De los harapos a la riqueza (2)


La maldición de Constantino ->


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El primer papa rico  

Hipólito no lo habría podido creer. Ponciano seguramente sí lo habría creído. Exactamente 100 años y catorce papas después de que estos dos hombres fueran asesinados y arrojados a un pozo negro en Cerdeña, el papa Nº 33 desde Pedro, Silvestre I, moría viejo, en paz, en una cama confortable en la habitación de arriba del Palacio Laterano de Roma. Con toda seguridad, alrededor del palacio habría guardias romanos vigilando. Al lado de cada uno, el emblema del ejército Romano, el águila romana, pero ahora con un emblema en la parte de arriba: una X y una P, las dos primeras letras del nombre griego XPISTOS (Cristo). 

Alrededor de Silvestre, clérigos ricamente vestidos, obispos y sacerdotes, y, cuando falleció, su cuerpo fue lavado reverentemente, vestido con traje de ceremonias, colocado en un caro ataúd, llevado en solemne procesión por las calles de Roma y enterrado con todos los honores y ceremonias, en presencia de magistrados, generales, nobles, oficiales y soldados romanos, así como la masa del pueblo de Roma. 

Sin torturas. Sin mercenarios rudos. Sin perros. Sin cepos de madera. Sin celdas en pozos. Un grito unánime y el primer paso hacia el inmenso cambio que sufriría el mundo en que vivimos. La muerte de Silvestre, comparada con la de Ponciano, es como comparar dos mundos tan diferentes como Sunset Boulevard y la plaza Jokhang en Lasa, Tibet. 

Estos cambios no solamente ocurrieron en Roma. Viajando por el Imperio Romano de entonces (toda Italia, Francia, Portugal, casi toda España, Bélgica, media Inglaterra, parte de Alemania, toda Yugoslavia, Grecia y Turquía, Palestina, Norte de Africa) en todas partes de las carreteras Romanas se pueden encontrar clérigos cristianos viajando con escolta armada y tratados con respeto. De hecho, aún con una parte del mundo siendo pagana, se encuentran clérigos por todas partes, obispos, arciprestes y diáconos en posiciones honoríficas, con iglesias, escuelas, santuarios y casas de su propiedad. En las ciudades y distintas poblaciones, hay calles con nombres de mártires cristianos. En la mayoría de los centros urbanos hay todavía anfiteatros, pero ya no se alimenta a los leones con personas y menos con cristianos. En las librerías se pueden comprar libros cristianos. En los juzgados se sigue condenando a los malechores pero nunca se les crucifica de acuerdo con la antigua costumbre romana: ahora se les decapita, quema, empala o se les aplica el garrote vil. Crucifixión es la forma en que murió Jesucristo y ahora está prohibido que alguien muera del mismo modo. Y el cambio más radical es el honor, civil y nacional, que se da a los clérigos en sus ceremonias. 

¿Qué ha ocurrido? ¿Qué pasó con la idea de que nada podría reconciliar a los Cristianos con el resto del mundo hasta que Jesús regresara y les diera el triunfo total y su bendición? ¿Y las autoridades civiles romanas? ¿Qué ha pasado con ellos? Solamente 25 años antes de la muerte cómoda de Silvestre, las mismas autoridades todavía quemaban cristianos, alimentaban animales salvajes con ellos, los perseguían como a perros salvajes. ¿Qué ha pasado? 

Un puñado de mortales fueron los principales actores en el extraordinario drama que cambió la iglesia Cristiana hasta no poder reconocerla: dos papas, un emperador, un fanático religioso y unos pocos judíos Cristianos de la iglesia madre de Jerusalén. Los papas fueron Miltiades,  que inició el cambio, y Silvestre que previó el nuevo orden. El emperador fue Constantino, que vio el signo de la cruz en el cielo y lo introdujo en su bandera desde ese momento. El fanático religioso fue Donato. 

Cada una de las iglesias Cristianas que existen hoy, desde la antigua comunión del Catolicismo Romano y de la Ortodoxia Oriental a las más recientes, fueron posibles gracias a lo que estos hombres hicieron. Es más; aquello que hicieron, modificado durante siglos por otros papas y otros emperadores, perduró hasta nuestros días y es, de hecho, el corazón de la presente crisis del Catolicismo Romano, crisis que decidirá pronto el destino de la iglesia y del Cristianismo. 

Cuatro escenas componen este drama:  

1.- Una oferta generosa 

Es el 28 de octubre del año 312. El papa, Miltiades, con su cara de color chocolate y sus ojos negros como el carbón, emerge tímidamente de la parte trasera de una pequeña casa privada en una oscura calle del romano distrito de Trastevere. Con él va su clérigo jefe, Silvestre, de cincuenta y nueve años. Fuera, en una zona iluminada por el sol, espera el Emperador Constantino, de dos metros de alto, con su pálida cara cuadrada, ojos azules y cuello de toro, al lado su caballo y a su alrededor su guardia personal con las espadas desenvainadas. El emperador, sus guardias y los caballos están manchados de sangre, polvo y sudor. Acaban de librar y ganar una batalla decisiva en uno de los principales puentes de Roma: el Milviano. Esta victoria asegura la corona del Emperador Constantino pero, incluso antes de tomar posesión de la ciudad, ha persuadido a los cristianos que conoce para que lo lleven ante este oscuro hombrecillo, la cabeza de la Cristiandad en Roma: su obispo.

Miltiades, de sesenta y dos años, es una mezcla de Griego y Bereber, culturalmente limitado, hablando solamente el latín callejero y un dialecto griego del Norte de África, y que ha pasado la mayor parte de su vida en constante peligro de ser arrestado y ejecutado. Con conocimientos solamente de teología cristiana, no tiene absolutamente nada en común con Constantino, de treinta y dos años, el rey guerrero de raza germana, un pagano que ha viajado y peleado ya por todo el mundo conocido, desde las fronteras escocesas hasta el Rin en Alemania y tan al Oriente como el mar Negro. Constantino ha vivido en cortes imperiales, habla latín, griego, picto, galés, franco y al menos un dialecto asiático. Siempre ha estado librando batallas o administrando gobiernos imperiales. Él es ahora, por sí mismo, emperador del Oeste; el hombre más importante en el mundo de Miltiades. 

Incluso el bajo latín de Miltiades habría sido una dificultad para Constantino, con consonantes arrastradas y vocales abiertas con acentos africanos, frente al latín de Corte de Constantino, correcto, lapidario, que habría impresionado a Miltiades. La comunicación es difícil entre ambos. 

Pero la barrera fundamental que separa a estos dos hombres es la actitud cristiana de Miltiades. Para Miltiades, este mundo seglar y su poder son el enemigo material que hay que evitar. Solamente tiene importancia el sufrimiento, los mártires, la pobreza, como parte del mundo a tener en cuenta. Así pues, Miltiades es cauteloso ¿qué puede el Emperador querer de él? Tampoco queda registro de su conversación, pero pronto serán conocidas sus posiciones. 

Silvestre, un romano que habla latín educado, hace de intérprete entre los dos hombres. 

Constantino no gasta palabras inútilmente: ha tomado una decisión; ha ganado una batalla importante cuya victoria él atribuye a la intercesión de Cristo, de modo que está decidido a invertir su política hacia la Cristiandad y los Cristianos, lo cual expresa rápidamente y sin dudas. Tiene algunas preguntas: ¿dónde están los huesos de Pedro y Pablo? ¿dónde los clavos con que crucificaron a Cristo? ¿dónde está la verdadera cruz? ¿quién sucederá a Miltiades como obispo de Roma? 

Los huesos de los apóstoles, contesta Miltiades, están en un viejo cementerio romano en la Colina del Vaticano en un lugar bien conocido. 

Los clavos, los tres, fueron traídos por Pedro a Italia, continúa Miltiades. Estuvieron en la habitación trasera de una casa de la ciudad de Herculano hasta la erupción del Vesubio en el 79 d.c. tras la cual se trajeron a Roma y se mantienen en la casa de Pedro. Sí; los clavos pueden estar aquí mañana para el Emperador. A Miltiades no le gusta nada todo esto, pero no ve forma de eludir el asunto. En cuanto a la cruz de Cristo, nadie sabe dónde está. Y él mismo decidirá quién será su sucesor si hay necesidad de otro obispo, es decir, si Cristo no regresa triunfante antes o, “si yo no pudiera”, concluye Miltiades, “los cristianos de Roma elegirían a alguien como mi sucesor.” 

Constantino se explica más extensamente: La tarde anterior, cuando preparaba sus tropas para la batalla, vio un signo en el cielo: la cruz de Jesús superpuesta al sol poniente. Una voz misteriosa, muy parecida a la que Pablo escuchó en el camino a Damasco, habló al Emperador y le dijo: “Con este signo conquistarás”. Eso fue la noche anterior. Esta mañana fueron a la batalla con ese signo pintado en escudos, armaduras y en la cabeza de los caballos. Está convencido de que ganó la batalla del puente Milviano por el poder de ese signo, como si él fuera un apóstol de Jesús. Ahora quisiera poner uno de los clavos de Cristo en su corona para señalar que va a dirigir su imperio en el nombre de Jesús. Otro de los clavos lo insertará en el bocado de su caballo. Él, montado en ese caballo, ganará las batallas contra todos los enemigos de Cristo y de su representante, el obispo de Roma. “Ahora soy un sirviente de la más alta divinidad”, concluye Constantino en el más correcto latín. 

Se dirige al viejo papa y le dice: “En el futuro, nos, como apóstol de Cristo, ayudaremos a elegir al obispo de Roma”. 

Al día siguiente, al amanecer, Constantino regresa acompañado de su esposa, que lo es desde hace cuatro años, Fausta, y de su madre, Helena, una cristiana que había hablado a su hijo acerca de la nueva iglesia y había abierto su mente a sus posibilidades. El papa Miltiades y Silvestre cabalgaron con ellos hasta la colina del Vaticano, pasando por el estadio de Calígula y los templos de Apolo y Cibeles. 

Cerca de la cima hay un cementerio romano y, en un lugar determinado de este cementerio, una pequeña piedra o “tropeum”, el trofeo o “recuerdo” de Pedro, marcando el lugar donde el apóstol fue asesinado y posteriormente enterrado. Los restos del apóstol Pablo se trajeron aquí desde el lugar en que le mataron, en la carretera de Ostia, a unos kilómetros de la ciudad, y fueron enterrados junto a los de Pedro. Llegados a este lugar, Constantino se arrodilla y reza. Después, se levanta y camina alrededor del cementerio, midiendo las distancias en pasos. Se detiene ante un pequeño mausoleo y lo observa detenidamente, tras lo cual hace señas a Silvestre y Miltiades para que vean el techo de mosaico: hay una representación de Helios, el dios del sol romano, en un carro blanco tirado por cinco caballos blancos, como representación de Jesús, el sol de la salvación. Las paredes están recubiertas con mosaicos que representan a Jesús como el Dios Pastor y el Pescador de Almas. 

Entonces, les dice que quiere construir una basílica dedicada a Pedro en ese mismo lugar. Los huesos de Pablo deben ser retirados de aquí y llevados al lugar exacto en que murió. Sobre ellos él construirá otra basílica. 

Miltiades asiente, pero está demasiado sorprendido para contestar. La idea de una basílica cristiana es demasiado para él. Toda su vida, solamente ha conocido los pequeños templos, capillas, casas del señor (en realidad habitaciones pequeñas). Para Miltiades, una basílica ha sido siempre un edificio pagano en cuyo centro está el “Augusteum”, un lugar lleno de estatuas de emperadores que fueron adorados como divinidades por los romanos. Para Miltiades, una basílica cristiana es un círculo cuadrado y él nunca cambiará, nunca aceptará que el emperador vuelva todo del revés y haga del mundo un lugar plácido y fácil para los cristianos. 

Pero Silvestre tiene otro punto de vista: quizá este Constantino estaba previsto en el plan de Jesús para la salvación universal

Desde la colina del Vaticano, el grupo se desplaza a la colina Laterana. Todos los palacios y casas que hay en ella pertenecieron una vez a la vieja familia romana de los Laterani. Ahora, un palacio, el mayor, es propiedad de la reina de Constantino, Fausta, como parte de su dote como hija del emperador Maximiliano. La ceremonia entre Constantino y Miltiades aquí, es simple. Constantino abre las puertas de un empujón y dice sonoramente: “Desde ahora, ésta es la casa de Miltiades y de cada sucesor del bendito apóstol Pedro”.

Después regresan a casa de Miltiades, donde les esperan los clavos de la cruz de Jesús. Constantino se lleva dos, quedando el tercero con Miltiades. 

Hay unas pocas palabras más entre el emperador y Miltiades, tras las que Constantino se aleja. Tiene batallas que librar y un imperio que consolidar. Sus palabras de despedida son para Silvestre: “Dios desea que hagamos grandes cosas juntos en el nombre de Cristo. Quiero que estés aquí cuando regrese”. 

En enero de 314, solamente quince meses más tarde, el fraile Miltiades muere. Muere sin haber cambiado de opinión ni pensamientos. Las tierras y edificios entregados a la iglesia por Constantino, los puede aceptar. Pero él no puede aceptar una Cristiandad propagada e influida por un poder militar y civil. 

Silvestre, sin embargo, acaba de descubrir una forma nueva de iglesia: puede extender la Cristiandad usando carreteras romanas, armas romanas, leyes romanas, poder romano. El mundo pertenecerá por entero a Jesús, de manera que Su triunfo y bendición estarán preparados. Por otro lado, recuerda Silvestre, nadie sabe cuando reaparecerá Jesús, de manera que ¿por qué no ayudar a allanar el camino del Señor?    

2.- La dote y su maldición 

Un mes después de la muerte de Miltiades, Constantino regresa a Roma y reúne a los cristianos: sacerdotes, diáconos, pueblo. Les dice simplemente: “Hemos elegido y aprobado a Silvestre como sucesor de Miltiades y a Pedro el apóstol como representantes de Jesús el Cristo”. La asamblea de Cristianos confirma la elección del emperador. 

Tras su coronación (es el primer papa coronado como un príncipe en lo temporal), Silvestre se sienta en el Palacio Laterano con Constantino. Es la primera y última vez que estos dos hombres hablarán en su vida. Tienen muchas cosas que hacer y decisiones que tomar. 

Constantino hace una confesión completa de su vida entera, pidiendo consejo a Silvestre y el perdón de Cristo para sus pecados. 

Silvestre da el primer paso hacia una iglesia genuina y universal. Acepta la alianza entre iglesia e imperio, de manera que la iglesia se pueda extender por todo el mundo. 

Los 232 sucesores de Silvestre nunca modificarán ni se desviarán de este paso trascendental. Desde este día hasta hoy, su poder espiritual estará indisolublemente unido al temporal, por medio de alianzas. Esencialmente, obstinadamente, ciegamente, permanecerán en los zapatos de Silvestre hasta nuestros días. Tenemos documentos –de segunda mano- sobre la conversación entre papa y emperador que discrepan en determinados puntos, pero que ratifican las líneas generales. 

Constantino expresa sus preocupaciones: espiritualmente se siente débil, como leproso. Para los hombres de aquellos tiempos, esto significaba lo peor como ejemplo: no poder estar junto a nadie, despreciado, apartado. Desde su nacimiento en el 280 d.c. hasta la tarde de octubre del año anterior, afirma el emperador, nunca conoció a Jesús. Ahora tiene el privilegio de ser apóstol del Señor ¿qué hacer como emperador? ¿desmantelar las antiguas religiones de Roma? ¿destruir Roma? “Ahora creo”, dice, “en el signo de Jesús, su cruz ¿debo ser bautizado ahora? ¿seré inmortal como Alejandro el Magno? ¿qué debo hacer?”. La tradición dice que el emperador vertió lágrimas, continuando: “Padre Silvestre: ni siquiera tengo sangre romana. Mi padre era Germano, un simple alfarero. Mi madre fue una chica de salón. Soy un bárbaro ¿qué va a ser de mí? Además, si soy bautizado ahora, sé que volveré a pecar, de modo que creo que debo esperar a que mi muerte esté cercana, para esta ceremonia”. 

En el momento de esta conversación, el entendimiento de Silvestre se aclara totalmente. Tal y como él lo ve, el triunfo y bendición de Cristo no debe relegarse hasta que reaparezca Jesús. El triunfo no consiste ya en una continua persecución a muerte, sino una Cristiandad con la dignidad y honores requeridos, establecida y pública, manteniendo su primacía. La llegada de Jesús no debe ser ya tan dramática como la destrucción del mundo Romano y llevar a los elegidos al cielo. No; ya no es necesario. Mejor un reino de Jesús mundial y universal, dirigido por el sucesor de Pedro, bajo la protección del emperador Romano. La iglesia puede ser de éste y de otro mundo. Puede ser de este mundo, sin abandonar su espiritualidad. 

A la luz de este razonamiento, Jesús ha querido convertir a Constantino para que éste, a su vez, convierta todo el imperio, es decir, todo el mundo. Una vez que esta conversión sea completada, Jesús reaparecerá y establecerá la era del Mesías sobre la tierra. Todo parece tan simple, tan correcto ¡Pobre Silvestre! 

Sus respuestas a las urgentes preguntas del emperador son precisas y claras. El emperador no es ni Germano ni Griego ni Romano, le dice Silvestre, porque en Jesucristo, como dijo el apóstol Pablo, no hay distinciones entre razas y clases: todos somos hijos e hijas del Señor. De manera que él, Constantino, reinará sobre un nuevo mundo. Él es el apóstol elegido por Jesús. ¿Bautismo ahora? Espera a que se acerque la muerte, si así lo deseas. Estos son los consejos de Silvestre. En lo futuro, le dice al emperador, ve y expande los Evangelios hacia el Este, donde Jesús nació y murió, e incluso más lejos, India, China. Extiende Roma y la ley Romana para que el bautismo de Jesús fluya por los acueductos romanos a las cuatro esquinas del mundo. Permite que el obispo de Roma reine como su pontífice. Juntos pueden establecer la bendición de todos los humanos. 

Esas eran las respuestas que Constantino necesitaba. Su indecisión desaparece. Su debilidad se desvanece. 

Toman juntos decisiones prácticas. Se construirán las dos basílicas, una para Pedro y otra para Pablo. Constantino tendrá también una basílica y un baptisterio construidos en la colina Laterana, junto al palacio de los Papas. Más adelante decidirán que el estadio de Calígula y el Templo de Apolo, edificados en la colina del Vaticano, serán desmontados y sus mármoles y piedras utilizados en la nueva basílica de Pedro. Silvestre tiene solamente empeño particular en un detalle: debe tener tres ventanas en su fachada, una en honor del Padre, otra en honor del Hijo y la otra en honor al Espíritu Santo. Sobre las ventanas, debe haber mosaicos representando a Jesús, la Virgen María y San Pedro. 

En realidad, Silvestre y Constantino solamente verán el comienzo de la obras de estas basílicas de los apóstoles, pero tendrán la satisfacción de presenciar la beatificación del “monumento” de Pedro en la colina del Vaticano. Antes de abandonar Roma esta vez, Constantino lo hace rodear de mármol veteado en azul, cubierto por una cúpula de piedra soportada por cuatro columnas espirales blancas. Después de su muerte, cuando se complete la basílica de San Pedro, el monumento quedará en el centro exacto del cuadrado entre el ábside de la basílica y el arco triunfal. En el moderno San Pedro, construido en el siglo XVI para reemplazar la basílica de Constantino, el monumento quedó debajo del altar mayor. 

La decisión del emperador también repercutió en otras cosas. Todos los esclavos pueden ser liberados dentro del santuario de cualquier iglesia. Además, Constantino ofrece a Silvestre la Villa Imperial Alba Longa, a las afueras de Roma. Silvestre la rechaza, pero papas posteriores absorberán la villa y construirán el hogar papal de verano allí, renombrándolo Castel Gandolfo. 

Todas las leyes anticlericales se abolieron. Constantino abolió la crucifixión como pena capital (nadie puede morir en la cruz como Cristo lo hizo por los pecados de los hombres). El domingo quedará establecido como fiesta de celebración de la resurrección del Señor. Hacia el Oeste, decide Constantino, usará a los obispos de la iglesia como pontífices representantes del imperio Romano, con el papa como pontífice supremo o sumo pontífice. Todos los obispos locales tendrán jurisdicción civil. El papa Silvestre y sus sucesores tendrán jurisdicción suprema sobre todas las localidades de la parte occidental del Imperio Romano (más tarde, papas sucesivos intentarán extender sus dominios hacia la parte oriental, incluyendo la nueva capital de Constantino: Constantinopla, forzando así la gran división de la Cristiandad. Pero ni Silvestre ni Constantino llegarán a ver estos cambios. Están demasiado ocupados con los problemas inmediatos). Estos dos hombre, papa y emperador, prepararon el escenario para los 1600 años siguientes. La Iglesia de Roma estará siempre unida a un poder temporal político, civil, militar, diplomático, financiero y cultural. Y así se mantendrá por mucho tiempo, pero ¡a qué precio! 

Sí; ahora comprende Silvestre lo que Jesús dijo a Pedro en aquel lejano día: “Te doy las llaves del reino de los Cielos. Lo que ates en la tierra será atado en el Cielo. Lo que prohibas en la tierra será prohibido en el cielo”. 

            Todavía más profundo es el efecto que tendrá la decisión de Silvestre en la estructura interna de la iglesia. Pues, bajo esta nueva concepción, la estructura tomará todos los vicios y trampas de los poderes políticos y económicos, centralizados en Roma como su capital. De hecho, a partir de ese momento, el poder espiritual de Pedro quedará esclavizado a la pompa del imperio. Lejos de liberar la Iglesia, Silvestre la atrapó aunque, eso sí, en una jaula hecha de joyas y armiño, con barrotes construidas con oro. 

Nada de ello es evidente para Constantino o Silvestre en aquellos momentos. El emperador sale de aquella reunión con el convencimiento de haber sido salvado y limpiado por el sucesor de Pedro. 

Posteriormente, habrían de llegar más lejos. Quinientos años después de Constantino, cuando los hombres de la iglesia Romana batallaban con sus hermanos Orientales acerca de jurisdicciones civiles, realmente forjaron un falso documento, “La Donación de Constantino”, de acuerdo con el cual el gracioso emperador había dado a los pontífices de Roma jurisdicción sobre las tierras del Este, tanto como sobre las del Oeste. Tuvieron que pasar otros mil años antes de que los pontífices Romanos reconocieran que dicho documento era una falacia.  

3.- El ataque del fanático 

Un negro Numidiano, llamado Donato, aparece ahora en el centro del escenario. Su aparición es sangrienta, afectando todos los planes de Silvestre y de Constantino, además de influir en la caída de la iglesia actual hasta nuestros días. Si Donato hubiera ganado la batalla, el plan de Constantino habría fallado, Silvestre hubiera seguido siendo un oscuro clérigo y tanto la iglesia como el mundo que conocemos, serían totalmente diferentes. 

El papa Miltiades y sus predecesores rechazaron la noción de que la iglesia debería estar aliada con los poderes políticos y militares y, menos aún, con el emperador de Roma. Muchos, en efecto, estarían en la mente de Hipólito, el viejo anti-papa: quienquiera que peque contra la fe (renunciando a ella ante la alternativa de ser ejecutado, por ejemplo), no deberá ser perdonado. La Iglesia debería ser discreta y pura, esperando a Jesús, que habría de aparecer en cualquier momento. Donato estaba imbuido de estos pensamientos y actitudes. 

Era un Africano, con mezcla de sangre Bantú y Semita, obispo de una pequeña localidad llamada Casae Nigrae (Casas Negras) cerca de los límites del Sahara. Sus contemporáneos describen a Donato como “el terrible”, tanto como lo fue y, posteriormente adquirió, Iván de Rusia el mismo epíteto. Con su negra barba al viento, su voz tonante, sus doctrinas intransigentes, su ideal totalitario de una iglesia pura, su drástica solución a cualquier oposición (“¡Matadles!”), Donato fue un fanático modelo. Él fue el Ayatolah Jomeini de su tiempo. 

Aparece en el foro de esta representación, en primer lugar, por sus acciones violentas en el siglo IV. El emperador Diocleciano había establecido una persecución total de Cristianos, durante la cual muchos de ellos (sacerdotes y obispos, así como el pueblo en general) habían jurado frente a oficiales romanos, ante una copia de los Evangelios, que abjuraban de Jesús, su Iglesia, sus enseñanzas y la totalidad de la religión Cristiana. En compensación y recompensa, a los que juraban, eran libres de continuar sus asuntos en paz. Cuando Constantino aparece como emperador, termina con toda esta persecución, y los antiguos cristianos (y los renegados) volvieron a salir a luz del día, en manadas, pidiendo perdón e intentando volver a la iglesia. 

En Numidia, su tierra natal, Donato es implacable. Los renegados nunca pueden ser perdonados, dice. Se han condenado a sí mismos por su conducta. Además, no hay forma de entender que esos sacerdotes y obispos renegados administren los sacramentos, pues su traición ha invalidado su poder. Según Donato, Jesús está próximo a reaparecer, y solamente los limpios de pecado se salvarán. Si has pecado, estás condenado. Siempre y para siempre. Su doctrina fue más extremista que cualquiera de las teorías que Calvino (John Calvin) expuso unos 1000 años después. 

            Y Donato no se detiene allí. Tiene objetivos más amplios. Organiza su propia milicia de paisanos como bandas guerrilleras, a las que los romanos temen y les llaman “circumcelliones” (una palabra con las mismas connotaciones que “mau-mau”). Se resiste a aceptar que el emperador y sus autoridades puedan hacerse cristianos. Ellos no pueden salvarse, predica. En suma, rechaza la idea de lealtad al emperador e instiga a la revolución social: el pueblo de Dios debe alcanzar su destino, él solo, y establecerse en todas las tierras para preparar el regreso del reino de Jesús. 

 

La primera acción violenta de Donato la lleva a cabo lejos de Numidia, en la ciudad de Cartago (en el actual Túnez); tiene que ver con el nombramiento de un nuevo obispo. El papa Silvestre ha señalado para este puesto a un hombre llamado Ceciliano quien, durante la persecución de Diocleciano, había abjurado de su fe. Donato con sus guerreros armados, sobre caballos y camellos, cabalgan hasta el palacio del obispo de Numidia y a punta de espada consigue del primado un documento deponiendo al obispo elegido por el papa, instalando a una criatura de Donato, un tal Majorinus. 

 

Con este documento en mano, Donato cabalga hasta Cartago, rodeado por sus guerreros, gritando y agitando sus estandartes, enarbolando las espadas y lanzas. Donato interrumpe una asamblea de 70 obispos africanos. Sus tropas rodean la asamblea, apuntando con sus espadas y lanzas a las gargantas de los obispos. Entonces Donato se dirige a la asamblea: el candidato del papa será depuesto y Majorinus debe ser el elegido. Un viejo obispo señala que esto no le parece bien, pues Majorinus es meramente un sirviente de cierta Lucilla, una señora rica amiga de Donato. Éste hace que el viejo obispo sea cortado en dos delante del resto de la asamblea, como ejemplo, terminando su discurso: “El Señor está a punto de regresar. La iglesia debe estar pura y sin mancha y, en nombre de los apóstoles, yo soy el brazo de Dios hasta que Él reaparezca”. Los obispos, por supuesto, declaran a Ceciliano depuesto y a Majorinus como el nuevo obispo de Cartago. 

 

Donato pasa a explicar la doctrina “correcta”: la iglesia de Cristo es una organización para unos pocos elegidos, todos ellos santificados por el Espíritu Santo y el bautismo. Esta organización está frontalmente en contra del mundo pagano que la llevaría a su destrucción. Todos esos cristianos deben llevar la corona de mártir. Pecado y riquezas son idénticos. Ser rico, ser poderoso, es estar en pecado. El mundo romano es pagano y debe ser rehuido. Hasta aquí, esto no difiere sustancialmente de las enseñanzas de Pablo y Pedro 300 años atrás ni de las de Clemente, Ponciano y Miltiades. Pero Donato va un paso más adelante. 

Declara que el mundo romano no puede hacerse bueno (lo que significaría que Jesús habría fallado intentando salvar a una porción significativa de seres humanos) y por tanto debe ser destruido. De aquí que la “revolución de Donato” lleve consigo masacre, torturas y destrucción de propiedades. Peor aún: valiéndose de su autoridad y bajo la guía del Espíritu Santo, dice, solamente las personas que estén de acuerdo con estas teorías pueden válidamente administrar los sacramentos. 

Ahí es donde Donato se aparta de la doctrina de Jesús, sus apóstoles e Iglesia. Realmente, Donato no pretendía ir contra la doctrina pero, como el Ayatolah, gustaba del ejercicio del poder. Numidia, Egipto, y el Norte de África componían un territorio próspero. Donato lo deseaba y la religión fue el medio (la excusa) para conseguirlo, aprovechando que la fidelidad a la línea dura de las enseñanzas de Hipólito creaba seguidores. Los sinceros fueron haciéndose ambiciosos. 

Donato y su “donatismo”, a pesar de ser condenados por el papa Silvestre y dos concilios de obispos, y perseguidos por Constantino y sus oficiales, permanecieron como una pena dolorosa en el Imperio Romano y un cáncer en la iglesia africana, incluso tres siglos después de que Silvestre y Constantino desaparecieran, aunque nunca llegaron a afectar al cuerpo de la iglesia. 

Si Donato hubiera prevalecido, la iglesia habría quedado en la historia como una satrapía político-religiosa, con su poder espiritual sumergido en su política. La doctrina de Donato coincide con la antigua idea Judía de un reinado temporal, lo mismo que proclamó Jomeini dentro del Islam.

Los papas romanos, no importa cuán subordinados estén al poder político, cuán corrompidos puedan estar por éste, siempre han visto su poder espiritual como algo distinto del político y nunca los confundieron. Esta fue la estrecha pero muy importante diferencia entre Donato y el obispo de Roma. 

4.- Los familiares consanguíneos de Jesús 

En la lucha contra Donato, Silvestre rechazó solamente un extremo que podría haber llevado a la muerte a la Cristiandad. Hubo otro que, por su atractivo, podría haber sido letal: el comportamiento de los Cristianos Judíos, que ocupaban las más antiguas iglesias cristianas de Oriente Medio y cuyos líderes fueron siempre de la familia de Jesús. Al igual que los cristianos (incluyendo a los donatistas) ellos esperaban también el inminente regreso de Jesús. No como los donatistas ni como los romanos, rechazaban todo poder temporal y revolucionario y eran, en su mayoría, sucios granjeros e insignificantes mercaderes, permaneciendo encerrados en su oscuridad, incluso aunque su primer obispo fue Santiago, primo carnal de Jesús. 

El obstáculo que surgió entre Silvestre y los cristianos judíos fue la propia estructura de la iglesia. Hubo una entrevista entre Silvestre y los líderes de los cristianos judíos en el año 318. El emperador suministró transporte por mar a ochenta hombres decididos hasta Ostia, el puerto de Roma. Desde allí, montados sobre asnos, entraron en la ciudad imperial y llegaron al Palacio Laterano, donde el papa Silvestre vive ahora en su grandeza. Con sus ropas de lana, botas y gorros de cuero y su olor terrenal, contrastan con el séquito de Silvestre, obispos y oficiales finamente vestidos y empolvados. Se niegan a tomar asiento. Silvestre se dirige a ellos en griego, pues él no entiende arameo y ellos saben muy poco latín. La entrevista no fue, que se sepa, documentada; no obstante, lo vital es muy conocido y probablemente José, el mas viejo de los cristianos judíos, fuera el que habló en nombre de los “desposyni” y del resto. 

Este nombre, “desposyni”, el más venerado, fue respetado por todos los creyentes durante el primer siglo y medio de la Cristiandad. La palabra, literalmente en griego, significa “pertenecientes al Señor”. Quedó reservada para las personas consanguíneas de Jesús, parientes más o menos directos. Toda la iglesia cristiana judía ha sido siempre gobernada por “desposyni” y todos llevaron nombres tradicionales de la familia de Jesús: Zacarías, José, Juan, Santiago, Simeón, Matías, etc. Pero ninguno fue llamado Jesús. Ni Silvestre ni los 32 papas que le precedieron ni sus sucesores, hicieron hincapié en que, por lo menos, hubo tres líneas directas de descendientes de sangre legítimos de Jesús. Una de Joaquín y Ana, abuelos maternos. Otra de Isabel, prima carnal de María, madre de Jesús, y el esposo de Isabel, Zacarías. Por último, la de Cleofás y su esposa, que era prima carnal de María. 

Por supuesto, hubo muchos descendientes de José, esposo de María, pero solamente los descendientes directos por vía de su madre, María, fueron llamados “desposyni”. Todos ellos se consideran consanguíneos de María y de Jesús, una vez desaparecidos ambos y, para la primera comunidad cristiana judía en Jerusalén tanto como, posteriormente, para todo el Medio Oriente.

Los Judíos Cristianos fueron la causa de la primera crisis de la iglesia. Fueron divididos en facciones desde el principio y en el primer concilio, el 49 d.c. Pedro y Pablo rompieron con ellos, insistiendo en que los convertidos no judíos no necesitaban la circuncisión para ser cristianos y que solamente los judíos cristianizados podrían quedar obligados por la Torá, la ley de Moisés. La decisión, momentáneamente, permitió que el Cristianismo se extendiera entre los judíos, pero dejó a los Cristianos Judíos en una especie de tierra de nadie religiosa. 

Desde que el emperador Adriano conquistó Jerusalén en el año 135, todos los judíos, incluyendo los cristianos judíos, tenían prohibido la entrada en Jerusalén bajo pena de muerte instantánea. Esta prohibición no había sido levantada todavía cuando Silvestre se entrevistó con los judíos cristianos. 

Silvestre conocía bien su historia. Los judíos cristianos formaban la única iglesia de Jerusalén hasta el año 135. Ellos habían abandonado esta ciudad solamente una vez en los 102 años siguientes a la muerte de Cristo, justo antes de que fuera tomada por el emperador Tito. Liderados por su obispo, Simeón, hijo de Cleofás, que por su matrimonio fue tío de Jesús, navegaron hasta Perea (en la actual Jordania). Regresaron a Jerusalén en el 72 d.c. y permanecieron allí hasta el bando de Adriano, después del cual, se construyeron iglesias judías cristianas en Palestina, Siria y Mesopotamia, pero fueron odiados en las sinagogas locales como apóstatas del Judaísmo y siempre en disputa con los cristianos griegos, que se opusieron a la circuncisión y la lealtad a la Torá, cosas en que insistían siempre los judíos cristianos. 

Por eso, ellos pidieron a Silvestre que depusiera a los obispos cristianos griegos en Jerusalén, Antioquía, Éfeso, Alejandría y se nombraran, en su lugar, obispos “desposyni”. 

Además, pidieron que la práctica de enviar contribuciones monetarias a la iglesia de los “desposyni” en Jerusalén, como iglesia madre de la humanidad, que había sido suspendida desde Adriano, fuera retomada. 

Silvestre, cortés y decididamente rechazó las peticiones de los  cristianos judíos. Les dijo que la madre iglesia estaba ahora en Roma, con los huesos del apóstol Pedro, e insistió en que aceptaran a los obispos griegos. 

Es la última discusión conocida entre los cristianos judíos de la madre iglesia de Jerusalén y los cristianos no-judíos de la nueva iglesia madre de Roma. Con esta adaptación, Silvestre, respaldado por Constantino, acababa de decidir que el mensaje de Jesús deberá ser transmitido en términos occidentales, por mentes occidentales, sobre las bases de un modelo imperial. 

Los cristianos judíos no tenían cabida en tal estructura eclesiástica. Sobrevivieron a duras penas hasta las primeras décadas del siglo V, en que uno por uno desaparecieron. Algunos individuos se reconciliaron con la Iglesia Romana, siempre como individuos, nunca comunidades ni el conjunto de las iglesias Cristianas Judías. Otros pasaron al anonimato de los nuevos ritos orientales: Sirio, Asirio, Griego, Armenio, etc. Pero la mayoría de ellos murieron por la espada (las guarniciones romanas los trataron como fuera de la ley), por inanición (fueron privados de sus pequeñas granjas y no se adaptaron o no pudieron adaptarse a la vida de las ciudades) o por el desgaste de la nula natalidad. Para el momento en que aparece la primera biografía de Jesús (aparte de los Evangelios) que se publica en China (y en chino), al comienzo del siglo VII, no hay ya supervivientes Cristianos Judíos. Los “desposyni” han dejado de existir. En todo el mundo cristiano, el papa ejerce de autoridad suprema. 

5.- El regalo de la esperanza 

Sería fácil condenar a Silvestre por rechazar a los Judíos Cristianos y decir que ayudó a destruir a los Donatistas, solamente porque atacaron al Imperio Romano, que coqueteaba con la Iglesia y llegó a ser su patrón, pero no sería justo, porque ni los Donatistas ni los Judíos Cristianos podían ofrecer la comodidad vital que necesitaba el mundo de Silvestre y Constantino. Esta comodidad era la esperanza

El suceso principal en Roma y en todo el imperio, en Europa, Asia y África por aquellos años, ocurrió, en espíritu, entre la población que Roma acababa de dominar. Hacia la mitad del siglo IV, dentro de los 20 años tras la muerte de Silvestre, las legiones romanas defendían Constantinopla, que Constantino acababa de construir. Dentro de los siguientes 100 años, las últimas legiones romanas en el Támesis, el Rin, el Sena y el Ebro han sido absorbidas hacia Constantinopla por el vórtex de la guerra por la supervivencia ante los invasores bárbaros. Lo que primeramente empezó a fallar en Roma y en la Europa que Roma había forjado, no fue la fuerza militar o la primacía de la ley, sino la vieja esperanza de Roma y la confianza en esta. 

Durante su tiempo, el poder Romano había prometido a los hombres y mujeres de su imperio que podían esperar llegar a ser humanos, esto es: distinguidos de los bárbaros y los esclavos, y disfrutar de la paz, la libertad y la confianza que los dioses y héroes de Roma prometieron. 

Porque la forma clásica de civilización romana tenía una antropología propia, tan dogmática y definitiva como la que saltó de las mentes de los científicos de los siglos XIX y XX. No era tan “científica” como el Darwinismo, pero tan dogmática, tan aparentemente poco terrenal, tan llena de mitos que se convirtió en una esperanza. 

Aceptando la ley Romana, adorando a los dioses Romanos, vistiendo ropas Romanas, aceptando la ciudadanía Romana, llevando armas Romanas, usando utensilios Romanos, pensando y viviendo en el estilo romano (“the Roman way”), adoptando la cultura romana, expresada en acueductos, viaductos, circos, teatros, medicina, escuelas, literatura, lenguaje, ritos romanos de nacimientos, bodas y muerte, cualquier persona, hombre o mujer, podía esperar llegar a ser algo significativo, tener significado (aunque este significado terminara en una tumba y quedara solamente como parte del legado a la memoria y el recuerdo común). La esperanza, la recompensa, estaba en poder decir, como San Pablo cuando le enjuiciaron los Judíos, “civis Romanus sum (soy ciudadano Romano)”. Pero hacia el final del siglo IV esa antigua esperanza Romana se había desvanecido y con ella la antropología sobre la que los grandes logros se habían fundado. 

La dinastía de Constantino duró 60 años, durante la mayoría de los cuales estuvo ocupada en repeler Godos, Francos y Alemanes por todas las fronteras del imperio; el esfuerzo de construir Constantinopla no ayudó mucho. Tras su muerte, en el 337, le sucedieron sus tres hijos. El último de ellos, Constante, murió en el año 361. Para cuando falleció el emperador Graciano (383) los Balcanes han sido cedidos a los Godos. Para el 405, los Romanos habían sido evacuados de Bretaña. Pronto España cederá a los Vándalos. En agosto del 410, Roma misma estará invadida por los Godos al mando de Alarico. La esperanza Romana se extinguió. 

Pero, mientras el Imperio Romano declinaba, en partes remotas de Palestina y Norte de África, en callejas y sótanos de las principales ciudades de Europa, un nuevo mensaje de esperanza empieza a florecer entre los reprimidos, los oscuros y los sin poder. 

Los Cristianos no decían solamente que Dios había muerto por los pecados de la humanidad. La humanidad entera podía salvarse. La humanidad había cambiado y necesitaba un mensaje de alivio y esperanza. Y el mensaje corrió de boca en boca. La ley de Jesús aceptaba el perdón de los pecados. La vida humana podía ser la antesala de la salvación. El número de creyentes creció y esto hizo que aumentara la esperanza. Jesús, que había muerto en la cruz, ya no necesitaba regresar para salvar a los humanos. Estaba presente en cada uno y en el mundo de cada uno. Y este nuevo Jesús tenía un vicario, representante personal, con la autoridad espiritual para transmitir su perdón, la ley de Jesús y el amor de Jesús: el papa de Roma. 

Si hombres y mujeres sujetaban sus actividades y las fases de sus vidas a la ley de Jesús (nacimiento, matrimonio, comercio, política, guerra, muerte, enfermedad, pobreza, campos, ciudades, casas, instrumentos y utensilios, así como sus propios cuerpos) totalmente, el universo entero podría ser renovado. Mientras, los Cristianos podían ser perdonados de sus pecados. Podrían ser parte de Jesús a través de la Eucaristía. Su matrimonio y su muerte podían ser santificados por medio de ritos especiales. 

Mientras los Cristianos permanecieron “en las catacumbas”, fueron una minoría perseguida o una cierta minoría tolerada en los oscuros estratos de la sociedad; el conseguir lo que ahora se pregona estaba apartado, en espera de que Jesús reapareciera con todo su divino poder. La primera promesa de la Cristiandad a Constantino, antes de la batalla del puente Milviano, estaba basada en la cruz de Jesús y lo que simbolizaba: “Con este signo conquistarás”. El primer mensaje del obispo de Roma y sus misioneros desde el siglo IV fue: “En este signo está la salvación, una nueva salvación, una esperanza fresca para todos”. Tan pronto como Constantino puso a los Cristianos en una posición privilegiada, el enfoque de los mismos se estrechó: de la remota Eternidad a pasar y gozar el tiempo dentro de un espacio conocido. 

Si Donato y sus seguidores o los Cristianos Judíos hubieran salido adelante, el atractivo de la Cristiandad como una forma universal de vida habría quedado restringida a un pequeño número de Judíos o a una importante minoría encumbrada en los poderes de los grandes centros urbanos. El mundo romano se habría desintegrado. No habría existido un aglutinante que uniera a los pueblos de Europa ni esperanza de sobrevivir como algo significativo en la historia. Se habría establecido la “no-enseñanza”. No habría técnicas de ingeniería, arte ni historia. No podría haber existido la ciencia medieval, la filosofía, la investigación ni el Renacimiento Europeo ni posteriores tecnologías ni ciencias. Europa habría compartido el estado inmovilista y estático del Cercano Oriente bajo los Turcos Otomanos, la India bajo los Mongoles, o la China bajo sucesivas dinastías. 

Sin embargo, mezclando sus motivaciones, Silvestre y Constantino rechazaron a los Donatistas y a los Judíos Cristianos, de forma que el mensaje de esperanza llegara hasta muchos lugares. En los próximos cuatro siglos, esa nueva esperanza de salvación fue elaborando una clase nueva de antropología que nada podrá detener. 

En sus primeros años solamente encontró un enemigo serio: el Emperador Juliano, que rápidamente actuó contra este credo a favor de Constantino. Juliano, un escolar convertido en general y panfletero, que fue cristiano, convertido a la antigua religión Romana (llena de dioses y diosas), casi consiguió en su intento ser lo opuesto a Constantino. 

Aparte de su producción literaria en temas religiosos, leyes, libelos, cartas, discursos y disputas (en sus tres volúmenes de su extensa obra, el titulado “Sobre los dioses y el mundo” todavía es de vital interés para el mundo moderno), él reorganizó las órdenes eclesiásticas paganas del imperio y reinstituyó la antigua religión por la fuerza de las armas. No solamente con las armas “Debemos competir con la nueva religión (el Cristianismo) en su propio nivel ... Lo que más ha contribuido a su éxito y extensión ha sido su caridad hacia los extranjeros, el cuidado que tienen de sus cementerios y su proclamada seriedad al considerar la vida humana”, escribió. Así que, para dar una idea de su estrategia,  Juliano estableció para un alto sacerdote pagano una entrega anual de 1,000.000 Kg de trigo y 30.000 litros de vino para entregar a los pobres, como hacían los cristianos. 

Pero todo esto no sirvió de nada. Cierto que Constantino utilizó todos estos medios para propagar la Cristiandad, incluso compró pueblos enteros para asegurarse de que aceptarían su nueva creencia. Ganó guerras para este propósito, organizó mítines internacionales donde él aparecía como “un ángel del Señor” que, con su ferviente fe, entusiasmaba a los presentes. Pero no solamente era este poder de Juliano: algo cambiaba en el espíritu humano, algo nuevo entraba en los ambientes, nada podía ya cambiar el curso de los acontecimientos. Muchos cristianos legendarios llevaban su verdad envuelta en las palabras de un sacerdote Sirio llamado Efraim, el más grande poeta, según los antologistas. Efraim, cuentan, salía de la ciudad de Nisibin y vio el cuerpo del emperador Juliano sobre el polvo del camino en Kermanshah, en la Sierra de Zagros, donde acababa de morir en batalla en el año 363 y dijo: “¿Es éste el que se olvidó que era polvo y luchó nada menos que contra el mismo Dios?”. 

Dijera esto o no lo dijera Efraim, el hecho es que la antigua religión romana había sido destruida por los bárbaros incluso antes de que el extraordinario acuerdo entre Silvestre y Constantino creara el ambiente para que arraigara la nueva doctrina. Realmente, contra esta fuerza, nada podía hacer Juliano. 

A manos de Silvestre y Constantino, el poder espiritual prometido a Pedro por Jesús cerca de Hermon, quedó concentrado exclusivamente en una cultura (la Romana), un grupo étnico (raza blanca), un área geográfica (Europa Occidental) y dentro de una estructura política de gobierno (la Roma imperial). Un hecho ayudó a consolidar las creencias: Silvestre y Constantino murieron con menos de un año de diferencia, Silvestre en Roma y Constantino lejos, en Nicomedia (Ismir, en la moderna Turquía). 

Es una sombría tarde de enero en el año 336 cuando el viejo Silvestre de 81 años de edad sufre su primer y último ataque de corazón. En aquellos  momentos él es el poder supremo religioso y civil en la metrópolis que es el centro del mundo entero conocido, Roma, con un millón y medio de habitantes, con sus 1.792 palacios, sus 46.602 casas, sus 36 Km de murallas bien defendidas, su gloria, su abundancia y su prestigio. La tradición Romana que Silvestre recibió de Pedro, a través de Clemente, Ponciano, Miltiades y todos los papas anteriores, ahora está revestida de uniforme imperial. 

Todavía la ciudad es pagana. Incluso la colina del Vaticano, en el final de este siglo IV en que ya está construida la basílica de San Pedro, a cuya sombra se celebra aún la ceremonia del Toro Sagrado. Las calles de la ciudad todavía muestran 324 santuarios, que aparecen en los documentos del gobierno, dedicados a Júpiter, Minerva, Mitra y otras deidades paganas. Pero también, en tiempos de Silvestre, quedan registradas iglesias cristianas, locales de reunión y basílicas por toda la ciudad (Santa Prudencia, Santa María, San Alexio, San Prisca, la basílica Laterana, etc. ). 

Elena, la madre de Constantino, fue a Palestina y dijo haber encontrado la cruz en la que murió Jesús, regalándosela a Silvestre. Ella construyó iglesias allá donde Jesús nació y donde ascendió a los Cielos, según los cristianos. 

La organización papal es ahora mucho más radical y poderosa. Roma está dividida en siete distritos eclesiásticos, cada uno a cargo de un oficial del Vaticano. La Iglesia en su conjunto ha sido dividida por Constantino en tres Patriarcados Apostólicos: Roma, Alejandría y Antioquía. Más tarde aparecerán los Patriarcados no Apostólicos de Constantinopla y Jerusalén. El obispo de Roma tiene completa jurisdicción sobre Roma, toda Italia, los Balcanes, África, Sicilia, Francia, Alemania e Inglaterra y, con esta jurisdicción espiritual, obtiene preponderancia política, civil e incluso poder militar. Su prestigio es mundial. Los esfuerzos misioneros de la iglesia utilizan todos los medios imperiales: carreteras, estaciones, convoyes, guardias, guarniciones, letrados, jueces, cortes, fuertes, edificios públicos, tesoros. El obispo de Roma ya posee, por título legal, estados fuera de la ciudad, en Campaña, en Ostia (puerto de Roma), más al Este en la costa Adriática y, hacia el sur, en Calabria y Sicilia. Todo esto, obtenido durante el papado de Silvestre. 

En su lecho de muerte, quizá Silvestre se arrepiente de haber rechazado a los familiares de Jesús, quizá alguno de aquellos “desposyni” tuviera algunos rasgos de la cara de Jesús. 

Silvestre falleció habiendo sido papa durante 21 años, 10 meses y 12 días. El día que se celebra su santo continúa siendo el 31 de diciembre y la iglesia todavía está influida por sus actos. Silvestre coloreó la tradición romana no con el rojo de la sangre de Cristo, sino con el púrpura de la corte de Constantino y la mentalidad romana resultante no empezará a perder ese tinte poderoso hasta el último tercio del siglo XX, unos 1.600 años después, cuando el cónclave de cardenales eligió como sucesor de Pedro al papa Pablo VI. 

Cuando Constantino moría el 22 de mayo del 337, pidió urgentemente ser bautizado. Tenía un profundo arrepentimiento. No por los hombres que mató o hizo matar en las setenta y tres batallas que libró y venció. No por la ejecución de su propia esposa, la Reina Fausta, por perjurio. No por la ejecución de cristianos herejes (Donatistas, Arrianistas, Ebionitas, etc.). Tiene mucho de lo que sentirse orgulloso: su residencia real en Constantinopla, la “Nueva Roma” del Bósforo, con sus basílicas, monumentos estatuarios, sus muelles, baños, calles, mercados, murallas, tesoros, ejército y riqueza. En Roma “la eterna” erigió un arco triunfal de 22 metros, en mármol y colores festivos y brillantes. Y los romanos pueden admirar diariamente su colosal estatua en el Foro (solamente la cabeza tiene 1 metro de diámetro) portando el signo de la cruz y una inscripción: “Bajo este signo, liberé Roma”. Suyo era el poder supremo en todo el mundo conocido, desde los mares escoceses hasta Irán, desde el Báltico al Sahara. 

Cuando se siente morir, abraza estrechamente contra él los dos clavos de Cristo (el de la corona y el del bocado del caballo), junto a la rústica cruz que hizo confeccionar el día de antes de la batalla del puente Milviano. Unos pocos minutos después de su bautismo, su espíritu fue claramente reconfortado y una gran paz llenó a este emperador de millones de seres. Cuando tenía que juzgar a algún malhechor (a vida o muerte, decisión que él se reservaba), respondía con típica brevedad: “¿Quieres un juicio justo de mí, ahora que espero el juicio de Cristo?”, e insistía en que él estaba esperando demasiado el bautismo de Jesús. 

Permaneció en silencio tras el bautismo, como un verdadero soldado enfrentando la muerte cierta. Aquellos que le rodeaban dijeron posteriormente que parecía arrepentirse del triunfo que había ayudado a obtener para el Cristianismo por medio de la espada. Antes de morir parece que dijo: “No con la espada ... no con la espada ... con sabiduría”. ¿Se arrepintió Constantino de algo? ¿De la riqueza y el poder que puso en manos del pontífice Romano? Dante, en el siglo XIII, escribiría sarcásticamente acerca de él en el final de su “Infierno”. Con toda certeza muchas miserias fueron provocadas por el uso de la riqueza y el poder que el emperador Constantino regaló al pontífice. Pero quizá lo que el emperador dijo antes de morir, en una forma muy poco poética de soldado, lo que el sofisticado San Agustín de Hippo  puso en palabras 100 años más tarde: “Demasiado tarde te he conocido, oh, belleza siempre vieja y siempre nueva”.

 


Toda la documentación utilizada en esta página está basada en la obra "The decline and fall of the roman church" (1981) del escritor y sacerdote Malachi Martin, en la traducción al castellano de Ignacio Solves.