasta el Mediterráneo, se ha deshecho en pedazos, como cuando se golpea
una pieza de metal caliente con unas grandes pinzas. La pata Norte de
las pinzas es la amenaza noruega: los vikingos. La pata del Sur es el
gran imperio árabe desde Gibraltar hasta la India. Europa estaba inerme
y fue golpeada, aplastada y sometida por enfermedades, guerras, falta de
unidad, hambre, fuego, esclavitud, masacres, corrupción, asesinatos,
etc. “Estos son los días más amargos del mundo de nuestros días”,
como dijo Alcuin, consejero mayor de Carlomagno.
Carlomagno entra en
la basílica con la cabeza descubierta, llevando su casco bajo el brazo.
“Un franco nace para estar en los bosques”, dijo Alcuin.
Carlomagno persigue ciervos en sus bosques con la misma elegancia que
ahora camina por el templo. Más de dos metros de estatura, con el cuello
de un toro, con la constitución de un luchador de sumo japonés, nariz
larga y recta, labios finos, bigote fino negro y barba completa. Ahora
con 48 años de edad, ya era rey a los 26. Come ocho platos de comida al
día, bebe unas seis jarras de vino diarias, duerme poco y, cuando se
ríe, ruge como un animal, mientras sus orejas se desplazan atrás y
adelante y tiemblan las vigas de donde se encuentre.
Se inclina ante León
y se dirige a la entrada a la cripta, en la que se arrodilla para rezar.
A nadie se le escapa que Carlomagno viste hoy blanca túnica, capa
púrpura y pantalones ligeros (León le había solicitado que vistiera hoy
como un noble romano hoy). Carlomagno había accedido a esto, pero había
insistido en llevar consigo su casco de batalla y, bajo su vestimenta
aristocrática, mantuvo puesta su cota de malla de la que nunca se
desprendía.
Incluso arrodillado,
con sus manos juntas, Carlomagno es aún formidable. Nadie olvida qué es
lo que prometió y lo que ha hecho. Él irradia el poder de quien no ha
perdido nunca una batalla durante sesenta campañas, desde España hasta
Sicilia, desde el Báltico hasta Polonia y Hungría, matando 10.000
enemigos aquí, masacrando 4.500 allá, bautizando poblaciones enteras
para el Cristianismo con la espada en la mano, llegando a gobernar 1.615
estados por toda Europa, sin miedo a nadie en la faz de la tierra. La
humanidad nunca conoció un poder como el suyo. Se decía: cuando la
tierra tiembla, cuando el cielo se oscurece, cuando el aire se llena de
miles de alaridos, cuando se escucha el entrechocar de armaduras junto a
los gritos de los guerreros, cuando los bosques arden y las ciudades
caen, cuando los animales huyen buscando refugio, entonces es que la
armadura de Carlomagno está cerca.
El propósito de
Carlomagno para hoy es ser coronado emperador por el papa de Roma. Toda
la noche anterior la pasó discutiendo con sus consejeros Teodolfo, Arno,
Angilberto. Todos son de la misma opinión que Alcuin: “tu Europa es
una Europa cristiana; acéptalo”.
“Pero yo tengo
todo el poder ahora”, -repite Carlomagno.
“Sí; pero como
Emperador puedes unirles y darles esperanza y confianza”, decían
aquellos.
Todos quieren
esperanzas; todos necesitan confianza, creencias. “Danos a todos
esperanza, Gran Carlomagno”.
León tenía un doble
propósito al coronar a Carlomagno:
Uno: hacer público
que todo poder político, todo poder terrenal, viene de Dios y se entrega
a determinadas personas y gobernantes, solamente a través de su
representante en al tierra: el obispo de Roma, el sucesor de San Pedro.
Hoy es León el sucesor hace el número 97.
Dos: hacer posible
el viejo sueño de que todas los cosas humanas deben ser renovadas y que
Jesús regresará de nuevo.
Carlomagno, por el
poder del papa, será emperador del mundo occidental, de Roma, de
Bretaña, de Constantinopla, de Tierra Santa, de África, de Asia, de
Europa; en una palabra, de todo el mundo conocido.
Lo que ninguno de
estos dos hombres poderosos sabe ni intuye es que están construyendo, en
el corazón de la Iglesia Romana y en la civilización Europea un
principio de organización y una forma de pensar que, 1.000 años después,
llevará a la Iglesia de Roma y a la civilización occidental a
canibalizarse a sí mismas. Todo terminará sin ataques exteriores, pero
devorando las partes mejores de sí mismas, su propia sustancia.
En defensa de sus
mejores intenciones, hay que reconocer que León y Carlomagno fueron
empujados a esta situación por el proceso lógico de una historia que
ellos no iniciaron ni podían controlar, sobre la que no tenían control
alguno ni podían interrumpir. Todo lo que puso en marcha Constantino,
ahora estaba totalmente fuera de su control.
Desde que
Constantino fue emperador, lo fue con el nombre de Emperador de Roma, el
Santo Emperador Romano. La defensa de sus creencias y la propagación de
las mismas, eran su obligación y su propósito, así como su privilegio y
es cierto que los emperadores Bizantinos cumplieron con su deber en el
pasado. Pero a partir de la Navidad del año 800, ya no. La amenaza de
los noruegos desde el Norte, de los bárbaros asiáticos y eslavos desde
el Este y el Islam desde el Sur, han dejado al Santo Imperio Romano
reducido a un territorio muy pequeño. El Mediterráneo era un lago
Islámico, al menos desde Italia a Palestina. El Norte de África estaba
en manos de Muslim (de los musulmanes). España, Egipto, Palestina,
Siria, Persia, Arabia, todos estaban bajo el poder del Islam.
Constantinopla solamente controlaba y gobernaba una tercera parte de
Grecia, un tercio de Italia, Sicilia, Chipre, Córcega, Cerdeña y la
mayor parte de Turquía. Constantinopla no podía defender sus
territorios.
Solamente un hombre
podía tomar el lugar y el poder de Constantinopla: Carlomagno. ¿Quién
más podía mantener y garantizar la posición de León como patriarca del
Oeste y su suprema autoridad política?. León III está resentido por el
hecho de que el emperador de Constantinopla había confiscado los
impuestos del papa en Sicilia y Calabria. El emperador necesitaba el
dinero, pero el papa también.
La Roma monárquica y
la Constantinopla colegiada eran dos mundos aparte. N siquiera hablaban
el mismo lenguaje:
“El latín“
decía el emperador Miguel III de Constantinopla, “es una lengua
bárbara”. Carlomagno, que no podía leer ni escribir lengua alguna,
decía que el griego era como el susurro de las víboras. Así, durante el
renacimiento Carolingio (que inició Carlomagno) de las artes y las
letras, Carlomagno insistió en su profundo prejuicio anti-griego. Por
todas estas razones se tenía celos del esplendor Bizantino, miedo de la
arrogancia Bizantina, envidia de las riquezas Bizantinas, oposición a
las creencias Bizantinas, se repetía la convicción de que los Bizantinos
eran herejes, casi idólatras.
Durante unos 100
años los griegos bizantinos han estado discutiendo (y luchando) a causa
de sus pinturas y representaciones de Cristo, la Virgen, los Santos, los
ángeles, sus iconos. Una facción aseguraba que el uso de iconos era
sinónimo de idolatría. Alrededor del año 840, los Bizantinos decidieron
a favor de sus iconos y contra los iconoclastas. Hasta donde podemos
conocer a Carlomagno, al parecer demostraba fuerte oposición a los
iconos. Incluso llegó a repudiar los decretos del concilio séptimo de
Constantinopla, que se inclinaba hacia los iconos frente a los
iconoclastas, posiblemente porque sus enemigos principales eran
adoradores de ídolos. También tuvo que enfrentarse al problema de la
cláusula “filioque” acerca de el origen del Espíritu Santo. Carlomagno
insistía en su utilización, frente a la versión griega “dia tou uiou”.
Una vez que
Carlomagno se convenció de que los Griegos Bizantinos eran enemigos,
cualquier cosa era admitida para agredirles, incluyendo acusaciones de
herejía y una alianza con el sitiado papa de Roma. Carlomagno reunió a
sus obispos latinos en Frankfurt en el año 794 quienes, sin consultar a
la autoridad romana, condenaron a los griegos por utilizar la frase “dia
tou uiou” (que literalmente significa “por medio del Hijo”, que es como
ellos concebían el origen del Espíritu Santo) y aceptaron como cristiana
la locución “filioque” (“y del Hijo”) para los creyentes, tanto del Este
como del Oeste. Carlomagno y sus obispos reclamaron la opinión del papa
Adriano I quien contestó que no había nada erróneo en ninguna de las dos
fórmulas, si se entendía su correcto significado.
La discusión podría
haberse zanjado aquí si no hubiera sido por otros aliados de Carlomagno
y por el “chauvinismo” de los Bizantinos. En Jerusalén se asentaron unos
monjes franceses que utilizaban la fórmula “filioque” en sus cánticos
durante la Misa, allí donde los clérigos bizantinos estaban establecidos
durante siglos. Al escuchar la fórmula latina de los franceses, los
griegos montaron en cólera y protestaron, comenzando así la disputa.
Por entonces, el
papa era León III. Como Adriano, se dirigió a los monjes para que
dejaran de discrepar, diciendo que los monjes griegos estaban en lo
cierto, a su manera, cuando cantaban en latín. De hecho, León hizo
grabar el credo Niceno en placas de plata y las colgó en la basílica de
San Pedro en Roma. A pesar de que hizo desaparecer la fórmula “filioque”,
los griegos ya estaban llamando herejes a los romanos.
Además de estas
diferencias (y otras concernientes a los matrimonios de los clérigos, al
pan sin levadura, la forma correcta de hacer la señal de la cruz, etc.)
el abismo entre griegos y latinos iba creciendo debido a los siglos de
aislamiento entre ellos. Los Romanos trataban la religión de forma
jurídica. Los griegos de forma litúrgica. Roma proclamaba la unidad de
Dios; los Griegos la Trinidad. Los Romanos hablaban de la redención en
Cristo; los Griegos de la deificación en Cristo. Los Romanos pusieron en
sus cruces una figura humana como símbolo de la redención de los
hombres, con Cristo como víctima; los Griegos no tienen figura alguna en
sus cruces y enfatizan la victoria de Cristo tras la crucifixión.
En la Navidad del
año 800, lo que ocurrió fue esto. El hombre más poderoso militar y
político del mundo occidental, Carlomagno, encontró su mayor obstáculo
en su camino hacia su imperio en Bizancio. La autoridad religiosa más
poderosa, León III, también encontró su mayor impedimento en su intento
de autoridad total sobre Bizancio. Además, León III y Carlomagno
pensaban de forma similar; su alianza era inevitable. Pero aún había un
problema en su caída para los papas romanos. Aún no estaban preparados
para abandonar la mitad de la Cristiandad (además la parte más antigua y
próspera) en su camino hacia su ambición mundial.
León coge una corona
de oro, estrecha, con joyas montadas, de encima de un almohadón colocado
cerca de su trono. El papa Adriano le había dicho, siguiendo las
directrices de Gregorio el Grande: “Debemos reinar solos, sin reyes”.
El mismo Gregorio había escrito: “El sucesor de Pedro debe ser el
gobernador de todo”. Gregorio tenía razón (y estaba equivocado). Los
predecesores de León –Víctor, Celestino, Gelasio- nunca habrían pensado
hacer lo que él estaba haciendo. Ningún papa había aceptado a un rey o
emperador como co-gobernante. Ahora él les daría esperanza, confianza,
creencias. Sí. De nuevo es confianza lo que el mundo necesita.
Carlomagno está
ahora de pie, haciendo la señal de la cruz. León se levanta, avanza en
silencio hacia él y, sin decir palabra alguna, deposita la corona sobre
la cabeza de Carlomagno. Ante este acto, los presentes rompen el
silencio con un grito: “¡Larga vida y victoria para Carlos, Augusto,
coronado por Dios, el gran pacificador y emperador de los romanos!”.
Una y otra vez repiten su grito. Carlomagno no tenía prevista esta
pleitesía. León III y sus ayudantes ponen una capa púrpura sobre los
hombros del emperador. Entonces León, mirando fijamente a los ojos de
Carlomagno, se arrodilla e inclina ante él. Todos los presentes en la
basílica hacen la misma reverencia. Hay unos momentos de solemne
silencio. El emperador debe ahora reaccionar, hacer algo, pero no puede
superar la emoción que le embarga y permanece quieto, de pie.
La enormidad del
paso dado por el papa León y el emperador Carlomagno en este día de
Navidad, solamente es superada por la diferencia existente entre estos
dos hombres. León, romano hasta los huesos, hijo de un elegante noble
romano, Azupio, descendiente de una familia romana desde hace tres
siglos. Carlomagno, hijo alemán del fiero guerrero Pepin, un franco
descendiente de Clovis, de Dagoberto, de Carlos Martell (el Martillo) y,
muy remotamente, descendiente también del nórdico dios-águila de los
bosques y de Meroveo, hijo del mar. León, perfumado con polvo de ónice y
agua de Sicilia, oliendo a velas, incienso, con una actividad
completamente planeada. Carlomagno, apestando a sudor de caballo y a
vino de Borgoña, sin lavar, acostumbrado a reposar en camas de cañas y
gozando un éxito totalmente inesperado.
León, clérigo desde
la edad de ocho años, acostumbrado a vivir en las bibliotecas, las
iglesias, la corte papal; cardenal a la edad de treinta años, con una
intachable reputación de celibato, elegido papa a la edad de cuarenta y
ocho años. Carlomagno, acostumbrado desde pequeño a montar caballos sin
silla mientras cazaba en los bosques germanos, entrando en batalla a la
edad de trece, mandando tropas a los dieciocho, rey de los francos a los
veintiséis, casado cuatro veces, divorciado dos veces y ahora viudo con
amante. León habla perfectamente puro latín y griego bizantino, con un
particular tono bajo. Carlomagno solamente habla con soltura francés (de
los francos), ha aprendido un muy bajo latín de los soldados de a pie y
es famoso por su tono atiplado y su falta de entonación. León solamente
tiene en mente su Roma, la de Pedro, la de sus 96 predecesores en el
trono papal, la promesa de Jesús sobre la Comunidad Romana, el pueblo de
Dios, el común bienestar del pueblo de Dios. Carlomagno, incapaz de
olvidar las naciones que debe proteger, frisios, sajones, francos,
visigodos, lombardos, eslavos, celtas, ingleses, borgoñeses, gascones,
vascos, griegos, catalanes, vándalos, monjes, granjeros: “El pueblo
cristiano completo” (no utilizaba nunca los términos emperador,
imperio, etc.).
Sí. A pesar de las
enormes diferencias existentes, un mismo día, un peligro común y una
misma fe han hecho que se junten Carlos el Guerrero y León el Pescador.
Los invisibles invitados a esta ceremonia son tres:
1.- Los Muslim
(musulmanes) establecidos entre España y África, dominando las costas
del Mediterráneo occidental, esperando una oportunidad.
2.- Irene, reina de
Constantinopla, una diablesa, mágicamente bella; Irene que ha arrancado
los ojos a su propio hijo, le ha recluido en prisión, rodeada de
eunucos, castrados bajo sus propias órdenes, que ha seducido al
patriarca y que escribió tres meses atrás a Carlomagno: “… si el rey
deseara casarse, por supuesto …” (el rey nunca quiso y eso eliminó
toda esperanza de reconciliación entre Roma y Bizancio).
3.- Los noruegos
(vikingos). Carlomagno ha visto sus barcos, con sus amenazantes dragones
en la proa, dirigidos hacia el Sena. León recibe en Roma todos los meses
a los monjes, monjas y sacerdotes que escapan de sus monasterios ante la
barbarie e impiedad de los noruegos.
Los dos hombres se
comprenden, cada uno a su manera. Carlomagno adopta y proclama una de
las pocas frases que ha aprendido de memoria de la carta de San Pablo: “Yo,
Carlos, apóstol de Jesucristo, por voluntad de Dios”. Y así lo
acepta.
La Misa comienza. Al
final de la misma, el emperador se inclina ante León. Carlomagno llamaba
al anterior papa “su compadre”. Este papa, León, es “mi hermano”. Entre
los gritos de los presentes, Carlomagno atraviesa la basílica de San
Pedro. En sus aposentos, se quita la corona, la capa color púrpura, la
túnica blanca; ya nunca se los pondrá de nuevo. Permanece en Roma hasta
Pascua, para después partir con sus tropas hacia el Oeste, al Adriático,
subiendo por la costa a Espoleto, Rávena y Pavía hasta las llanuras de
Lombardía. Cuando se van aproximando a los Alpes, sus hijas empiezan a
cantar las viejas canciones Valquirias de los Francos. Pasados los
Alpes, está de nuevo en su hogar.
Nunca regresará a
Roma. Nunca volverá a rezar en San Pedro. Finalmente, no aceptará el
ideal romano. Mantiene su propio concepto de “Todo el pueblo
cristiano de Europa”. Él dará a Europa un legado tangible de nuevo
internacionalismo: un medio de comunicación común (los escritos
Carolingios) que se utilizará uniformemente en toda Europa; la creación
de comunidades agrarias; la obligación de fijar precios; desarrollar una
clase media judía como comerciantes; su código legal; creación de medios
para riego; construcción de carreteras, fortalezas, talleres de
artesanos, hogares para los indigentes. Y, sobre todo, su escudo de
protección. Habrá conseguido crear esperanza y confianza … hasta su
muerte. Incluso después de desaparecido, los ritmos de vida establecidos
continuarán en vigor, hasta que su escudo protector se estalle en
pedazos, galvanizando los siglos XII y XIII. Tanta confianza creó, que
los Europeos gozarán de un nivel que nunca otro continente obtuvo: la
aparición de la caballería, la nobleza de los caballeros, el tranquilo
sueño de amor humano expresado en poemas, la belleza de la caza y la
tristeza mortal de morir con honor.
Ni las leyendas de
los Nibelungos de los Germanos ni los poemas Celtas ni los poetas de las
antiguas Grecia y Roma ni los prolíficos escritores de la India, China o
Japón produjeron ni expresaron el equivalente del ideal ciudadano de
Carlomagno.
León viajará a
Francia en el 804 para obtener más protección de Carlomagno. Este papa
sobrevivirá a dos rebeliones de los siervos de sus estados, otro intento
de asesinato preparado por los nobles romanos en el 815, suprimiendo a
los conspiradores con ferocidad y crueldad bizantina. Él veía a su
“hermano” franco desde lejos, manteniendo distancias. “Ten a un
franco por hermano”, solía decir, “pero no como vecino”. León
fallecerá, con el cuerpo y el alma doloridos, el 11 de junio del 816,
siendo enterrado a pocos pasos de donde reposaban Pedro, Linus,
Clemente, Gregorio y el resto de papas. Más tarde, sus cenizas serán
juntadas a las de los papas León I, León II y León IV en una tumba
común. Será después considerado como San León, teniendo su onomástica el
12 de junio. Solamente se conservan 10 de sus cartas, en las que
solamente habla de sus problemas. Su acto más recordado será el de la
coronación del rey franco.
Carlomagno perderá a
sus dos hijos, Pepin en el 810 y Carlos en el 811. Tras 46 años de
reinado ininterrumpido, Carlomagno sucumbe a un ataque de pleuresía a la
edad de 72 años en enero del 814. Será enterrado boca arriba,
completamente armado, con la espada en la mano y la cruz en el pecho.
Pero el suyo será un nombre que pertenece a todos los europeos. El
significado de su poder y el inmenso tamaño de su idea de “todo el
pueblo cristiano de Europa” ejercerá un místico magnetismo durante
casi 1.100 años. Constantino había concebido la idea de un poder
terrenal que legitimara y expandiera una visión espiritual. Gregorio
había creado un imperio del espíritu. Fue Carlomagno quien implantó la
idea de un control dual en la vida sociopolítica de todos los hombres y
mujeres de Europa: el rey y el sacerdote, lo temporal y lo
espiritual.
Carlomagno será
canonizado por los Germanos, será representado en las vidrieras de la
catedral de Chartres y aclamado como ideal, como patrón, como padrino,
por los emperadores de la Sagrada Roma (Federico II exhumó su cuerpo y
lo envolvió en una capa real nueva), por Napoleón en el siglo XIX (“nuestro
predecesor, Carlomagno”), por Hitler en su Europa de los años 1940,
por el papa Pío XII en su vana esperanza de “el Nuevo Orden de Europa
creado gracias a Herr Hitler y Signor Musolini”, por Jean Monnet en
su obra “Europeos” tras la segunda guerra mundial y por el papa
Pablo VI en su deleite inicial por una “Europa Cristiana renacida
para todos las personas cristianas”. León tenía razón en el año 800:
el gran franco, el “Dorado Carlos”, con su presencia en la historia,
lanzó un chorro de luz sobre la oscurecida Europa, mostrando a los
europeos el ideal y la esperanza de ser única y común.
Cada uno de los
papas siguientes desde León III hasta Bonifacio VI (896) fueron elegidos
por procedimientos tortuosos. Las distintas facciones romanas batallaron
entre sí y contra el pueblo llano. El candidato que surgía, normalmente
era luchador, duro, a menudo sanguinario, provocándose enfrentamientos
entre las partes contendientes y aspirantes a imponer su propio
candidato, utilizando dinero, además de las armas y los chantajes
sexuales, para conseguir sus deseos. El candidato emergente era
ratificado por el correspondiente sucesor de Carlomagno. Antes de ser
coronado, el candidato juraba lealtad al gobernante franco. A veces,
este gobernante imponía su propio candidato sobre todas las demás
facciones.
El papa Nicolás I se
esforzó por rectificar la ley unilateral que excomulgaba a quien
disputara el derecho del clero y de la nobleza romana para participar en
la elección de papa. El decreto fue dirigido a los gobernantes francos y
al pueblo romano.
En su “Constitución”
del año 827, el papa Valentín, que fue papa solamente durante seis
semanas, permitió de nuevo que los nobles romanos intervinieran en la
elección de papa, no haciendo distinción entre clero y laicos en su
decreto. Además concedió al emperador lo que ningún papa había nunca
concedido: el derecho de sancionar la validez de la elección papal. De
ese modo, cualquier emperador podía proponer su candidato favorito o
rechazar al propuesto por la asamblea romana.
Sin embargo, no
estaba autorizado a proclamarse papa a sí mismo. Valentín decretó exilio
(y, en ciertos casos, muerte) para cualquier persona no romana
que interfiriera en la elección o intentara participar en ella sin
permiso especial.
Cuando el imperio de
Carlomagno fue dividido y su línea dinástica real de sucesión
desapareció, el poder de los políticos y nobles locales surgió de nuevo.
Lamberto, el duque lombardo de Espoleto, primero, y después su esposa
Agiltruda, impusieron seis papas: Esteban VII (896-897), Romano (897),
Teodoro II (898), Juan IX (989-900), Benedicto IV (900-903) y León V
(903). A continuación, la casa local de Teofilato tomó el control. Su
esposa Teodora impuso cinco papas desde Sergio I (904-911) a León VI
(929). Después su hija,
Marozia, con uno de sus propios hijos, Alberic,
influyeron sobre los siguientes seis papas, terminando su influencia con
Juan XII en el 963, que era su nieto.
A pesar de la total
corrupción que reinaba en la selección de papa, la cantidad de posibles
candidatos había aumentado considerablemente en aquellos tiempos. El
puesto de papa era deseado por todo el mundo. El papa Juan IX había
decretado en el 898 que el cuerpo electoral debía incluir, por supuesto,
a los cardenales, obispos y clérigos romanos y de las diócesis cercanas.
Los duques de Espoleto y los condes de Tusculum querían tener su propio
clero, para intervenir en las elecciones de papa. Los electores, de
acuerdo con el decreto de Juan, debían consultar los buenos deseos del
senado romano y el pueblo (que normalmente deseaba que su papa fuera
romano puro), aunque se podía elegir a alguien no romano.
Puede parecer
extraño para nuestras mentes de este siglo pensar que hombres y mujeres
de aquellos días lejanos se aferraran a influir en la elección de papa y
que, a pesar de la total corrupción e inmoralidad que pesaba sobre los
representantes de la Iglesia, los cristianos de aquellos días respetaran
al papado de Roma con total veneración. Esto era posible porque los
cristianos, en general, consiguieron crear un mundo interior propio, que
procedía de la nueva antropología que reemplazó a la que las antiguas
Grecia y Roma habían establecido. Roma y su papa formaban la pieza
central de ese mundo místico interior. Mientras los cristianos
mantuvieron su fe en ese mundo, el poder de Roma en la vida social y
política fue en aumento.
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