El mundo cristiano
Cuando los
cristianos aceptaron el regalo de Constantino en el siglo IV, intentaron
capitalizar al máximo dicho regalo y cometieron el fatal error de
adaptar la “buena nueva” original del Evangelio de Jesús: bloquearon su
mensaje de salvación dentro de un sistema muy específicamente
socioeconómico y político. Durante cuatro siglos crearon una nueva
antropología cristiana, una mezcla de la enseñanza Bíblica y de la
revelación de Jesús y todo esto fue lo que hizo posible la ebullición
que vivió la Europa medieval, el orgullo (y la soberbia) del
Renacimiento, así como la cultura y civilización occidental de nuestros
tiempos.
Le pieza clave de
aquella trampa que se cernió sobre la humanidad era la ciudad de Roma,
la ciudad por excelencia, y todo lo que Roma significaba en
aquellos momentos. Por supuesto, Roma era el lugar en el que estuvo y
vivió el representante de Jesús, Pedro, la piedra sobre la que Jesús
dijo que construiría su Iglesia. Pedro y sus sucesores ahora
representaban el único canal de la nueva esperanza (la nueva fe), el
punto de contacto físico con el invisible salvador de todos, Jesús. De
modo que la Roma de los obispos romanos apareció como la central, la
conexión única con el Salvador. La gente de Roma se convirtió en “el
pueblo santo”; Roma, pasó a ser considerada como “la ciudad santa”. El
dominio y el poder de los obispos romanos era el propio de Jesús, su
gobierno y autoridad pasó a ser el poder civil, legal, militar,
económico y diplomático. Pero permaneció latente la autoridad de Jesús:
la lengua de Roma , el latín, pasó a ser la lengua de Jesús. La voluntad
de los habitantes de Roma, por la que se elegía a cada sucesor de San
Pedro, se convirtió en la voz de Dios, pasando a utilizarse de forma
casi teológica la sentencia “vox populi, vox Dei”: la voz del pueblo
es la voz de Dios, sobre la que se fundaron, posteriormente, todas
las democracias occidentales, en un principio.
Lo que la Iglesia y
el papa, su líder, tomaron o mantuvieron de la antigua Roma fue la idea
imperial, la idea de un imperio político terrenal.
No conocemos de
ningún pueblo anterior a los romanos que tuvieran la idea de un imperio
político. Sus palabras siempre expresaron “poder”, nunca “imperio”. Para
aquellas mentes era un sistema de administración y control político que
tuviera en cuenta todas la tribus, lenguas, colores, religiones,
nacionalidades, culturas, ejércitos, que tendiera a unificar todo bajo
un gobierno central, para salvaguarda de los intereses locales y
que concediera los beneficios de las leyes universales romanas y la
ciudadanía de Roma. Detrás de nuestra idea de “estado” está la idea
romana primitiva de imperio político.
En una etapa de su
historia, los Judíos creyeron y aspiraron a un “imperio” moral
establecido por todo el mundo. Los grandes profetas hebreos hicieron de
esto el argumento de sus más apasionados discursos y de sus
pronunciamientos más exaltados. Los Griegos fueron los primeros que
descubrieron el imperio universal del espíritu humano. Muchos de los
imperios antiguos: Faraónico, Asirio, Persa, Babilonio, etc. Intentaron
crear un imperio económico y militar. Solamente los Romanos
desarrollaron una fórmula política para su concepto de un “imperio
universal”.
Hasta Constantino,
los Cristianos veían este orden Romano como el brazo del demonio.
Además, para los ojos cristianos, el mundo Romano se deshacía en
pedazos. En tiempos de Constantino, los Romanos vigilaban y defendían
unos 16.000 Km de frontera frente a los bárbaros y mantenía un ejército
regular de unos 500.000 hombres. Pero cuando los Germanos cruzaron el
Rin una noche del invierno del año 406, todo esto acabó.
Incluso bajo la
protección de Constantino, los Cristianos tenían una visión diferente.
La promesa de Jesús de una victoria final se enraizó en un contexto
mucho más terrenal: el antiguo sistema político centralizado de la Roma
clásica, pasó a ser el cuadro básico de la regla universal. Todos los
atributos de la Roma clásica se consideraban ahora como propios de la
Cristiandad Romana y, en menos de 100 años, la Iglesia Romana fue la
única fuente de autoridad, cultura y ayuda militar que quedaba del
imperio antiguo. Hacia el 440, cuando el antiguo título de Pontifex
Maximum (Sumo Pontífice) fue asumido por el papa León I, el papa fue el
gobernante efectivo, no solamente de Roma, sino de numerosos
territorios.
En tres siglos, la
Iglesia Romana había transformado la organización del Imperio Romano en
un sistema eclesiástico de obispados, diócesis, monasterios, colonias,
escuelas, guarniciones, librerías, enlaces, centros administrativos,
representantes, cortes de justicia, así como un sistema judicial de
intrincadas leyes, todo ello bajo el control directo del papa, el obispo
de Roma. Su palacio romano, el Laterano, se convirtió en un nuevo
senado. Los nuevos senadores fueron los cardenales. Los obispos que
vivían en Roma y los sacerdotes y diáconos, ayudaban al papa que
administraba este nuevo “imperio”. Esta burocracia elegía papa y
mantenía y continuaba esta tradición de papa en papa.
El orgullo romano
llegó muy lejos. Cuando el papa Gregorio III compró (es decir, recuperó)
la ciudad de Gallesa, cerca de Viterbo, al duque de Espoleto de
Lombardía, por una cantidad enorme de dinero, la crónica Romana dejó
escrito: “Gallesa ha regresado ahora, una vez más, a la estructura
corporativa de la Santa República Romana (Roma) y vuelve a formar parte
del cuerpo de nuestro amado Cristo (es decir, del ejército romano)”.
Roma fue saqueada al menos siete veces (por Alarico el Huno en el 410;
por Genserico el Vándalo en el 455; por los ostrogodos en el 546; por
los sarracenos en el 847; por Barbarroja de Prusia en el 1107; por el
ejército alemán, dirigido por los españoles en el 1526; por Napoleón en
el 1799). Se quedó sin papas durante cerca de 200 años. Pero, al final,
los papas regresaron para quedarse en Roma, en la sagrada ciudad del
pueblo de Dios.
Esta frase tan
repetida: “el santo pueblo romano (o sagrado, como se prefiera)” con
todo el énfasis en la definición de pueblo (gente), expresa los
cambios que los cristianos introdujeron en la anterior idea imperial
Romana. Para los Romanos, la fuente de su poder era el pueblo y el
Senado Romano. Para los Cristianos, el pueblo cristiano romano y
sus líderes clericales eran la canalización del poder de Dios. La
Comunidad Cristiana, comenzando 40 días después de la partida de Jesús,
cuando eligieron un nuevo apóstol para reemplazar al traidor Judas; una
vez en Roma, acostumbrados a votar en asamblea sobre todas las
cuestiones importantes desde sus tiempos iniciales y, especialmente,
para la elección de cada nuevo Obispo de Roma que les gobernaría a ellos
(y, por supuesto, a todas las iglesias) estaba estableciendo las raíces
de lo que se llamaría “democracia” posteriormente. Primeramente, la
asamblea electiva romana designaba un obispo de entre ellos mismos.
Automáticamente, su elección se aceptaba como la elección de Dios y el
candidato así escogido se convertía en el papa de la Iglesia Universal.
El poder que adquiría para gobernar, le llegaba directamente de Dios,
tal y como lo creían todos.
Tanto si elegían al
nuevo obispo por votación directa individual, o si meramente confirmaban
al señalado por el papa anterior o por algún príncipe poderoso, el nuevo
obispo alcanzaba su autoridad total solamente si la comunidad Romana le
aceptaba. Por eso se repetía la frase que designaba la autoridad y el
poder: “El Senado y todos los miembros de la ciudad de Roma, que Dios
guarde” se utilizó durante todo el espacio de tiempo que medió entre
los siglos IV y XVIII.
Calvino en su
teología, los Padres Peregrinos de Plymouth Rock en 1620, los
revolucionarios norteamericanos de 1776, los revolucionarios franceses
de 1789, todos tomaron esta idea Romana cristiana y la convirtieron en
la base de todo el sistema democrático actual, con la sutil diferencia
de que el pueblo se convirtió en la fuente del ejecutivo, no una mera
“canalización” de un poder superior.
En la Iglesia del
siglo V y siguientes, el “nuevo imperio” de Jesús se encuadró dentro una
forma concreta y tangible: un vasto y auténtico conjunto de estados,
regidos desde Roma, junto a la obligada lealtad de numerosos gobernantes
(con su poder temporal) en Italia, España y Francia. Hacia el final del
siglo VI el poder cercano del papa de Roma y su Iglesia comprendía
vastas extensiones en los alrededores de Roma, en Nápoles, en Calabria y
en Sicilia. Los ingresos que llegaban desde Calabria y Sicilia llegaban
a 35.000 florines de oro anuales. Para el año 704, el papa Pablo I
hablaba de pars nostra romanorum (nuestro estado eclesiástico de
los Romanos) y el título del papa era dux plebis (líder del
pueblo).
Todos los papas
consideraban (y nombraban) al estado Romano como el “patrimonio de
Pedro” y el “Sagrado Imperio Romano”. Antes del final del siglo VIII, el
estado eclesiástico Romano era considerable: ciudades y poblaciones
concedidas por emperadores a los papas como regalo; diócesis, templos y
colonias anexionadas o compradas directamente por los papas; otras
ciudades o territorios donadas por príncipes locales a los papas. Todo
ello se consideró como parte de lo que se consideraba el “ejército
romano” o la “Sagrada República Romana”.
Como es natural,
alrededor del papa creció una enorme burocracia compuesta por clérigos,
obispos, sacerdotes, diáconos, laicos, pueblo llano, etc. para
administrar las granjas papales, las ciudades pertenecientes al papado,
los ejércitos del papa, las flotas papales, el tesoro del papa,
caravanas comerciales del papado, recaudadores de impuestos para el
papa, jueces de paz y justicias del papa, policía papal, envíos y
misiones, así como el personal autorizado para aplicar las leyes papales
en los ámbitos civil y eclesiástico.
Hacia el final de
este siglo, el papa era el gobernante terrenal más poderoso en esta
parte del mundo. Para el año 726, ya se consideraba suficientemente
fuerte como para enfrentarse a un emperador: “Nos solamente podemos
dirigirnos a Vos en un estilo basto y sin educación” escribió el
papa Gregorio III al emperador León, “porque sois basto y sin
educación alguna”. Hacia el 754, el papa Esteban estableció un
acuerdo de paz con el emperador Pepin de los francos, adquiriendo
numerosos territorios de éste, consiguiendo unos 20.000 Km2 y, en sus
mejores días, una población de unos tres millones de habitantes. Los
papas también recibieron territorios de lo que hoy es Yugoslavia. Los
nobles y senadores romanos debían defender con su vida la Basílica de
San Pedro, el Castillo del Santo Ángel, el Panteón (ahora llamado Santa
María Rotondo), el distrito Trastévere de Roma y la ciudad Leonina (que
es aproximadamente la actual ciudad del Vaticano).
Hacia finales del
siglo VIII el papa era, en efecto y en la práctica, un gobernante
temporal de proporciones enormes. Los estados papales estaban ya
establecidos. Con el paso del tiempo, además de los estados papales que
eran gobernados directamente por el papa como posesiones propias, el
papa de Roma aumentó su poder feudal sobre otros estados: estos estaban
obligados a pagar un tributo anual y contribuir a las políticas
ofensivas o defensivas del papa. Los pontífices de Roma incluso
adquirieron control sobre aún más territorios: los gobernantes
cristianos, elegidos bajo autorización papal, estaban obligados a
establecer alianzas defensivas y ofensivas con el papa de Roma.
Para 1216, el papa
Inocencio III pudo reclamar (muy claramente) tributos al emperador
Germano: de cinco estados papales en Italia (la parte más central del
territorio italiano, gobernado directamente por el papa desde Roma); de
la mayor parte de Portugal, las provincias de Navarra y Aragón de
España; de Inglaterra e Irlanda (solamente Inglaterra pagaba unos 1.000
marcos esterlinos como tributo anual), Bulgaria, Córcega y Cerdeña, el
reino de Sicilia, que incluía la mitad Sur de Italia, además de otros
países que estaban ligados al control del papa, como Armenia, Hungría y
Polonia.
El 18 de noviembre
de 1302, Bonifacio VIII lanzó la siguiente sentencia: “La Iglesia”
declaraba, “tiene un solo cuerpo y una sola cabeza, Cristo y el
vicario de Cristo, Pedro y el sucesor de Pedro … En este poder hay dos
espadas, una terrenal y otra espiritual … los dos poderes están en las
manos del Pontífice Romano .. Es más, lo declaramos y lo establecemos
como creencia y condición necesaria para la salvación, que todo lo
creado en el universo humano está sujeto al Pontífice Romano”.
Los papas hacían
impresionantes demostraciones de su poder. Alejandro III concedió a
Portugal los derechos exclusivos de comercio y colonización para la
costa Oeste de África, entre cabo Bohadan y Guinea, en 1479. En el año
1493, Alejandro VI posó su dedo índice sobre un globo terráqueo con
todos los océanos y países representados en él. Trazó una línea
imaginaria de Norte a Sur, 100 leguas españolas al Oeste de la isla más
occidental de las Azores. Todo lo que quedaba al Este de esta línea
sería para Portugal, decretó; todo lo que quedara al Oeste de ella sería
para España. Dicha línea fue trasladada otras 270 leguas más al Oeste,
como resultado del Tratado de Tordesillas, el 7 de junio de 1494, cambio
que fue sancionado y autorizado por el papa.
Mano a mano con esta
política de distribución geográfica y política, se estaba elaborando una
nueva “distribución geográfica” espiritual. El Cielo, con Dios, los
ángeles y los Santos se emplazaba ahora en la parte más alta del
firmamento, desplazando de allí a los antiguos dioses del Olimpo. Bajo
tierra se situaba el dominio de Satán, el Diablo. En medio, estaba el
mundo Romano, romano en el nuevo sentido cristiano, con todas las
tierras conocidas y desconocidas, los mares y las tinieblas terrestres,
África, India, China, lugares donde habitaban extraños seres semihumanos
o inhumanos y a donde serían enviados los misioneros, para ganar terreno
a Satán. Todo creado por Dios y renovado misteriosamente por Jesús (y
sus representantes).
El tiempo empleado
en la estancia en la nueva tierra, fue santificado. El tiempo, que es un
tirano para la humanidad, ahora era el periodo que había que dedicar a
la salvación personal. El espacio se llenaba ahora con la presencia de
Dios. La muerte, aunque seguía siendo el castigo final y el dolor de
vivir, dejó de ser un misterio. La felicidad tras abandonar la vida
terrestre ya no era un privilegio para un puñado de dioses, diosas y
héroes.
Mientras esta nueva
antropología se desarrollaba, una nueva sicología se asentaba. Cada ser
humano estaba ahora compuesto de cuerpo y alma. El alma tenía
espiritualidad, libertad de elección e inmortalidad. El cuerpo tenía
sentidos físicos, pasiones. En su alma, el ser humano era Dios. En su
cuerpo continuaba siendo animal. Para ayudar al alma a crecer en amor de
Dios y controlar las pasiones del cuerpo, los cristianos tenían siete
ritos llamados sacramentos: bautismo para hacerle Cristiano,
confirmación para fortalecerle en su fe, penitencia para limpiarle de
sus pecados, eucaristía para unirle a Jesús, matrimonio para santificar
(y sancionar) su unión con otro ser (siempre de distinto sexo, por
supuesto), órdenes sagradas para crear sacerdotes y predicadores que
pudieran perdonar los pecados en el nombre de Jesús y ofrecer el
sacrificio de la Misa y, por último, la extremaunción para preparar su
muerte (instantes antes de que se produjera) de manera que alcanzara el
paraíso de Dios y sus elegidos.
También se
estableció la forma de santificar y bendecir los objetos denominados
“sacramentales”: agua bendita, estatuas, imágenes y reliquias de
Santos, así como la bendición especial para los diversos objetos que la
humanidad utilizaba durante su vida.
Dentro del corazón
de la Cristiandad, todo quedó automáticamente santificado: agua, tierra,
árboles, ríos, ciudades, casas, ropas. Para los componentes de este
centro de la Cristiandad, era normal la conversación cotidiana con Dios,
con Jesús, con la Virgen María, Madre de Jesús, con los Santos y con
todos los benditos. Un himno medieval utilizado en Pascua incluía la
frase: “Dinos, María, ¿Qué ves en el camino?” y escuchaban
contestar a María: “Veo la tumba vacía de Jesús vivo, veo la Gloria
de Cristo ascendido”.
La más delicada de las artes humanas, la música, fue traducida a una
forma especial: la música sacra, la música de iglesia, que se convirtió
en el lenguaje internacional de adoración divina para los cristianos.
Como música sacra, la forma diseñada por el papa Gregorio el Grande, que
se denominó canto Gregoriano, nunca ha sido sobrepasada en grandeza. El
alma de este canto era precisamente la nueva unión de los Cielos y la
Tierra, por medio del gran héroe: Jesús. Además, el canto gregoriano
incluyó como base la antigua leyenda o tradición de la Escalera de
Jacob, por la que los ángeles bajaban desde Dios a los hombres y volvían
a subir hacia Dios (fórmula simbólica de la acción real y comprobada de
los cielos físicos sobre la tierra, tan antigua como la humanidad
misma).
La música aparece al
principio como la voz y la manifestación de este mundo, como si todos
los elementos de la tierra, del mar y del firmamento hubieran mezclado
todos sus tonalidades sonoras en una cadencia que se eleva y desciende
recordando las olas del océano, el vuelo de las nubes en el cielo, el
triunfo de los vientos soplando a través de la tierra entera, todo como
una única voz (incluyendo la humana) que canta ante su Dios, con la
divina alegría de saber que están triunfando sobre la muerte (de acuerdo
con su creencia), el pecado y la oscuridad del mal. Ese era el
sentimiento que invadía a los cristianos que practicaban el Canto
Gregoriano en cualquier parte.
Las reliquias
físicas de las personas santas se convirtieron en muy importantes para
los cristianos. Se construyeron urnas y templos que las contuvieran: los
huesos de los Reyes Magos en Colonia, la cabeza de Juan Bautista, la
cabeza de San Balduino, la mano de San Gregorio, la túnica de Jesús, la
capa de la Virgen, el pie de María Magdalena, incluso el prepucio de
Jesús (la única reliquia Suya, preservada en un relicario cubierto de
rubíes y esmeraldas, soportado por dos ángeles de plata, todavía visible
en Calcata, al Norte de Roma). No importa si la mayoría de estas
reliquias eran falsas. Importaba que el pueblo creyera en ellas.
Cuando el papa
Bonifacio IV consagró el antiguo Panteón Romano como Santa María Rotondo
en el año 610, tenía 32 carretas llenas de huesos de mártires traídos
desde las catacumbas y que fueron colocados en múltiples urnas que se
distribuyeron por la nueva iglesia recién consagrada. Y de acuerdo con
la canción popular de entonces, en el pomo de la verdadera espada de
Roldán, Durandal, había un diente de San Pedro, una gota de sangre de
San Basilio, un cabello de San Dionisio y un hilo de la capa de la
Virgen María, de modo que Roldán podía confiar, por la intercesión de
todos estos Santos, que “jamás sería derrotado en su lucha contra el
infiel “en el nombre de Dios y de la Dulce Francia y por el Dorado
Emperador Carlos”.
Un nuevo estilo de
militarismo nació a consecuencia de estos cambios: la Cristiandad y su
centro rector, debían ser defendidos con armas cristianas. Las guerras
podían ahora ser sagradas, surgió un sagrado deber. La crueldad contra
los enemigos de Jesús, dentro y fuera del centro de la Cristiandad, pasó
a ser la venganza de Dios. “No hemos hecho distinción por edad, sexo
o rango” era el lema del general que conducía las tropas en la
guerra medieval contra los herejes llamados Albigenses. “Hemos pasado
a todos por la espada”.
El nuevo grito
estaba en los labios de Roldán, el perfecto cristiano y caballero
modelo, cuando luchaba en Roncesvalles contra los odiados Moros:
“¡Paien unt tort e Chrestiens unt droit!” (“¡Los paganos están
equivocados. Los Cristianos estamos en lo correcto!”). Y, cuando los
primeros cruzados alcanzaron la colina de Palestina y llegaron a las
murallas de Jerusalén, desmontaron de sus caballos, se quitaron las
botas y se postraron en la tierra rezando y llorando lágrimas de alegría
en un delirio de deseo, agradeciendo a Dios que les permitiera vivir
suficiente para alcanzar la ciudad sagrada donde Jesús vivió, fue
crucificado y ascendió a los Cielos. Volvieron a calzarse, asediaron la
ciudad y la tomaron durante una tormenta, convencidos de que los ángeles
del Señor luchaban a su favor. Masacraron unos 17.000 musulmanes en el
sitio del templo de Salomón y quemaron a todos los judíos dentro de sus
sinagogas.
Entre los años de
León I (440-461) y el final del siglo VIII, se desarrolló un cuerpo
completo de pensadores, filósofos, teólogos, predicadores, escritores,
que fueron denominados los Padres de la Iglesia. Ellos codificaron la
nueva antropología explicando, elaborando, definiendo, dando expresión a
todos los aspectos de la Nueva Fe: la vida del espíritu, el valor de la
mente, el significado del cuerpo, la idea de la personalidad humana, los
conceptos nuevos fundamentales de culpabilidad e inocencia, la función
del universo desde sus puntos de vista, la idea mística del amor, el
significado reconsiderado de toda la historia de la humanidad. Hombres,
mujeres y naciones fueron influidos y hasta dirigidos, gobernados
durante un millar de años por medio de los pensamientos, conclusiones y
preceptos de Gregorio de Nyssa, Agustín de Hippo, Juan de Damasco,
Hilario de Poitiers, Ambrosio de Milán, Crisóstomo de Constantinopla,
Basilio de Cesárea y Cirilo de Alejandría.
De acuerdo con las
recomendaciones de Basilio de Cesárea, los “Padres” de la Iglesia
lanzaron una nueva literatura. No importa que su lenguaje fuera casi
incomprensible, sus pensamientos influyeran tan solo a algunos y sus
escritos solamente fueran accesibles a unos pocos. Trabajaban en una
sociedad de muy limitada distribución de la literatura. Era un mundo de
tradición oral, de transmisión personal. Cualquier lugar era bueno para
discutir, el mercado, la taberna, los baños públicos, los convoyes que
recorrían largas distancias. La nueva doctrina era transmitida, pero
filtrada, por el monje itinerante, el maestro, el predicador, la escuela
de la iglesia, los peregrinos, las actividades familiares, seminarios,
etc.
Los hombres y las
mujeres ya no podían pensar tan libremente, salvo en los términos del
mensaje Cristiano, pues podían estar siendo vigilados cuando expresaban
sus opiniones.
Esta nueva
antropología se dedicó también a cálculos de lo más dispar, como el
número total de ángeles en todo el universo. Había 399.920.004 de los
cuales un tercio exacto, 133.306.668, habían tomado partido por Satán
contra Dios y, por tanto, ahora trabajaban contra Jesús, su Iglesia y
todos los Cristianos. Esta misma antropología permitió al papa Alejandro
III usar en su propio beneficio la visible destrucción de un gran
meteorito contra el cuerno superior de la luna creciente el 18 de junio
del 1178, para amedrentar al emperador Germano Federico que daba soporte
a los enemigos de Alejandro. Los cristianos estaban básicamente
equivocados, pues estaban muy mal informados, en cálculos de ciertas
cosas como la edad del mundo. Los judíos establecieron la fecha del 7 de
octubre del 3761 a.C. Los cristianos ortodoxos lo dejaron en el 1 de
septiembre del 5509 a.C. Los cristianos occidentales consideraban el año
5000 a.C. como el comienzo de todas las cosas. Y tan cercano a nosotros
como el siglo XVII, el obispo Protestante Ussher determinó, de forma
tajante, que todo comenzó a las 6 de la tarde (hora local) del 22 de
octubre del 4004 a.C.
A todo esto, los
Cristianos no estaban muy interesados en problemas analíticos ni en
cuestiones de precisión. Cuando elaboraron cálculos, fueron
medievalismos, aberraciones. El alcance de este estilo de doctrina tuvo,
sin embargo, una penetración importante en la humanidad occidental.
Cuando este viejo mundo llegaba a los años de finales del siglo XVI,
aunque casi nadie fue consciente de ello, se había creado una Europa de
pensamiento común, de comunión espiritual, de comercio y estilos
comunes, desde el círculo Ártico al Norte de África, desde Irlanda a
Vladivostok en el lejano Este y a Turquía en Oriente próximo, con las
correspondientes extensiones de las Américas Española y Portuguesa. Lo
podemos encontrar hoy intacto en el arte popular de entonces, los
frescos, pinturas, trípticos, esmaltes, vidrieras, esculturas en madera,
piedra y mármol: la tumba del rey Dagoberto en San Dionisio (Francia),
las pinturas de Finlandia, las de Tiele en Suecia, las cruces celtas de
Irlanda, los iconos de Kiev, los trípticos de Flanders en Italia, las
imágenes de Paraguay, las biografías chinas de Jesús, los medallones de
las estepas rusas y las Madonas y Santos de Tierra de Fuego.
En todas partes
encontramos los mismos personajes: Jesús, la Virgen, dios Padre, el
Espíritu Santo, el Papa, los ángeles y los Santos, Judas, los Apóstoles,
Satán, la Iglesia, y los mismos temas importantes: el Cielo místico, el
Infierno, el pecado, la virtud, el Purgatorio, la muerte, el matrimonio,
el bautismo, la lealtad, el amor, la gracia, la esperanza, etc.
ilustrando los distintos pasajes de la vida de Jesús. Lo que es singular
e impresionante es que estos personajes y hechos estén tratados del
mismo modo en zonas o países tan dispares como Escandinavia, Sicilia,
Francia, Escocia, Grecia, México, … Todos los relatos incluyen los
mismos detalles.
Y nosotros sabemos
porqué. En el lejano segundo concilio de Nicea se establecieron reglas
para expresar el arte. Los artistas y carpinteros se lanzaron a vivir de
forma nómada por distintas ciudades, patrocinados convenientemente, y
exhibían sus catálogos, sus cuadernos, mostrando de lo que podían ser
capaces como artesanos en cada templo parroquial, cada plaza mayor de
las villas, las catedrales de las ciudades, el claustro de cada
convento, la capilla de cada castillo, etc. Cada obispo, príncipe,
predicador, monje, reforzaba las reglas de cada concilio y la opinión de
cada papa, endureciéndolas. Listaron, publicaron, los cánones
específicos de las proporciones e imágenes, que debían ser
universalmente aceptadas y que aseguraban que las creencias de la
Cristiandad estaban adecuadamente representadas, dentro de las
posibilidades de expansión de cada momento.
Sin las ayudas
técnicas de expansión actuales, se creó, se elaboró, se aceptó, se
perpetuó una mente unitaria, monolítica, que propició un asentamiento
demográfico, un poder económico, unas aspiraciones políticas, un
optimismo cultural y un pensamiento tan agresivo que dio lugar a nuestro
mundo actual, nos hizo modernos (¡!): los primitivos experimentos de
científicos ingleses y franceses durante los siglos XI a XIV, los
exploradores de los siglos XIII a XVI, los hombres del llamado
“Renacimiento”, los constructores de imperios y los primeros líderes
nacionalistas, los que se consideraron campeones de la democracia en
Europa durante los siglos XVIII y XIX, todos ellos estaban imbuídos de
la antropología que surgió del corazón de la Cristiandad.
Esta intimidad y
familiaridad aparentes con los Cielos, alimentó sobre la tierra la
inspiración y el valor renovado de Roma y el vicario de Jesús, el papa,
que allí habitaba. Roma y su obispo supremo fueron el punto focal de
este vasto e intrincado modo de traducir el mensaje de la creencia
Cristiana. Su escaparate principal, San Pedro, construido sobre la tumba
del apóstol, fue la primera y principal iglesia de la Cristiandad. Desde
el palacio de los papas, el palacio Laterano, surgía toda la legitimidad
de los distintos gobiernos civiles y las sucesiones políticas, la
validez de los matrimonios, las inspiraciones, las enseñanzas, la
autorización a las exploraciones y a los experimentos. Al mismo tiempo
que las posesiones y estados papales crecían, emergía poco a poco la
idea de Cristiandad, de Núcleo Cristiano. Era la imagen que reflejaba el
nivel de la autoridad del papa, tanto en su gobierno directo de las
posesiones reconocidas, como en el control e influencia ejercidos sobre
los feudos y gobernantes de la mayoría de la Europa de principios del
siglo XIII.
Cuando el papa
aparecía en procesión en público, llevaba la diadema del poder de Jesús,
simbolizando su propio poder sobre el alma humana y sobre su condición
temporal y terrenal. Delante de él se llevaba la sagrada hostia de la
Eucaristía, cuerpo y sangre del Salvador. Toda la cristiandad obedecía
los dictados del hombre que, en Roma, era el representante de Jesús y de
todo su poder. El peregrinaje a Roma era el acto más noble que cualquier
cristiano podía realizar. Incluso las murallas de Roma eran veneradas.
Los peregrinos venían para conseguir ser mirados por el papa, obtener su
bendición general y visitar las iglesias y catacumbas de Roma, adorar la
tumba de San Pedro, venerar las reliquias recopiladas en esta ciudad,
contemplar la escalera que Jesús tuvo que subir para ser condenado por
Pilatos, el pañuelo de la Verónica con la que enjugó el rostro de Jesús
en la Vía Dolorosa del Calvario, las cadenas que aprisionaron a San
Pedro, la cabeza de San Pablo, el brazo de San Lucas, la túnica de San
Juan Evangelista.
Durante el primer
jubileo en 1300, se alcanzó la cifra de unos 30.000 peregrinos que
entraban y abandonaban la ciudad diariamente, mientras unos 200.000 más
esperaban fuera de las murallas. Además de las colectas que se
efectuaban en cada misa, con el encendido de velas en las tumbas de los
Santos los peregrinos podían tener por cierto que su salvación estaba
asegurada. No les importaba ver como dos sonrientes sacerdotes
acumulaban, día y noche, el oro y la plata obtenida como ofrendas y
colectas.
En el centro de todo
esto se sentaba el papa, vicario de Jesús en la tierra, ocupando el
trono más alto y poderoso del mundo occidental, el propietario del más
extenso estado, el señor más universal de todos los vasallos y siervos,
el rector de todos los príncipes, el único hombre con autoridad de
legitimar todos los gobiernos y las dinastías del mundo conocido que,
además, tenía en su poder las llaves del Reino de los Cielos, cumpliendo
el mandato de Jesús: “Tú eres Pedro … a ti te doy las llaves del
Reino de los Cielos”.
Por los tanto, se
había dado un paso de gigante en un periodo relativamente corto. El
apóstol Pedro, en el año 66 d.C. escribía sobre Roma refiriéndose a ésta
como ciudad “Babilónica”, con el sentido que esta palabra tenía para los
cristianos de corrupción y maldad, continuando: “el fin de todas las
cosas está cercano … esperad y veréis que la voluntad de Dios destruye
con fuego este centro de pecado … tendremos una nueva tierra, un nuevo
cielo, veremos la santidad…”
El sucesor número 45
de Pedro en el trono de Roma, León I, escribió hace ahora 400 años: “La
providencia Divina creó el Imperio Romano para que los distintos reinos
pudieran confederarse en un solo Imperio y que la evangelización de la
humanidad se pudiera realizar de forma rápida, manteniendo a todos lo
hombres y mujeres bajo un único sistema político …” y, lejos ya las
palabras de Pedro que tildaba de “Babilónica” a esta ciudad, León se
refería a la ciudad santa: “¡Roma! ¡Sagrada familia! ¡Pueblo elegido!
¡Ciudad piadosa y leal! Te has convertido en la capital del mundo al ser
la sede de San Pedro … Has extendido tu poder y autoridad allende las
tierras y los mares … Tu imperio de paz es mayor que aquel antiguo
imperio militar…”
Pero esta Tierra Santa Cristiana contenía la semilla de su propia
desintegración. La unión de la religión y la política, de la espada y el
espíritu, nunca ha traído paz sobre la tierra; ni siquiera consiguió más
inspiración religiosa en los papas romanos.
En el 963, una nueva
fuerza con intereses en la elección de papas entró en la arena de la
política internacional: el emperador Germano, Otto I. Señor indiscutible
de Italia y de Europa Central en estos momentos, reunió a todos los
nobles, romanos, clérigos, ciudadanos, en el antiguo Foro el 12 de
noviembre del 963. Sus soldados rodearon la ciudad y bloquearon todas
sus puertas y todas las entradas al tesoro Vaticano. Les hizo jurar que
“nunca se elegirá un papa sin su personal aprobación (o la de sus
sucesores)”. Durante unos 280 años, hasta la elección de Celestino
IV en 1241, la elección y confirmación de 48 papas estaba, normalmente,
en manos de los emperadores alemanes. En ese periodo, se produjo la
sorprendente influencia, en la elección del Vicario de Cristo, de una
mujer llamada
Marozia.
|