La nueva antropología (5)


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El mundo cristiano  

Cuando los cristianos aceptaron el regalo de Constantino en el siglo IV, intentaron capitalizar al máximo dicho regalo y cometieron el fatal error de adaptar la “buena nueva” original del Evangelio de Jesús: bloquearon su mensaje de salvación dentro de un sistema muy específicamente socioeconómico y político. Durante cuatro siglos crearon una nueva antropología cristiana, una mezcla de la enseñanza Bíblica y de la revelación de Jesús y todo esto fue lo que hizo posible la ebullición que vivió la Europa medieval, el orgullo (y la soberbia) del Renacimiento, así como la cultura y civilización occidental de nuestros tiempos. 

Le pieza clave de aquella trampa que se cernió sobre la humanidad era la ciudad de Roma, la ciudad por excelencia, y todo lo que Roma significaba en aquellos momentos. Por supuesto, Roma era el lugar en el que estuvo y vivió el representante de Jesús, Pedro, la piedra sobre la que Jesús dijo que construiría su Iglesia. Pedro y sus sucesores ahora representaban el único canal de la nueva esperanza (la nueva fe), el punto de contacto físico con el invisible salvador de todos, Jesús. De modo que la Roma de los obispos romanos apareció como la central, la conexión única con el Salvador. La gente de Roma se convirtió en “el pueblo santo”; Roma, pasó a ser considerada como “la ciudad santa”. El dominio y el poder de los obispos romanos era el propio de Jesús, su gobierno y autoridad pasó a ser el poder civil, legal, militar, económico y diplomático. Pero permaneció latente la autoridad de Jesús: la lengua de Roma , el latín, pasó a ser la lengua de Jesús. La voluntad de los habitantes de Roma, por la que se elegía a cada sucesor de San Pedro, se convirtió en la voz de Dios, pasando a utilizarse de forma casi teológica la sentencia “vox populi, vox Dei”: la voz del pueblo es la voz de Dios, sobre la que se fundaron, posteriormente, todas las democracias occidentales, en un principio. 

Lo que la Iglesia y el papa, su líder, tomaron o mantuvieron de la antigua Roma fue la idea imperial, la idea de un imperio político terrenal. 

No conocemos de ningún pueblo anterior a los romanos que tuvieran la idea de un imperio político. Sus palabras siempre expresaron “poder”, nunca “imperio”. Para aquellas mentes era un sistema de administración y control político que tuviera en cuenta todas la tribus, lenguas, colores, religiones, nacionalidades, culturas, ejércitos, que tendiera a unificar todo bajo un gobierno central, para salvaguarda de los intereses locales y que concediera los beneficios de las leyes universales romanas y la ciudadanía de Roma. Detrás de nuestra idea de “estado” está la idea romana primitiva de imperio político. 

En una etapa de su historia, los Judíos creyeron y aspiraron a un “imperio” moral establecido por todo el mundo. Los grandes profetas hebreos hicieron de esto el argumento de sus más apasionados discursos y de sus pronunciamientos más exaltados. Los Griegos fueron los primeros que descubrieron el imperio universal del espíritu humano. Muchos de los imperios antiguos: Faraónico, Asirio, Persa, Babilonio, etc. Intentaron crear un imperio económico y militar. Solamente los Romanos desarrollaron una fórmula política para su concepto de un “imperio universal”. 

Hasta Constantino, los Cristianos veían este orden Romano como el brazo del demonio. Además, para los ojos cristianos, el mundo Romano se deshacía en pedazos. En tiempos de Constantino, los Romanos vigilaban y defendían unos 16.000 Km de frontera frente a los bárbaros y mantenía un ejército regular de unos 500.000 hombres. Pero cuando los Germanos cruzaron el Rin una noche del invierno del año 406, todo esto acabó. 

Incluso bajo la protección de Constantino, los Cristianos tenían una visión diferente. La promesa de Jesús de una victoria final se enraizó en un contexto mucho más terrenal: el antiguo sistema político centralizado de la Roma clásica, pasó a ser el cuadro básico de la regla universal. Todos los atributos de la Roma clásica se consideraban ahora como propios de la Cristiandad Romana y, en menos de 100 años, la Iglesia Romana fue la única fuente de autoridad, cultura y ayuda militar que quedaba del imperio antiguo. Hacia el 440, cuando el antiguo título de Pontifex Maximum (Sumo Pontífice) fue asumido por el papa León I, el papa fue el gobernante efectivo, no solamente de Roma, sino de numerosos territorios. 

En tres siglos, la Iglesia Romana había transformado la organización del Imperio Romano en un sistema eclesiástico de obispados, diócesis, monasterios, colonias, escuelas, guarniciones, librerías, enlaces, centros administrativos, representantes, cortes de justicia, así como un sistema judicial de intrincadas leyes, todo ello bajo el control directo del papa, el obispo de Roma. Su palacio romano, el Laterano, se convirtió en un nuevo senado. Los nuevos senadores fueron los cardenales. Los obispos que vivían en Roma y los sacerdotes y diáconos, ayudaban al papa que administraba este nuevo “imperio”. Esta burocracia elegía papa y mantenía y continuaba esta tradición de papa en papa. 

El orgullo romano llegó muy lejos. Cuando el papa Gregorio III compró (es decir, recuperó) la ciudad de Gallesa, cerca de Viterbo, al duque de Espoleto de Lombardía, por una cantidad enorme de dinero, la crónica Romana dejó escrito: “Gallesa ha regresado ahora, una vez más, a la estructura corporativa de la Santa República Romana (Roma) y vuelve a formar parte del cuerpo de nuestro amado Cristo (es decir, del ejército romano)”. Roma fue saqueada al menos siete veces (por Alarico el Huno en el 410; por Genserico el Vándalo en el 455; por los ostrogodos en el 546; por los sarracenos en el 847; por Barbarroja de Prusia en el 1107; por el ejército alemán, dirigido por los españoles en el 1526; por Napoleón en el 1799). Se quedó sin papas durante cerca de 200 años. Pero, al final, los papas regresaron para quedarse en Roma, en la sagrada ciudad del pueblo de Dios. 

Esta frase tan repetida: “el santo pueblo romano (o sagrado, como se prefiera)” con todo el énfasis en la definición de pueblo (gente), expresa los cambios que los cristianos introdujeron en la anterior idea imperial Romana. Para los Romanos, la fuente de su poder era el pueblo y el Senado Romano. Para los Cristianos, el pueblo cristiano romano y sus líderes clericales eran la canalización del poder de Dios. La Comunidad Cristiana, comenzando 40 días después de la partida de Jesús, cuando eligieron un nuevo apóstol para reemplazar al traidor Judas; una vez en Roma, acostumbrados a votar en asamblea sobre todas las cuestiones importantes desde sus tiempos iniciales y, especialmente, para la elección de cada nuevo Obispo de Roma que les gobernaría a ellos (y, por supuesto, a todas las iglesias) estaba estableciendo las raíces de lo que se llamaría “democracia” posteriormente. Primeramente, la asamblea electiva romana designaba un obispo de entre ellos mismos. Automáticamente, su elección se aceptaba como la elección de Dios y el candidato así escogido se convertía en el papa de la Iglesia Universal. El poder que adquiría para gobernar, le llegaba directamente de Dios, tal y como lo creían todos. 

Tanto si elegían al nuevo obispo por votación directa individual, o si meramente confirmaban al señalado por el papa anterior o por algún príncipe poderoso, el nuevo obispo alcanzaba su autoridad total solamente si la comunidad Romana le aceptaba. Por eso se repetía la frase que designaba la autoridad y el poder: “El Senado y todos los miembros de la ciudad de Roma, que Dios guarde” se utilizó durante todo el espacio de tiempo que medió entre los siglos IV y XVIII. 

Calvino en su teología, los Padres Peregrinos de Plymouth Rock en  1620, los revolucionarios norteamericanos de 1776, los revolucionarios franceses de 1789, todos tomaron esta idea Romana cristiana y la convirtieron en la base de todo el sistema democrático actual, con la sutil diferencia de que el pueblo se convirtió en la fuente del ejecutivo, no una mera “canalización” de un poder superior. 

En la Iglesia del siglo V y siguientes, el “nuevo imperio” de Jesús se encuadró dentro una forma concreta y tangible: un vasto y auténtico conjunto de estados, regidos desde Roma, junto a la obligada lealtad de numerosos gobernantes (con su poder temporal) en Italia, España y Francia. Hacia el final del siglo VI el poder cercano del papa de Roma y su Iglesia comprendía vastas extensiones en los alrededores de Roma, en Nápoles, en Calabria y en Sicilia. Los ingresos que llegaban desde Calabria y Sicilia llegaban a 35.000 florines de oro anuales. Para el año 704, el papa Pablo I hablaba de pars nostra romanorum (nuestro estado eclesiástico de los Romanos) y el título del papa era dux plebis (líder del pueblo).  

Todos los papas consideraban (y nombraban) al estado Romano como el “patrimonio de Pedro” y el “Sagrado Imperio Romano”. Antes del final del siglo VIII, el estado eclesiástico Romano era considerable: ciudades y poblaciones concedidas por emperadores a los papas como regalo; diócesis, templos y colonias anexionadas o compradas directamente por los papas; otras ciudades o territorios donadas por príncipes locales a los papas. Todo ello se consideró como parte de lo que se consideraba el “ejército romano” o la “Sagrada República Romana”.

Como es natural, alrededor del papa creció una enorme burocracia compuesta por clérigos, obispos, sacerdotes, diáconos, laicos, pueblo llano, etc. para administrar las granjas papales, las ciudades pertenecientes al papado, los ejércitos del papa, las flotas papales, el tesoro del papa, caravanas comerciales del papado, recaudadores de impuestos para el papa, jueces de paz y justicias del papa, policía papal, envíos y misiones, así como el personal autorizado para aplicar las leyes papales en los ámbitos civil y eclesiástico. 

Hacia el final de este siglo, el papa era el gobernante terrenal más poderoso en esta parte del mundo. Para el año 726, ya se consideraba suficientemente fuerte como para enfrentarse a un emperador: “Nos solamente podemos dirigirnos a Vos en un estilo basto y sin educación” escribió el papa Gregorio III al emperador León, “porque sois basto y sin educación alguna”. Hacia el 754, el papa Esteban estableció un acuerdo de paz con el emperador Pepin de los francos, adquiriendo numerosos territorios de éste, consiguiendo unos 20.000 Km2 y, en sus mejores días, una población de unos tres millones de habitantes. Los papas también recibieron territorios de lo que hoy es Yugoslavia. Los nobles y senadores romanos debían defender con su vida la Basílica de San Pedro, el Castillo del Santo Ángel, el Panteón (ahora llamado Santa María Rotondo), el distrito Trastévere de Roma y la ciudad Leonina (que es aproximadamente la actual ciudad del Vaticano).

Hacia finales del siglo VIII el papa era, en efecto y en la práctica, un gobernante temporal de proporciones enormes. Los estados papales estaban ya establecidos. Con el paso del tiempo, además de los estados papales que eran gobernados directamente por el papa como posesiones propias, el papa de Roma aumentó su poder feudal sobre otros estados: estos estaban obligados a pagar un tributo anual y contribuir a las políticas ofensivas o defensivas del papa. Los pontífices de Roma incluso adquirieron control sobre aún más territorios: los gobernantes cristianos, elegidos bajo autorización papal, estaban obligados a establecer alianzas defensivas y ofensivas con el papa de Roma. 

Para 1216, el papa Inocencio III pudo reclamar (muy claramente) tributos al emperador Germano: de cinco estados papales en Italia (la parte más central del territorio italiano, gobernado directamente por el papa desde Roma); de la mayor parte de Portugal, las provincias de Navarra y Aragón de España; de Inglaterra e Irlanda (solamente Inglaterra pagaba unos 1.000 marcos esterlinos como tributo anual), Bulgaria, Córcega y Cerdeña, el reino de Sicilia, que incluía la mitad Sur de Italia, además de otros países que estaban ligados al control del papa, como Armenia, Hungría y Polonia. 

El 18 de noviembre de 1302, Bonifacio VIII lanzó la siguiente sentencia: “La Iglesia” declaraba, “tiene un solo cuerpo y una sola cabeza, Cristo y el vicario de Cristo, Pedro y el sucesor de Pedro … En este poder hay dos espadas, una terrenal y otra espiritual … los dos poderes están en las manos del Pontífice Romano .. Es más, lo declaramos y lo establecemos como creencia y condición necesaria para la salvación, que todo lo creado en el universo humano está sujeto al Pontífice Romano”. 

Los papas hacían impresionantes demostraciones de su poder. Alejandro III concedió a Portugal los derechos exclusivos de comercio y colonización para la costa Oeste de África, entre cabo Bohadan y Guinea, en 1479. En el año 1493, Alejandro VI posó su dedo índice sobre un globo terráqueo con todos los océanos y países representados en él. Trazó una línea imaginaria de Norte a Sur, 100 leguas españolas al Oeste de la isla más occidental de las Azores. Todo lo que quedaba al Este de esta línea sería para Portugal, decretó; todo lo que quedara al Oeste de ella sería para España. Dicha línea fue trasladada otras 270 leguas más al Oeste, como resultado del Tratado de Tordesillas, el 7 de junio de 1494, cambio que fue sancionado y autorizado por el papa.

Mano a mano con esta política de distribución geográfica y política, se estaba elaborando una nueva “distribución geográfica” espiritual. El Cielo, con Dios, los ángeles y los Santos se emplazaba ahora en la parte más alta del firmamento, desplazando de allí a los antiguos dioses del Olimpo. Bajo tierra se situaba el dominio de Satán, el Diablo. En medio, estaba el mundo Romano, romano en el nuevo sentido cristiano, con todas las tierras conocidas y desconocidas, los mares y las tinieblas terrestres, África, India, China, lugares donde habitaban extraños seres semihumanos o inhumanos y a donde serían enviados los misioneros, para ganar terreno a Satán. Todo creado por Dios y renovado misteriosamente por Jesús (y sus representantes). 

El tiempo empleado en la estancia en la nueva tierra, fue santificado. El tiempo, que es un tirano para la humanidad, ahora era el periodo que había que dedicar a la salvación personal. El espacio se llenaba ahora con la presencia de Dios. La muerte, aunque seguía siendo el castigo final y el dolor de vivir, dejó de ser un misterio. La felicidad tras abandonar la vida terrestre ya no era un privilegio para un puñado de dioses, diosas y héroes. 

Mientras esta nueva antropología se desarrollaba, una nueva sicología se asentaba. Cada ser humano estaba ahora compuesto de cuerpo y alma. El alma tenía espiritualidad, libertad de elección e inmortalidad. El cuerpo tenía sentidos físicos, pasiones. En su alma, el ser humano era Dios. En su cuerpo continuaba siendo animal. Para ayudar al alma a crecer en amor de Dios y controlar las pasiones del cuerpo, los cristianos tenían siete ritos llamados sacramentos: bautismo para hacerle Cristiano, confirmación para fortalecerle en su fe, penitencia para limpiarle de sus pecados, eucaristía para unirle a Jesús, matrimonio para santificar (y sancionar) su unión con otro ser (siempre de distinto sexo, por supuesto), órdenes sagradas para crear sacerdotes y predicadores que pudieran perdonar los pecados en el nombre de Jesús y ofrecer el sacrificio de la Misa y, por último, la extremaunción para preparar su muerte (instantes antes de que se produjera) de manera que alcanzara el paraíso de Dios y sus elegidos. 

También se estableció la forma de santificar y bendecir los objetos denominados “sacramentales”: agua bendita, estatuas,  imágenes y reliquias de Santos, así como la bendición especial para los diversos objetos que la humanidad utilizaba durante su vida. 

Dentro del corazón de la Cristiandad, todo quedó automáticamente santificado: agua, tierra, árboles, ríos, ciudades, casas, ropas. Para los componentes de este centro de la Cristiandad, era normal la conversación cotidiana con Dios, con Jesús, con la Virgen María, Madre de Jesús, con los Santos y con todos los benditos. Un himno medieval utilizado en Pascua incluía la frase: “Dinos, María, ¿Qué ves en el camino?” y escuchaban contestar a María: “Veo la tumba vacía de Jesús vivo, veo la Gloria de Cristo ascendido”. 

            La más delicada de las artes humanas, la música, fue traducida a una forma especial: la música sacra, la música de iglesia, que se convirtió en el lenguaje internacional de adoración divina para los cristianos. Como música sacra, la forma diseñada por el papa Gregorio el Grande, que se denominó canto Gregoriano, nunca ha sido sobrepasada en grandeza. El alma de este canto era precisamente la nueva unión de los Cielos y la Tierra, por medio del gran héroe: Jesús. Además, el canto gregoriano incluyó como base la antigua leyenda o tradición de la Escalera de Jacob, por la que los ángeles bajaban desde Dios a los hombres y volvían a subir hacia Dios (fórmula simbólica de la acción real y comprobada de los cielos físicos sobre la tierra, tan antigua como la humanidad misma). 

La música aparece al principio como la voz y la manifestación de este mundo, como si todos los elementos de la tierra, del mar y del firmamento hubieran mezclado todos sus tonalidades sonoras en una cadencia que se eleva y desciende recordando las olas del océano, el vuelo de las nubes en el cielo, el triunfo de los vientos soplando a través de la tierra entera, todo como una única voz (incluyendo la humana) que canta ante su Dios, con la divina alegría de saber que están triunfando sobre la muerte (de acuerdo con su creencia), el pecado y la oscuridad del mal. Ese era el sentimiento que invadía a los cristianos que practicaban el Canto Gregoriano en cualquier parte. 

Las reliquias físicas de las personas santas se convirtieron en muy importantes para los cristianos. Se construyeron urnas y templos que las contuvieran: los huesos de los Reyes Magos en Colonia, la cabeza de Juan Bautista, la cabeza de San Balduino, la mano de San Gregorio, la túnica de Jesús, la capa de la Virgen, el pie de María Magdalena, incluso el prepucio de Jesús (la única reliquia Suya, preservada en un relicario cubierto de rubíes y esmeraldas, soportado por dos ángeles de plata, todavía visible en Calcata, al Norte de Roma). No importa si la mayoría de estas reliquias eran falsas. Importaba que el pueblo creyera en ellas. 

Cuando el papa Bonifacio IV consagró el antiguo Panteón Romano como Santa María Rotondo en el año 610, tenía 32 carretas llenas de huesos de mártires traídos desde las catacumbas y que fueron colocados en múltiples urnas que se distribuyeron por la nueva iglesia recién consagrada. Y de acuerdo con la canción popular de entonces, en el pomo de la verdadera espada de Roldán, Durandal, había un diente de San Pedro, una gota de sangre de San Basilio, un cabello de San Dionisio y un hilo de la capa de la Virgen María, de modo que Roldán podía confiar, por la intercesión de todos estos Santos, que “jamás sería derrotado en su lucha contra el infiel “en el nombre de Dios y de la Dulce Francia y por el Dorado Emperador Carlos”.

Un nuevo estilo de militarismo nació a consecuencia de estos cambios: la Cristiandad y su centro rector, debían ser defendidos con armas cristianas. Las guerras podían ahora ser sagradas, surgió un sagrado deber. La crueldad contra los enemigos de Jesús, dentro y fuera del centro de la Cristiandad, pasó a ser la venganza de Dios. “No hemos hecho distinción por edad, sexo o rango” era el lema del general que conducía las tropas en la guerra medieval contra los herejes llamados Albigenses. “Hemos pasado a todos por la espada”. 

El nuevo grito estaba en los labios de Roldán, el perfecto cristiano y caballero modelo, cuando luchaba en Roncesvalles contra los odiados Moros: “¡Paien unt tort e Chrestiens unt droit!” (“¡Los paganos están equivocados. Los Cristianos estamos en lo correcto!”). Y, cuando los primeros cruzados alcanzaron la colina de Palestina y llegaron a las murallas de Jerusalén, desmontaron de sus caballos, se quitaron las botas y se postraron en la tierra rezando y llorando lágrimas de alegría en un delirio de deseo, agradeciendo a Dios que les permitiera vivir suficiente para alcanzar la ciudad sagrada donde Jesús vivió, fue crucificado y ascendió a los Cielos. Volvieron a calzarse, asediaron la ciudad y la tomaron durante una tormenta, convencidos de que los ángeles del Señor luchaban a su favor. Masacraron unos 17.000 musulmanes en el sitio del templo de Salomón y quemaron a todos los judíos dentro de sus sinagogas. 

Entre los años de León I (440-461) y el final del siglo VIII, se desarrolló un cuerpo completo de pensadores, filósofos, teólogos, predicadores, escritores, que fueron denominados los Padres de la Iglesia. Ellos codificaron la nueva antropología explicando, elaborando, definiendo, dando expresión a todos los aspectos de la Nueva Fe: la vida del espíritu, el valor de la mente, el significado del cuerpo, la idea de la personalidad humana, los conceptos nuevos fundamentales de culpabilidad e inocencia, la función del universo desde sus puntos de vista, la idea mística del amor, el significado reconsiderado de toda la historia de la humanidad. Hombres, mujeres y naciones fueron influidos y hasta dirigidos, gobernados durante un millar de años por medio de los pensamientos, conclusiones y preceptos de Gregorio de Nyssa, Agustín de Hippo, Juan de Damasco, Hilario de Poitiers, Ambrosio de Milán, Crisóstomo de Constantinopla, Basilio de Cesárea y Cirilo de Alejandría. 

De acuerdo con las recomendaciones de Basilio de Cesárea, los “Padres” de la Iglesia lanzaron una nueva literatura. No importa que su lenguaje fuera casi incomprensible, sus pensamientos influyeran tan solo a algunos y sus escritos solamente fueran accesibles a unos pocos. Trabajaban en una sociedad de muy limitada distribución de la literatura. Era un mundo de tradición oral, de transmisión personal. Cualquier lugar era bueno para discutir, el mercado, la taberna, los baños públicos, los convoyes que recorrían largas distancias. La nueva doctrina era transmitida, pero filtrada, por el monje itinerante, el maestro, el predicador, la escuela de la iglesia, los peregrinos, las actividades familiares, seminarios, etc. 

Los hombres y las mujeres ya no podían pensar tan libremente, salvo en los términos del mensaje Cristiano, pues podían estar siendo vigilados cuando expresaban sus opiniones. 

Esta nueva antropología se dedicó también a cálculos de lo más dispar, como el número total de ángeles en todo el universo. Había 399.920.004 de los cuales un tercio exacto, 133.306.668, habían tomado partido por Satán contra Dios y, por tanto, ahora trabajaban contra Jesús, su Iglesia y todos los Cristianos. Esta misma antropología permitió al papa Alejandro III usar en su propio beneficio la visible destrucción de un gran meteorito contra el cuerno superior de la luna creciente el 18 de junio del 1178, para amedrentar al emperador Germano Federico que daba soporte a los enemigos de Alejandro. Los cristianos estaban básicamente equivocados, pues estaban muy mal informados, en cálculos de ciertas cosas como la edad del mundo. Los judíos establecieron la fecha del 7 de octubre del 3761 a.C. Los cristianos ortodoxos lo dejaron en el 1 de septiembre del 5509 a.C. Los cristianos occidentales consideraban el año 5000 a.C. como el comienzo de todas las cosas. Y tan cercano a nosotros como el siglo XVII, el obispo Protestante Ussher determinó, de forma tajante, que todo comenzó a las 6 de la tarde (hora local) del 22 de octubre del 4004 a.C. 

A todo esto, los Cristianos no estaban muy interesados en problemas analíticos ni en cuestiones de precisión. Cuando elaboraron cálculos, fueron medievalismos, aberraciones. El alcance de este estilo de doctrina tuvo, sin embargo, una penetración importante en la humanidad occidental. Cuando este viejo mundo llegaba a los años de finales del siglo XVI, aunque casi nadie fue consciente de ello, se había creado una Europa de pensamiento común, de comunión espiritual, de comercio y estilos comunes, desde el círculo Ártico al Norte de África, desde Irlanda a Vladivostok en el lejano Este y a Turquía en Oriente próximo, con las correspondientes extensiones de las Américas Española y Portuguesa. Lo podemos encontrar hoy intacto en el arte popular de entonces, los frescos, pinturas, trípticos, esmaltes, vidrieras, esculturas en madera, piedra y mármol: la tumba del rey Dagoberto en San Dionisio (Francia), las pinturas de Finlandia, las de Tiele en Suecia, las cruces celtas de Irlanda, los iconos de Kiev, los trípticos de Flanders en Italia, las imágenes de Paraguay, las biografías chinas de Jesús, los medallones de las estepas rusas y las Madonas y Santos de Tierra de Fuego. 

En todas partes encontramos los mismos personajes: Jesús, la Virgen, dios Padre, el Espíritu Santo, el Papa, los ángeles y los Santos, Judas, los Apóstoles, Satán, la Iglesia, y los mismos temas importantes: el Cielo místico, el Infierno, el pecado, la virtud, el Purgatorio, la muerte, el matrimonio, el bautismo, la lealtad, el amor, la gracia, la esperanza, etc. ilustrando los distintos pasajes de la vida de Jesús. Lo que es singular e impresionante es que estos personajes y hechos estén tratados del mismo modo en zonas o países tan dispares como Escandinavia, Sicilia, Francia, Escocia, Grecia, México, … Todos los relatos incluyen los mismos detalles. 

Y nosotros sabemos porqué. En el lejano segundo concilio de Nicea se establecieron reglas para expresar el arte. Los artistas y carpinteros se lanzaron a vivir de forma nómada por distintas ciudades, patrocinados convenientemente, y exhibían sus catálogos, sus cuadernos, mostrando de lo que podían ser capaces como artesanos en cada templo parroquial, cada plaza mayor de las villas, las catedrales de las ciudades, el claustro de cada convento, la capilla de cada castillo, etc. Cada obispo, príncipe, predicador, monje, reforzaba las reglas de cada concilio y la opinión de cada papa, endureciéndolas. Listaron, publicaron, los cánones específicos de las proporciones e imágenes, que debían ser universalmente aceptadas y que aseguraban que las creencias de la Cristiandad estaban adecuadamente representadas, dentro de las posibilidades de expansión de cada momento. 

Sin las ayudas técnicas de expansión actuales, se creó, se elaboró, se aceptó, se perpetuó una mente unitaria, monolítica, que propició un asentamiento demográfico, un poder económico, unas aspiraciones políticas, un optimismo cultural y un pensamiento tan agresivo que dio lugar a nuestro mundo actual, nos hizo modernos (¡!): los primitivos experimentos de científicos ingleses y franceses durante los siglos XI a XIV, los exploradores de los siglos XIII a XVI, los hombres del llamado “Renacimiento”, los constructores de imperios y los primeros líderes nacionalistas, los que se consideraron campeones de la democracia en Europa durante los siglos XVIII y XIX, todos ellos estaban imbuídos de la antropología que surgió del corazón de la Cristiandad. 

Esta intimidad y familiaridad aparentes con los Cielos, alimentó sobre la tierra la inspiración y el valor renovado de Roma y el vicario de Jesús, el papa, que allí habitaba. Roma y su obispo supremo fueron el punto focal de este vasto e intrincado modo de traducir el mensaje de la creencia Cristiana. Su escaparate principal, San Pedro, construido sobre la tumba del apóstol, fue la primera y principal iglesia de la Cristiandad. Desde el palacio de los papas, el palacio Laterano, surgía toda la legitimidad de los distintos gobiernos civiles y las sucesiones políticas, la validez de los matrimonios, las inspiraciones, las enseñanzas, la autorización a las exploraciones y a los experimentos. Al mismo tiempo que las posesiones y estados papales crecían, emergía poco a poco la idea de Cristiandad, de Núcleo Cristiano. Era la imagen que reflejaba el nivel de la autoridad del papa, tanto en su gobierno directo de las posesiones reconocidas, como en el control e influencia ejercidos sobre los feudos y gobernantes de la mayoría de la Europa de principios del siglo XIII. 

Cuando el papa aparecía en procesión en público, llevaba la diadema del poder de Jesús, simbolizando su propio poder sobre el alma humana y sobre su condición temporal y terrenal. Delante de él se llevaba la sagrada hostia de la Eucaristía, cuerpo y sangre del Salvador. Toda la cristiandad obedecía los dictados del hombre que, en Roma, era el representante de Jesús y de todo su poder. El peregrinaje a Roma era el acto más noble que cualquier cristiano podía realizar. Incluso las murallas de Roma eran veneradas. Los peregrinos venían para conseguir ser mirados por el papa, obtener su bendición general y visitar las iglesias y catacumbas de Roma, adorar la tumba de San Pedro, venerar las reliquias recopiladas en esta ciudad, contemplar la escalera  que Jesús tuvo que subir para ser condenado por Pilatos, el pañuelo de la Verónica con la que enjugó el rostro de Jesús en la Vía Dolorosa del Calvario, las cadenas que aprisionaron a San Pedro, la cabeza de San Pablo, el brazo de San Lucas, la túnica de San Juan Evangelista. 

Durante el primer jubileo en 1300, se alcanzó la cifra de unos 30.000 peregrinos que entraban y abandonaban la ciudad diariamente, mientras unos 200.000 más esperaban fuera de las murallas. Además de las colectas que se efectuaban en cada misa, con el encendido de velas en las tumbas de los Santos los peregrinos podían tener por cierto que su salvación estaba asegurada. No les importaba ver como dos sonrientes sacerdotes acumulaban, día y noche, el oro y la plata obtenida como ofrendas y colectas. 

En el centro de todo esto se sentaba el papa, vicario de Jesús en la tierra, ocupando el trono más alto y poderoso del mundo occidental, el propietario del más extenso estado, el señor más universal de todos los vasallos y siervos, el rector de todos los príncipes, el único hombre con autoridad de legitimar todos los gobiernos y las dinastías del mundo conocido que, además, tenía en su poder las llaves del Reino de los Cielos, cumpliendo el mandato de Jesús: “Tú eres Pedro … a ti te doy las llaves del Reino de los Cielos”. 

Por los tanto, se había dado un paso de gigante en un periodo relativamente corto. El apóstol Pedro, en el año 66 d.C. escribía sobre Roma refiriéndose a ésta como ciudad “Babilónica”, con el sentido que esta palabra tenía para los cristianos de corrupción y maldad, continuando: “el fin de todas las cosas está cercano … esperad y veréis que la voluntad de Dios destruye con fuego este centro de pecado … tendremos una nueva tierra, un nuevo cielo, veremos la santidad…” 

El sucesor número 45 de Pedro en el trono de Roma, León I, escribió hace ahora 400 años: “La providencia Divina creó el Imperio Romano para que los distintos reinos pudieran confederarse en un solo Imperio y que la evangelización de la humanidad se pudiera realizar de forma rápida, manteniendo a todos lo hombres y mujeres bajo un único sistema político …” y, lejos ya las palabras de Pedro que tildaba de “Babilónica” a esta ciudad, León se refería a la ciudad santa: “¡Roma! ¡Sagrada familia! ¡Pueblo elegido! ¡Ciudad piadosa y leal! Te has convertido en la capital del mundo al ser la sede de San Pedro … Has extendido tu poder y autoridad allende las tierras y los mares … Tu imperio de paz es mayor que aquel antiguo imperio militar…” 

             Pero esta Tierra Santa Cristiana contenía la semilla de su propia desintegración. La unión de la religión y la política, de la espada y el espíritu, nunca ha traído paz sobre la tierra; ni siquiera consiguió más inspiración religiosa en los papas romanos. 

En el 963, una nueva fuerza con intereses en la elección de papas entró en la arena de la política internacional: el emperador Germano, Otto I. Señor indiscutible de Italia y de Europa Central en estos momentos, reunió a todos los nobles, romanos, clérigos, ciudadanos, en el antiguo Foro el 12 de noviembre del 963. Sus soldados rodearon la ciudad y bloquearon todas sus puertas y todas las entradas al tesoro Vaticano. Les hizo jurar que “nunca se elegirá un papa sin su personal aprobación (o la de sus sucesores)”. Durante unos 280 años, hasta la elección de Celestino IV en 1241, la elección y confirmación de 48 papas estaba, normalmente, en manos de los emperadores alemanes. En ese periodo, se produjo la sorprendente influencia, en la elección del Vicario de Cristo, de una mujer llamada Marozia.

 


Toda la documentación utilizada en esta página está basada en la obra "The decline and fall of the roman church" (1981) del escritor y sacerdote Malachi Martin, en la traducción al castellano de Ignacio Solves.