Elegid un papa, cualquier Papa
En
el hermoso castillo de Gotleben, a unos pocos kilómetros de la ciudad y
el lago de Constanza en Alemania, hay tres distinguidos prisioneros,
cargados con cadenas, magullados y sufriendo, cada uno en su celda,
vecina a la de los otros dos. En esta mañana del 29 de marzo de 1415,
cada uno de los tres sabe que va a perder su vida de forma violenta. Uno
será quemado vivo dentro de ocho días. Su nombre: Juan Hus. Su crimen:
herejía. El segundo será también quemado vivo dentro de un año y un día.
Su nombre: Jerónimo de Praga. Su crimen: herejía. El tercero también
sabe que morirá de forma cruenta y pronto. Su nombre: Baldassare Cossa,
hasta hace solamente unos días era el Papa de Roma. Su crimen: “Todos
los pecados mortales y una interminable lista de ofensas ...” son
las palabras de los jueces en el Concilio de Constanza.
Mientras esperan su destino ante el concilio, Hus y Jerónimo le gritan a
Cossa. Le piden cuentas de su conducta, pues si ellos son herejes, es
porque él es un provocador y un inductor.
Cossa,
sin saberlo, dio al papado y a la Iglesia Romana otra gran oportunidad
de reforma total. Debido a la presencia de Cossa, durante tres meses los
ciudadanos ordinarios, políticos, paisanos, tenderos, reyes, hicieron
una llamada desesperada a los eclesiásticos para que abandonaran la
política y el dinero y quedaran solamente al frente de la autoridad
moral y espiritual, que fue el encargo de Jesús a Pedro y sus sucesores.
Estos ciudadanos casi tuvieron éxito en su petición. Pero los clérigos
finalmente les desoyeron y la oportunidad se perdió (solamente hubo una
oportunidad más, antes de la ruptura de la unidad cristiana, y también
fue rechazada por los clérigos).
Pero
en el año 1415, el destino del pontífice romano y de la Iglesia de Roma
está inextricablemente enredado con los detalles, algunas veces
sórdidos, otras patéticos, siempre horribles, de la vida de este hombre:
Baldassare Cossa. En esta mañana de mayo él clamaba que era Papa durante
cinco años, con el nombre de Juan XXIII. Han sido cinco años de astucias
enérgicas, retorcidas, confundiendo a algunos enemigos, liquidando a
otros, incluso comprando a otros, parlamentando, contemporizando,
estableciendo compromisos, provocando guerras, masacrando, etc. Hoy se
encuentra cazado en una trampa de su propia factura. Hace un año,
mientras ejercía el poder total como papa, convocó un concilio general
de toda la Iglesia, pensando que podría utilizarlo en su propio
beneficio. Pero falló. Y el día de hoy debe presentarse ante el mismo
concilio como un criminal común y será condenado por cinco naciones, es
decir, por los gobernantes y los eclesiásticos de cinco naciones. ¿Qué
harán con él?
Cossa
empezó su vida adolescente como corsario, como simple pirata. Pero su
familia, nobles napolitanos de Ischia, le compraron un perdón del rey de
Nápoles (que siempre necesitaba dinero), le hicieron soldado para que se
le enfriaran los cascos durante algunos años, para enviarle después a la
Universidad de Bolonia, donde llegó a ser muy conocido por su glotonería
y su libertinaje, y donde circunstancialmente tomó los primeros hábitos
eclesiásticos. Toda Europa conoce la trayectoria de Cossa y sus
orígenes.
Él
aún cree que es un verdadero Papa (aunque el concilio decidirá lo
contrario) o, al menos, debe creerlo, porque debe prepararse
mentalmente para enfrentarse hoy a sus acusadores. Ciertamente nadie
debería acusar a Cossa por tener tanta fe en sí mismo, puesto que todo
era confusión, confusión general, por toda Europa. Nadie parecía conocer
la verdad.
Durante los últimos cuarenta años, ha habido simultáneamente por lo
menos dos y, la mayor parte del tiempo, hasta tres hombres en Europa,
cada uno de los cuales clamaba que era el verdadero Papa y condenaba a
los otros. Puesto que todo el orden político y todo el sentido de la
vida religiosa venía del papa, las prácticas políticas y religiosas, así
como la calidad de la vida ordinaria se había deteriorado hasta el nivel
más bajo de villanía.
Cossa
fue capturado por toda esta confusión. Para el tiempo en que su familia
lo envió a Bolonia, había un Papa Clemente VII y otro Papa Urbano VI.
Urbano había sido elegido en Roma por 16 cardenales el 8 de abril de
1378. Clemente lo había sido en Fundi (cerca de Roma) por trece
cardenales, el 20 de septiembre siguiente. Urbano VI había sido
meramente arzobispo de Bari. Clemente VII había sido el lisiado, bizco,
muy poderoso, sin piedad y cruel cardenal Roberto de Ginebra, famoso por
ser capaz de decapitar a un hombre con una pica, por ser él quien
lideraba a unos 6.000 caballeros y 4.000 infantes en 1375 cuando sojuzgó
Florencia y Bolonia con una brutalidad masiva y, todavía más famoso por
su masacre de 4.500 ciudadanos de Cesena en 1394 (otros 8.000
consiguieron escapar a poblaciones vecinas). Por lo tanto, cuando Cossa
fue enviado a Bolonia, había dos hombres en Europa pregonando que eran
papas, cada uno con una larga lista de reconocidos electores en su
campo.
Este
concilio que ahora condenará a Cossa, también encontrará que Urbano VI
era el verdadero Papa de entonces y que Clemente VII fue, como Cossa, un
antipapa.
En la
Universidad de Bolonia, a la que atendía Cossa, él y todos los demás
estudiantes sabían lo que estaba pasando en Europa. Urbano VI y sus
cardenales odiaban a Clemente VII y los suyos. Y viceversa. Urbano vivía
en Roma; Clemente en Francia. Urbano estaba respaldado por el emperador
de Alemania, por Escandinavia, Inglaterra, Irlanda, Hungría y Polonia. A
Clemente respaldaban Nápoles, Saboya, Escocia, España y Francia, además
de la poderosa Universidad de París y por cientos de obispos de toda
Europa. Urbano excomulgó a Clemente y a todos los suyos. Clemente hizo
lo propio con Urbano. Ambos crearon cardenales, mantuvieron su propia
corte papal, hicieron sus propias alianzas, emitieron decretos,
vendieron sus indulgencias. Tanto uno como el otro emplearon espías,
asesinos, mercenarios, criminales, para batir o burlar al contrario. Se
declararon guerras entre ellos, que involucraron a la mayoría de los
países de Europa, y millares de ciudadanos y soldados murieron, fueron
mutilados, quemados, torturados. Cada uno decía que el otro era un falso
papa. Cada uno prometía detenerse si el otro lo hacía antes. Ambos
esperaban ganar por medio de guerras, veneno o persuasión, siempre de la
mano de Dios. El mundo entero estaba dividido con ellos. Había
guerreros, buenas personas y gente común en ambos lados. No había
claridad alguna; solamente confusión. Durante los años jóvenes de Cossa
la confusión continuó.
Aquí
en su celda de Gotleben, Cossa espera su proceso y la oportunidad de
justificarse. “¿Cómo podría haber elegido entre Urbano y Clemente?”,
preguntará a sus acusadores. Urbano tenía seis cardenales que eran
sospechosos de traición. Hizo que los bajaran a una cisterna para ser
torturados, mientras él caminaba sobre su techo leyendo su breviario y
animando a gritos a los torturadores. Clemente VII, además de corromper
a los príncipes locales con oro, a la cabeza de su compañía de asesinos
bretones, hicieron excursiones de castigo por los alrededores de Roma,
para después galopar hasta Francia y establecerse en Avignon, donde
fulminó a todos los que se le opusieron. Ambos papas murieron (nadie
sabe de qué manera), Urbano en 1389 y Clemente en 1394. Pero la división
profunda permanecía: los cardenales de Urbano eligieron al Papa
Bonifacio IX (válidamente, según estableció el concilio posterior) y los
cardenales de Clemente eligieron (de forma no válida, según el mismo
concilio) a un robusto español, Pedro de Luna, que pasó a la historia
como el antiPapa Benedicto XIII. De manera que continuaba habiendo dos
papas rivales en Europa. Más excomuniones, mas muertes, más odio, más
confusión.
La
carrera de Cossa en la Iglesia comenzó con el alto, amable, delgado,
maleducado, crudo (pero Papa verdadero, de acuerdo con el concilio)
Bonifacio IX. Este Papa necesitaba hombres jóvenes decididos. Cuando
conoció a Cossa (de 35 años) no se le escapó el brillo de la ambición en
los ojos: le hizo archidiácono y, en 1390, lo trasladó a Roma para
hacerle su chambelán personal, es decir, su baza de juego sucio en los
medios romanos. El “procurador del papa”, le llamaban los romanos más
“inteligentes”. Ese mismo año, Bonifacio despachó a sus agentes hacia
las provincias de la Iglesia y colectaron más de 300.000 florines de oro
por medio de la venta de indulgencias para el jubileo de 1390.
Hoy
Cossa continuará preguntando a sus acusadores “¿Cómo podría haber
dicho no? ¿Qué habríais hecho vosotros?” y ellos responderían
“¿Qué ocurre con la riqueza, los placeres, los horrores, las
conspiraciones que has inducido o admitido? ¿Qué contestas a eso?” “
Sí. Pero alguien tenía que hacer algo. Además yo tenía responsabilidades
como papa”.
Bonifacio IX hizo cardenal a Cossa cuando éste tenía 47 años y lo envió
como legado papal a Bolonia. Cuando murió Bonifacio en 1404 (sus últimas
palabras fueron: “Si tuviera dinero, estaría bien”) sus nueve
cardenales eligieron a otro papa: Inocencio VII de 65 años de edad, que
fue inmediatamente denunciado por Benedicto XIII. De modo que seguía
habiendo dos contendientes.
“¿Qué
sucedió a Inocencio VII?”, Cossa podía adivinar que eso le
preguntarían sus acusadores. Inocencio era fuerte como un buey. Pero fue
destronado, engañado, perseguido hacia las afueras de Roma y asesinado.
De nuevo Cossa contestaría: “Algo debía hacerse”. Inocencio había
perdonado a su sobrino, que era un asesino común. Como Papa fue
ineficaz. Sin salida. Tenía que irse y así lo hizo, por medio del veneno
de Cossa. Sin dolor, por supuesto.
Como
cardenal dominante, Cossa organizó la elección de un prelado santo (así
lo creyó) de 85 años como Papa Gregorio XII, para suceder a Inocencio.
Cossa y los otros pensaban que duraría un año o dos. Pero Gregorio
sorprendió a todos. Primero, intercambió excomuniones con el perenne
Benedicto XIII, quien envió una flota poderosa y expulsó a su rival
Gregorio fuera de Roma por un tiempo. Pero Gregorio regresó con más
energías y más rencor. Pasaba medio día bebiendo y comiendo, y el otro
medio haciendo dinero o gastándolo. Empeño su tiara papal por 6.000
florines para pagar sus deudas de guerra y las de juego a Pablo Orsini
de Roma. Vendió libros de la biblioteca Vaticana al cardenal Enrique de
Toscana por 500 florines. Vendió Roma y los estados romanos de la
Iglesia al rey Ladislao de Nápoles por la miseria de 25.000 florines
(podría y debería haber recibido al menos 5 millones). Además, las
guerras de Gregorio XII, su crueldad, su corrupción y, finalmente, sus
amenazas de muerte a los cardenales y a Cossa en particular.
Cossa
y algunos de sus cardenales huyeron a Pisa. Allí, como un nuevo concilio
de la Iglesia, el 5 de junio de 1409, hicieron un barrido de limpieza:
condenaron tanto al Papa Gregorio XII como al antiPapa Benedicto XIII
(todavía vivo y luchando), acusándoles de herejes y cismáticos,
declarando a ambos excomulgados y depuestos, y eligieron un nuevo papa.
La elección de Cossa fue excelente, o así lo pensó él: un anciano
amable, de mente débil, sin ambiciones, un griego nacido en Italia,
Pedro Filargo, como Papa Alejandro V (antipapa, según el concilio). El
último griego elegido Papa había sido Juan VII en el año 705. Cada uno
de los tres papas en liza: Gregorio, Benedicto y Alejandro,
inmediatamente se lanzaron entre sí el obligado bombardeo de anatemas,
excomuniones e imprecaciones.
Cossa
y los otros cardenales dieron a Alejandro un máximo de dos meses de
vida, pero éste mostraba todos los signos de querer vivir. De nuevo
Cossa se encontraba sin elección. De nuevo veneno; de nuevo sin dolor.
Alejandro murió el 13 de mayo de 1410. Sus últimas palabras: “Como
obispo, fui rico. Como cardenal, pobre. Como papa, mendigo”.
El 25
de mayo Cossa fue elegido (como antipapa, según el concilio) por 18
cardenales, llamándose a sí mismo Juan XXIII y pasando otra vez por la
necesaria obligación de excomuniones, etc. con Benedicto XIII y Gregorio
XII.
No
había un solo reino en Europa que no sufriera o se viera afectado por
estos vaivenes del papado, ni una sola ciudad-estado, ni una casa noble,
ni una gran ciudad, ni un obispo, que no vieran cómo aquello incidía en
sus vidas. Por encima de todos ellos, los gobiernos de Europa vieron
finalmente que, sin un papado estable (sin un Papa universalmente
reconocido), todos los gobiernos se derrumbarían. Después de todo, cada
gobernante y cada gobierno, desde el emperador de los germanos al más
pequeño ducado de Inglaterra y hasta los alcaldes de Sicilia, todos
ellos, sin excepción, dependían del Papa para su legitimidad.
Inmediatamente después de que Cossa se autoproclamara papa, empezó a
sentir tremendas presiones. El mensaje era claro “¡Convoca un
concilio general!”. Cuando fue coronado, en Alemania, Francia
e Inglaterra, ya existía un importante grupo de hombres, obispos,
teólogos, y dirigentes, que pedían reformas y un método nuevo para
elegir papa. Su respuesta fue comportarse como un zorro perseguido por
perros hambrientos, de madriguera en madriguera; su objetivo era
alcanzar la seguridad de ser el único Papa universalmente reconocido y,
por tanto, la protección de la Iglesia de San Pedro en Roma.
Durante cinco años prometió concilio general y reformas. Mientras, sus
dos rivales, el anciano, débil, garrulo, glotón Gregorio XII y el
insano, rencoroso y perenne Benedicto XIII (antipapa) debían ser
eliminados, apartados, encerrados, pero ¿cómo?
El
tiempo pasaba y todo se convirtió en una pesadilla, en una serie de
fallos consecutivos. Los dos rivales seguían en sus puestos sin
abandonar. Cossa preparó trampa tras trampa, solamente para caer en
ellas él mismo. Segismundo fue elegido emperador de los germanos y de
los romanos el 20 de septiembre de 1410. Cossa, como Juan XXIII, se
apresuró a dar soporte a Segismundo, pues era muy poderoso. Segismundo
insistió en que se llamara a concilio. Primera trampa. Cossa, empleando
a los mejores mercenarios del día, tomó Roma del rey Ladislao de Nápoles
y entró triunfante. Entonces los mercenarios se le enfrentaron,
rechazaron un pago de 36.000 florines de oro y le condujeron a un
Vaticano fortificado. Cossa pensó que podría sobornar a Ladislao para
que le salvara y expulsara al Papa Gregorio de Nápoles. Ladislao aceptó
el pago, acudió a Roma para llevarse a Cossa y sacarlo de allí con sus
cardenales (siete murieron en aquella jornada a manos de los
mercenarios). Segunda trampa. Cossa escapó a Bolonia, donde apremió al
gobierno de la ciudad en febrero de 1414. Los de Bolonia apelaron al
emperador Segismundo, que vino para entrevistarse con Cossa e
insistió en que se llamara a concilio.
Cossa
tuvo definitivamente que aceptar, pero rechazó la idea de celebrarlo en
Roma. En cualquier lugar, salvo en Roma, fue su contestación. Cossa no
tenía control alguno sobre Roma. Muy bien. En Constanza, fue la
respuesta del emperador. Allí estaría Cossa bajo el control del
emperador. Diciembre del próximo año, propuso Cossa. El 30 de octubre
del año próximo, dijo Segismundo. No había nada que hacer. Tercera
trampa.
Cossa
como Papa Juan XXIII se trasladó a Constanza e inauguró el concilio el
30 de diciembre. Segismundo llegó después de Navidad. Cossa podría haber
salido con éxito de la situación, pero la última trampa le esperaba.
Sabía que su propia facción italiana tenía la mayoría de los votos
individuales, de manera que permitió en que el concilio comenzase y las
discusiones empezaran. Pero el 17 de febrero de 1415, el concilio
decretó que todas las votaciones fueran por naciones, no por individuos,
de modo que su grupo quedó sin mayoría. El concilio solicitó que, tanto
Juan XXIII (Cossa) como Gregorio XII y Benedicto XIII renunciaran. Los
tres. Se había desvanecido en el aire el último truco de Cossa. La
última trampa se cerró sobre él con un golpe seco.
Ahora
solamente le quedaba un recurso: volar. Avanzada la noche del 20 de
marzo de 1415, en Constanza; era el día que el concilio había pedido su
renuncia como papa. Pasada la medianoche, Cossa se desprendió de sus
vestidos papales y los sustituyó por los de un palafrenero, se descolgó
por una ventana y abandonó Constanza en un carro de bueyes llevando
solamente una bolsa con sus todavía enormes sumas de dinero, su sello
papal y su ropa papal de lujo. Huyó a Schaffhausen, que pertenecía a su
amigo Federico de Austria, el “duque ceñudo”. Pero no sabía que
Segismundo había comunicado al duque que: “Insistiremos en la
renuncia de Cossa y que no deberás darle refugio ni santuario. Si lo
haces, serás ejecutado. Tú y los tuyos”. Durante una semana, Cossa
vagó sin parar de Laufenburg a Freiburg a Breisach, buscando poder
escapar a Italia. Finalmente los hombres armados del duque le
capturaron, le pusieron bajo arresto, confiscaron su dinero, su sello
papal y los vestidos de gala, trasladándole al Castillo de Gotleben.
Todo había acabado.
En el
concilio, la humillación que sufrió Cossa fue completa. La población de
la ciudad se vio incrementada con los visitantes: 24.000 caballeros
armados, 80.000 ciudadanos de otras partes, 18.000 prelados (entre los
que se encontraban 24 cardenales, 80 obispos, 102 representantes de
obispos ausentes, cada uno con su corte de servidores, secretarios, 300
doctores en teología y filosofía, además de los representantes oficiales
de las más poderosas naciones de Europa: Italia, Francia, Alemania (que
incluía germanos, húngaros, polacos y escandinavos), Inglaterra y
España. La ciudad del concilio había atraído a unas 1.500 prostitutas
itinerantes, cada una de las cuales ganará unos 800 florines de oro en
tres meses. Hay facciones y peleas. Las aguas grises del lago Constanza
devolverá los cuerpos de unos 500 hombres asesinados por diferentes
razones: buenas, malas o indiferentes.
Cossa
es llevado entre la multitud hasta alcanzar el concilio que ya estaba al
completo y esperaba. Tiene que sentarse, con su sello papal, sus
vestidos de gala y sus reservas de dinero a sus pies, y pasar la famosa
Sesión 4 y escuchar que este concilio universal de obispos decretaba que
tal concilio era superior a cualquier papa, quienquiera que éste fuera.
Cossa es ahora empujado hacia adelante. Le leen su lista de acusaciones:
55 acusaciones de crímenes en total, desde simonía criminal (venta y
compra de oficios y puestos eclesiásticos) hasta adulterio, fornicación,
asesinato, perjurio, sacrilegio y gula. Cossa recuerda muchas más cosas
de las que sus acusadores saben o podrían imaginar, pero la acusación
continúa con su relación “... el decapitar a 17 nobles romanos en
1398 y de 31 más en 1400 ...”, todas estas ejecuciones fueron
supervisadas u ordenadas por Bonifacio IX ... las indulgencias que
vendió ... los obispados, beneficios y citas de eclesiásticos de todo
nivel con mujeres que controlaba con dinero ... las aproximadamente 200
mujeres casadas, viudas y muchachas que mantenía en sus dependencias de
placer ... los clérigos y civiles que había seducido y chantajeado por
medio de prostitutas elegidas ... y Bonifacio IX saltando por las
almenas del fortificado Vaticano ... Él, Cossa, había dado o conseguido
todo lo que el Papa Bonifacio pidió u ordenó.
Los
acusadores recuerdan a los “legítimos” papas desde 1378; nombran a
Urbano VI, Bonifacio IX, Inocencio VII y Gregorio XII. Ahora recapitulan
al completo todas las calamidades que los “antipapas” provocaron: él,
Cossa, Clemente VII, Benedicto XIII y Alejandro V. A continuación dejan
establecido que reducen las acusaciones hacia él a cinco, pero que
cualquiera de ellas es más que suficiente para enviarlo a la hoguera y
quemarlo vivo.
Cossa
contesta con un débil “Ita (Sí)” a las acusaciones. No pronuncia
otra palabra. Por una parte porque no quiere agrandar la humillación que
recibe y por otra porque tiene la certeza de que esta asamblea no lo
ajusticiará, se somete al enjuiciamiento del concilio. Los directores
del mismo reparan en su actitud. Ellos también están “tocados” por este
último gesto de humilde dignidad herida en Cossa: él les mira de frente,
de cara, a los ojos, sin arrogancia, sin expresar miedo, sin suplicar,
solamente con total realismo. Lo saben: cualquiera de ellos podría estar
en la posición en que se encuentra él ahora. También saben algo más:
Cossa ha tocado muy de cerca el supremo misterio del poder de Roma, se
le ha denominado una vez “Vicario de Jesús”. Todos ellos dependen ahora
de ese poder romano, para mantener sus poderes individuales. Finalmente
reconocen la debilidad de su propia posición. Queda claro para ellos que
Gregorio es el auténtico papa. Pero si es así, ¿porqué lo deponen?. Y,
si Gregorio no es Papa legítimo, entonces es que debe ser Cossa. Nadie
quiere dar el primer paso. Al final, acuerdan que deben limpiar la
pizarra, empezando por Cossa.
Prudentemente, abandonan la idea de la pena de muerte y declaran a Cossa
depuesto y condenado a prisión. Ante el emperador Segismundo y los demás
gobernantes de Europa, ante los ojos de todos los cardenales y obispos,
un fundidor de oro avanza hacia Cossa en un silencio sepulcral, toma del
suelo el anillo papal de Cossa y lo destruye con un solo golpe de
martillo. Se levanta un cierto murmullo entre los asistentes. Un segundo
joyero desmonta todos los adornos ricos de sus vestimentas de gala.
El
Papa Gregorio XII no puede esperar a sufrir el paso por el concilio, tan
pronto conoce el destino de Cossa. Renuncia a su tiara y a sus
cardenales el 4 de julio, se le permite retener el rojo cardenalicio y
vivir en una rica residencia eclesiástica, en la que fallecerá en 1417.
El antiPapa español, Benedicto XIII nunca cambiará. Rechaza todas las
peticiones de abdicar. Huye a Peñíscola (España) a su fortaleza rocosa
junto al mar, se encierra a sí mismo con dos cardenales restantes,
continúa llevando su tiara papal, envía cartas, insiste en que es el
verdadero Papa y muere envenenado en 1423, después de 30 años de
aclamado papado. Tras su muerte, sus dos cardenales entran sonrientes en
una habitación privada de la fortaleza e inician un cónclave de dos
miembros, eligiendo como sucesor de Benedicto a cierto Canon Mugnosas,
conocido a partir de entonces como el antiPapa Clemente VIII. Éste es
desafiado por el sacristán de Rodas, Bernardo Gauthier, que se llama a
sí mismo Benedicto XIV. Para entonces, toda España y toda Europa se
burla y se ríe de los antipapas Benedicto XIII, Benedicto XIV y Clemente
VIII.
Ahora
que los tres “papas” que reclamaban sus derechos han sido eliminados,
los reformistas del concilio, el Canciller Gerson de la Universidad de
París, el Cardenal de Ailly y Segismundo de Alemania, empujan hacia
delante: primero, proponen, reformemos la Iglesia, purifiquémosla,
desconectémosla del poder temporal, manteniendo en ella todo el poder
espiritual; a continuación, elijamos una cabeza verdaderamente
espiritual para la Iglesia.
Era
la gran oportunidad. No habrá otra posteriormente tan clara. Por primera
vez en más de 1.000 años, los clérigos de Roma como grupo tenían la
ocasión de renunciar a su poder mundial, escapar de las políticas, y
mantener y ejercer solamente su poder espiritual. Todavía no había
aparecido ningún Lutero, ninguna Reforma, ninguna ruptura. La
Cristiandad era única. Todos los mandatarios de Europa les pedían este
cambio.
Habría significado abandonar ambición, dinero, autoridad temporal,
gloria familiar, influencia diplomática. De modo que, al final, los
hombres de la Iglesia simplemente no podían hacerlo. No podían creer que
el poder total espiritual dado a Pedro por Jesús era el único poder que
ellos tendrían o necesitarían. No podrían. No lo hicieron.
La
ruptura en Constanza comenzó con los italianos. Sabían que si los
reformistas ganaban, era el final de su Vaticano, el final de su poder.
De modo que empezaron a comerciar, a comprar votaciones, a prometer y a
amenazar. Ellos ganaron. Cada hombre tiene un precio. Primero los
ingleses, después los franceses y los españoles, se pasaron al lado de
los italianos y votaron en contra de la propuesta alemana. Ganaron y
dijeron: “Antes, dejadnos elegir un nuevo papa”. Se reunió un
cónclave con 53 electores: 23 cardenales y 6 ayudantes de cada una de
las cinco naciones, y comienza el 8 de noviembre de 1417, en el mercado
de Constanza. Era el cónclave Nº 25. Tres días más tarde, en la
festividad de san Martín, eligieron a un italiano, al cardenal Oddo
Colonna, que toma el nombre de Martín V, que tiene como principal
propósito abandonar y olvidar los posibles esfuerzos por reformar la
Iglesia, regresar a Roma y al Vaticano para afianzar, una vez más, la
independencia y el poder del papa.
Trasladaron a Cossa a Heidelberg para ser prisionero del Conde Palatino
Lewis durante tres años. Al final, él fue más noble que el aún vivo
antiPapa Benedicto XIII, que aún le odiaba, y más valiente y meritorio
que el viejo Papa Gregorio XII.
El
nuevo Papa Martín V y Baldassare Cossa solamente coincidieron una vez.
En Florencia, en el 1418. Martín había llegado con su nueva panoplia
papal para tomar posesión de esta ciudad que siempre había sido una
jaqueca para el papado. Cossa llegó como peregrino para solicitar al
Papa perdón y amnistía en sus últimos años de vida. Los secos y cínicos
florentinos trataron a Martín como a un héroe, elevándolo. Por Cossa
habían llegado a sentir gran compasión. Martín detecta la diferencia de
trato y concede a Cossa su amnistía, permitiéndole usar su rojo
cardenalicio y dejándolo vivir sus días en paz. Cossa fallece un año más
tarde en su cama y con honor. El gran Cosimo de Medici le entierra (no
por gratitud ni simpatía, sino por algún dinero recibido) en el antiguo
baptisterio de San Juan de Florencia y escribe como su epitafio: “Aquí
yace Baldassare Cossa que una vez fue el Papa Juan XXIII”.
Incluso aunque el Papa Martín V rechazó la ocasión que se le presentó en
el concilio de Constanza para desligar al papado del poder terrenal, aún
hubo otra posibilidad cuando el Vaticano y su papado fueron despojados
de todo poder terrenal. La espada fue arrebatada de sus manos; solo le
quedó el espíritu. De nuevo el Papa en cuestión, Clemente VII, rehusó la
invitación del destino de abandonar toda relación con el oro y la
espada.
La
ceguera del Papa Clemente VII ante los sucesos providenciales que
ocurrieron durante su pontificado nos parecen de lo más obtusa cuando
comprendemos que en estos días la revuelta de Lutero y sus seguidores
estaba en marcha. Todo empezó bajo el Papa anterior, León X. León, como
Clemente después de él, no tuvieron estómago para la verdad. Ni él ni
Clemente comprendieron que el poder temporal del Vaticano había
traspasado todos los límites posibles. Los cristianos de Europa se
revolvían contra la escandalosa mezcla de religión y política. A la
muerte de Clemente, terminaría todo. La muerte de la unidad cristiana
estaba en el horizonte.
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