El primer papa rico
Hipólito no lo
habría podido creer. Ponciano seguramente sí lo habría creído.
Exactamente 100 años y catorce papas después de que estos dos hombres
fueran asesinados y arrojados a un pozo negro en Cerdeña, el papa Nº 33
desde Pedro, Silvestre I, moría viejo, en paz, en una cama confortable
en la habitación de arriba del Palacio Laterano de Roma. Con toda
seguridad, alrededor del palacio habría guardias romanos vigilando. Al
lado de cada uno, el emblema del ejército Romano, el águila romana, pero
ahora con un emblema en la parte de arriba: una X y una P,
las dos primeras letras del nombre griego XPISTOS (Cristo).
Alrededor de
Silvestre, clérigos ricamente vestidos, obispos y sacerdotes, y, cuando
falleció, su cuerpo fue lavado reverentemente, vestido con traje de
ceremonias, colocado en un caro ataúd, llevado en solemne procesión por
las calles de Roma y enterrado con todos los honores y ceremonias, en
presencia de magistrados, generales, nobles, oficiales y soldados
romanos, así como la masa del pueblo de Roma.
Sin torturas. Sin
mercenarios rudos. Sin perros. Sin cepos de madera. Sin celdas en pozos.
Un grito unánime y el primer paso hacia el inmenso cambio que sufriría
el mundo en que vivimos. La muerte de Silvestre, comparada con la de
Ponciano, es como comparar dos mundos tan diferentes como Sunset
Boulevard y la plaza Jokhang en Lasa, Tibet.
Estos cambios no
solamente ocurrieron en Roma. Viajando por el Imperio Romano de entonces
(toda Italia, Francia, Portugal, casi toda España, Bélgica, media
Inglaterra, parte de Alemania, toda Yugoslavia, Grecia y Turquía,
Palestina, Norte de Africa) en todas partes de las carreteras Romanas se
pueden encontrar clérigos cristianos viajando con escolta armada y
tratados con respeto. De hecho, aún con una parte del mundo siendo
pagana, se encuentran clérigos por todas partes, obispos, arciprestes y
diáconos en posiciones honoríficas, con iglesias, escuelas, santuarios y
casas de su propiedad. En las ciudades y distintas poblaciones, hay
calles con nombres de mártires cristianos. En la mayoría de los centros
urbanos hay todavía anfiteatros, pero ya no se alimenta a los leones con
personas y menos con cristianos. En las librerías se pueden comprar
libros cristianos. En los juzgados se sigue condenando a los malechores
pero nunca se les crucifica de acuerdo con la antigua costumbre romana:
ahora se les decapita, quema, empala o se les aplica el garrote vil.
Crucifixión es la forma en que murió Jesucristo y ahora está prohibido
que alguien muera del mismo modo. Y el cambio más radical es el honor,
civil y nacional, que se da a los clérigos en sus ceremonias.
¿Qué ha ocurrido?
¿Qué pasó con la idea de que nada podría reconciliar a los Cristianos
con el resto del mundo hasta que Jesús regresara y les diera el triunfo
total y su bendición? ¿Y las autoridades civiles romanas? ¿Qué ha pasado
con ellos? Solamente 25 años antes de la muerte cómoda de Silvestre, las
mismas autoridades todavía quemaban cristianos, alimentaban animales
salvajes con ellos, los perseguían como a perros salvajes. ¿Qué ha
pasado?
Un puñado de
mortales fueron los principales actores en el extraordinario drama que
cambió la iglesia Cristiana hasta no poder reconocerla: dos papas, un
emperador, un fanático religioso y unos pocos judíos Cristianos de la
iglesia madre de Jerusalén. Los papas fueron Miltiades, que inició el
cambio, y Silvestre que previó el nuevo orden. El emperador fue
Constantino, que vio el signo de la cruz en el cielo y lo introdujo en
su bandera desde ese momento. El fanático religioso fue Donato.
Cada una de las
iglesias Cristianas que existen hoy, desde la antigua comunión del
Catolicismo Romano y de la Ortodoxia Oriental a las más recientes,
fueron posibles gracias a lo que estos hombres hicieron. Es más; aquello
que hicieron, modificado durante siglos por otros papas y otros
emperadores, perduró hasta nuestros días y es, de hecho, el corazón de
la presente crisis del Catolicismo Romano, crisis que decidirá pronto el
destino de la iglesia y del Cristianismo.
Cuatro escenas
componen este drama:
1.- Una oferta
generosa
Es el 28 de octubre
del año 312. El papa, Miltiades, con su cara de color chocolate y sus
ojos negros como el carbón, emerge tímidamente de la parte trasera de
una pequeña casa privada en una oscura calle del romano distrito de
Trastevere. Con él va su clérigo jefe, Silvestre, de cincuenta y nueve
años. Fuera, en una zona iluminada por el sol, espera el Emperador
Constantino, de dos metros de alto, con su pálida cara cuadrada, ojos
azules y cuello de toro, al lado su caballo y a su alrededor su guardia
personal con las espadas desenvainadas. El emperador, sus guardias y los
caballos están manchados de sangre, polvo y sudor. Acaban de librar y
ganar una batalla decisiva en uno de los principales puentes de Roma: el
Milviano. Esta victoria asegura la corona del Emperador Constantino
pero, incluso antes de tomar posesión de la ciudad, ha persuadido a los
cristianos que conoce para que lo lleven ante este oscuro hombrecillo,
la cabeza de la Cristiandad en Roma: su obispo.
Miltiades, de
sesenta y dos años, es una mezcla de Griego y Bereber, culturalmente
limitado, hablando solamente el latín callejero y un dialecto griego del
Norte de África, y que ha pasado la mayor parte de su vida en constante
peligro de ser arrestado y ejecutado. Con conocimientos solamente de
teología cristiana, no tiene absolutamente nada en común con
Constantino, de treinta y dos años, el rey guerrero de raza germana, un
pagano que ha viajado y peleado ya por todo el mundo conocido, desde las
fronteras escocesas hasta el Rin en Alemania y tan al Oriente como el
mar Negro. Constantino ha vivido en cortes imperiales, habla latín,
griego, picto, galés, franco y al menos un dialecto asiático. Siempre ha
estado librando batallas o administrando gobiernos imperiales. Él es
ahora, por sí mismo, emperador del Oeste; el hombre más importante en el
mundo de Miltiades.
Incluso el bajo
latín de Miltiades habría sido una dificultad para Constantino, con
consonantes arrastradas y vocales abiertas con acentos africanos, frente
al latín de Corte de Constantino, correcto, lapidario, que habría
impresionado a Miltiades. La comunicación es difícil entre ambos.
Pero la barrera
fundamental que separa a estos dos hombres es la actitud cristiana de
Miltiades. Para Miltiades, este mundo seglar y su poder son el enemigo
material que hay que evitar. Solamente tiene importancia el sufrimiento,
los mártires, la pobreza, como parte del mundo a tener en cuenta. Así
pues, Miltiades es cauteloso ¿qué puede el Emperador querer de él?
Tampoco queda registro de su conversación, pero pronto serán conocidas
sus posiciones.
Silvestre, un romano
que habla latín educado, hace de intérprete entre los dos hombres.
Constantino no gasta
palabras inútilmente: ha tomado una decisión; ha ganado una batalla
importante cuya victoria él atribuye a la intercesión de Cristo, de modo
que está decidido a invertir su política hacia la Cristiandad y los
Cristianos, lo cual expresa rápidamente y sin dudas. Tiene algunas
preguntas: ¿dónde están los huesos de Pedro y Pablo? ¿dónde los clavos
con que crucificaron a Cristo? ¿dónde está la verdadera cruz? ¿quién
sucederá a Miltiades como obispo de Roma?
Los huesos de los
apóstoles, contesta Miltiades, están en un viejo cementerio romano en la
Colina del Vaticano en un lugar bien conocido.
Los clavos, los
tres, fueron traídos por Pedro a Italia, continúa Miltiades. Estuvieron
en la habitación trasera de una casa de la ciudad de Herculano hasta la
erupción del Vesubio en el 79 d.c. tras la cual se trajeron a Roma y se
mantienen en la casa de Pedro. Sí; los clavos pueden estar aquí mañana
para el Emperador. A Miltiades no le gusta nada todo esto, pero no ve
forma de eludir el asunto. En cuanto a la cruz de Cristo, nadie sabe
dónde está. Y él mismo decidirá quién será su sucesor si hay necesidad
de otro obispo, es decir, si Cristo no regresa triunfante antes o, “si
yo no pudiera”, concluye Miltiades, “los cristianos de Roma
elegirían a alguien como mi sucesor.”
Constantino se
explica más extensamente: La tarde anterior, cuando preparaba sus tropas
para la batalla, vio un signo en el cielo: la cruz de Jesús superpuesta
al sol poniente. Una voz misteriosa, muy parecida a la que Pablo escuchó
en el camino a Damasco, habló al Emperador y le dijo: “Con este signo
conquistarás”. Eso fue la noche anterior. Esta mañana fueron a la
batalla con ese signo pintado en escudos, armaduras y en la cabeza de
los caballos. Está convencido de que ganó la batalla del puente Milviano
por el poder de ese signo, como si él fuera un apóstol de Jesús. Ahora
quisiera poner uno de los clavos de Cristo en su corona para señalar que
va a dirigir su imperio en el nombre de Jesús. Otro de los clavos lo
insertará en el bocado de su caballo. Él, montado en ese caballo, ganará
las batallas contra todos los enemigos de Cristo y de su representante,
el obispo de Roma. “Ahora soy un sirviente de la más alta divinidad”,
concluye Constantino en el más correcto latín.
Se dirige al viejo
papa y le dice: “En el futuro, nos, como apóstol de Cristo,
ayudaremos a elegir al obispo de Roma”.
Al día siguiente, al
amanecer, Constantino regresa acompañado de su esposa, que lo es desde
hace cuatro años, Fausta, y de su madre, Helena, una cristiana que
había hablado a su hijo acerca de la nueva iglesia y había abierto su
mente a sus posibilidades. El papa Miltiades y Silvestre cabalgaron
con ellos hasta la colina del Vaticano, pasando por el estadio de
Calígula y los templos de Apolo y Cibeles.
Cerca de la cima hay
un cementerio romano y, en un lugar determinado de este cementerio, una
pequeña piedra o “tropeum”, el trofeo o “recuerdo” de Pedro, marcando el
lugar donde el apóstol fue asesinado y posteriormente enterrado. Los
restos del apóstol Pablo se trajeron aquí desde el lugar en que le
mataron, en la carretera de Ostia, a unos kilómetros de la ciudad, y
fueron enterrados junto a los de Pedro. Llegados a este lugar,
Constantino se arrodilla y reza. Después, se levanta y camina alrededor
del cementerio, midiendo las distancias en pasos. Se detiene ante un
pequeño mausoleo y lo observa detenidamente, tras lo cual hace señas a
Silvestre y Miltiades para que vean el techo de mosaico: hay una
representación de Helios, el dios del sol romano, en un carro blanco
tirado por cinco caballos blancos, como representación de Jesús, el sol
de la salvación. Las paredes están recubiertas con mosaicos que
representan a Jesús como el Dios Pastor y el Pescador de Almas.
Entonces, les dice
que quiere construir una basílica dedicada a Pedro en ese mismo lugar.
Los huesos de Pablo deben ser retirados de aquí y llevados al lugar
exacto en que murió. Sobre ellos él construirá otra basílica.
Miltiades asiente,
pero está demasiado sorprendido para contestar. La idea de una basílica
cristiana es demasiado para él. Toda su vida, solamente ha conocido los
pequeños templos, capillas, casas del señor (en realidad habitaciones
pequeñas). Para Miltiades, una basílica ha sido siempre un edificio
pagano en cuyo centro está el “Augusteum”, un lugar lleno de estatuas de
emperadores que fueron adorados como divinidades por los romanos. Para
Miltiades, una basílica cristiana es un círculo cuadrado y él nunca
cambiará, nunca aceptará que el emperador vuelva todo del revés y haga
del mundo un lugar plácido y fácil para los cristianos.
Pero Silvestre tiene
otro punto de vista: quizá este Constantino estaba previsto en el
plan de Jesús para la salvación universal …
Desde la colina del
Vaticano, el grupo se desplaza a la colina Laterana. Todos los palacios
y casas que hay en ella pertenecieron una vez a la vieja familia romana
de los Laterani. Ahora, un palacio, el mayor, es propiedad de la reina
de Constantino, Fausta, como parte de su dote como hija del emperador
Maximiliano. La ceremonia entre Constantino y Miltiades aquí, es simple.
Constantino abre las puertas de un empujón y dice sonoramente: “Desde
ahora, ésta es la casa de Miltiades y de cada sucesor del bendito
apóstol Pedro”.
Después regresan a
casa de Miltiades, donde les esperan los clavos de la cruz de Jesús.
Constantino se lleva dos, quedando el tercero con Miltiades.
Hay unas pocas
palabras más entre el emperador y Miltiades, tras las que Constantino se
aleja. Tiene batallas que librar y un imperio que consolidar. Sus
palabras de despedida son para Silvestre: “Dios desea que hagamos
grandes cosas juntos en el nombre de Cristo. Quiero que estés aquí
cuando regrese”.
En enero de 314,
solamente quince meses más tarde, el fraile Miltiades muere. Muere sin
haber cambiado de opinión ni pensamientos. Las tierras y edificios
entregados a la iglesia por Constantino, los puede aceptar. Pero él no
puede aceptar una Cristiandad propagada e influida por un poder militar
y civil.
Silvestre, sin
embargo, acaba de descubrir una forma nueva de iglesia: puede extender
la Cristiandad usando carreteras romanas, armas romanas, leyes romanas,
poder romano. El mundo pertenecerá por entero a Jesús, de manera que Su
triunfo y bendición estarán preparados. Por otro lado, recuerda
Silvestre, nadie sabe cuando reaparecerá Jesús, de manera que ¿por qué
no ayudar a allanar el camino del Señor?
2.- La dote y su
maldición
Un mes después de la
muerte de Miltiades, Constantino regresa a Roma y reúne a los
cristianos: sacerdotes, diáconos, pueblo. Les dice simplemente: “Hemos
elegido y aprobado a Silvestre como sucesor de Miltiades y a Pedro el
apóstol como representantes de Jesús el Cristo”. La asamblea de
Cristianos confirma la elección del emperador.
Tras su coronación
(es el primer papa coronado como un príncipe en lo temporal), Silvestre
se sienta en el Palacio Laterano con Constantino. Es la primera y última
vez que estos dos hombres hablarán en su vida. Tienen muchas cosas que
hacer y decisiones que tomar.
Constantino hace una
confesión completa de su vida entera, pidiendo consejo a Silvestre y el
perdón de Cristo para sus pecados.
Silvestre da el
primer paso hacia una iglesia genuina y universal. Acepta la alianza
entre iglesia e imperio, de manera que la iglesia se pueda extender por
todo el mundo.
Los 232 sucesores de
Silvestre nunca modificarán ni se desviarán de este paso trascendental.
Desde este día hasta hoy, su poder espiritual estará indisolublemente
unido al temporal, por medio de alianzas. Esencialmente, obstinadamente,
ciegamente, permanecerán en los zapatos de Silvestre hasta nuestros
días. Tenemos documentos –de segunda mano- sobre la conversación entre
papa y emperador que discrepan en determinados puntos, pero que
ratifican las líneas generales.
Constantino expresa
sus preocupaciones: espiritualmente se siente débil, como leproso. Para
los hombres de aquellos tiempos, esto significaba lo peor como ejemplo:
no poder estar junto a nadie, despreciado, apartado. Desde su nacimiento
en el 280 d.c. hasta la tarde de octubre del año anterior, afirma el
emperador, nunca conoció a Jesús. Ahora tiene el privilegio de ser
apóstol del Señor ¿qué hacer como emperador? ¿desmantelar las antiguas
religiones de Roma? ¿destruir Roma? “Ahora creo”, dice, “en el
signo de Jesús, su cruz ¿debo ser bautizado ahora? ¿seré inmortal como
Alejandro el Magno? ¿qué debo hacer?”. La tradición dice que
el emperador vertió lágrimas, continuando: “Padre Silvestre: ni
siquiera tengo sangre romana. Mi padre era Germano, un simple alfarero.
Mi madre fue una chica de salón. Soy un bárbaro ¿qué va a ser de mí?
Además, si soy bautizado ahora, sé que volveré a pecar, de modo que creo
que debo esperar a que mi muerte esté cercana, para esta ceremonia”.
En el momento de
esta conversación, el entendimiento de Silvestre se aclara totalmente.
Tal y como él lo ve, el triunfo y bendición de Cristo no debe relegarse
hasta que reaparezca Jesús. El triunfo no consiste ya en una continua
persecución a muerte, sino una Cristiandad con la dignidad y honores
requeridos, establecida y pública, manteniendo su primacía. La llegada
de Jesús no debe ser ya tan dramática como la destrucción del mundo
Romano y llevar a los elegidos al cielo. No; ya no es necesario. Mejor
un reino de Jesús mundial y universal, dirigido por el sucesor de Pedro,
bajo la protección del emperador Romano. La iglesia puede ser de éste y
de otro mundo. Puede ser de este mundo, sin abandonar su
espiritualidad.
A la luz de este
razonamiento, Jesús ha querido convertir a Constantino para que éste, a
su vez, convierta todo el imperio, es decir, todo el mundo. Una vez que
esta conversión sea completada, Jesús reaparecerá y establecerá la era
del Mesías sobre la tierra. Todo parece tan simple, tan correcto ¡Pobre
Silvestre!
Sus respuestas a las
urgentes preguntas del emperador son precisas y claras. El emperador no
es ni Germano ni Griego ni Romano, le dice Silvestre, porque en
Jesucristo, como dijo el apóstol Pablo, no hay distinciones entre razas
y clases: todos somos hijos e hijas del Señor. De manera que él,
Constantino, reinará sobre un nuevo mundo. Él es el apóstol elegido por
Jesús. ¿Bautismo ahora? Espera a que se acerque la muerte, si así lo
deseas. Estos son los consejos de Silvestre. En lo futuro, le dice al
emperador, ve y expande los Evangelios hacia el Este, donde Jesús nació
y murió, e incluso más lejos, India, China. Extiende Roma y la ley
Romana para que el bautismo de Jesús fluya por los acueductos romanos a
las cuatro esquinas del mundo. Permite que el obispo de Roma reine como
su pontífice. Juntos pueden establecer la bendición de todos los
humanos.
Esas eran las
respuestas que Constantino necesitaba. Su indecisión desaparece. Su
debilidad se desvanece.
Toman juntos
decisiones prácticas. Se construirán las dos basílicas, una para Pedro y
otra para Pablo. Constantino tendrá también una basílica y un
baptisterio construidos en la colina Laterana, junto al palacio de los
Papas. Más adelante decidirán que el estadio de Calígula y el Templo de
Apolo, edificados en la colina del Vaticano, serán desmontados y sus
mármoles y piedras utilizados en la nueva basílica de Pedro. Silvestre
tiene solamente empeño particular en un detalle: debe tener tres
ventanas en su fachada, una en honor del Padre, otra en honor del Hijo y
la otra en honor al Espíritu Santo. Sobre las ventanas, debe haber
mosaicos representando a Jesús, la Virgen María y San Pedro.
En realidad,
Silvestre y Constantino solamente verán el comienzo de la obras de estas
basílicas de los apóstoles, pero tendrán la satisfacción de presenciar
la beatificación del “monumento” de Pedro en la colina del Vaticano.
Antes de abandonar Roma esta vez, Constantino lo hace rodear de mármol
veteado en azul, cubierto por una cúpula de piedra soportada por cuatro
columnas espirales blancas. Después de su muerte, cuando se complete la
basílica de San Pedro, el monumento quedará en el centro exacto del
cuadrado entre el ábside de la basílica y el arco triunfal. En el
moderno San Pedro, construido en el siglo XVI para reemplazar la
basílica de Constantino, el monumento quedó debajo del altar mayor.
La decisión del
emperador también repercutió en otras cosas. Todos los esclavos pueden
ser liberados dentro del santuario de cualquier iglesia. Además,
Constantino ofrece a Silvestre la Villa Imperial Alba Longa, a las
afueras de Roma. Silvestre la rechaza, pero papas posteriores absorberán
la villa y construirán el hogar papal de verano allí, renombrándolo
Castel Gandolfo.
Todas las leyes
anticlericales se abolieron. Constantino abolió la crucifixión como pena
capital (nadie puede morir en la cruz como Cristo lo hizo por los
pecados de los hombres). El domingo quedará establecido como fiesta de
celebración de la resurrección del Señor. Hacia el Oeste, decide
Constantino, usará a los obispos de la iglesia como pontífices
representantes del imperio Romano, con el papa como pontífice supremo o
sumo pontífice. Todos los obispos locales tendrán jurisdicción
civil. El papa Silvestre y sus sucesores tendrán jurisdicción suprema
sobre todas las localidades de la parte occidental del Imperio Romano
(más tarde, papas sucesivos intentarán extender sus dominios hacia la
parte oriental, incluyendo la nueva capital de Constantino:
Constantinopla, forzando así la gran división de la Cristiandad. Pero ni
Silvestre ni Constantino llegarán a ver estos cambios. Están demasiado
ocupados con los problemas inmediatos). Estos dos hombre, papa y
emperador, prepararon el escenario para los 1600 años siguientes. La
Iglesia de Roma estará siempre unida a un poder temporal político,
civil, militar, diplomático, financiero y cultural. Y así se mantendrá
por mucho tiempo, pero ¡a qué precio!
Sí; ahora comprende
Silvestre lo que Jesús dijo a Pedro en aquel lejano día: “Te doy las
llaves del reino de los Cielos. Lo que ates en la tierra será atado en
el Cielo. Lo que prohibas en la tierra será prohibido en el cielo”.
Todavía más profundo es el efecto que tendrá la decisión de Silvestre en
la estructura interna de la iglesia. Pues, bajo esta nueva concepción,
la estructura tomará todos los vicios y trampas de los poderes políticos
y económicos, centralizados en Roma como su capital. De hecho, a partir
de ese momento, el poder espiritual de Pedro quedará esclavizado a la
pompa del imperio. Lejos de liberar la Iglesia, Silvestre la atrapó
aunque, eso sí, en una jaula hecha de joyas y armiño, con barrotes
construidas con oro.
Nada de ello es
evidente para Constantino o Silvestre en aquellos momentos. El emperador
sale de aquella reunión con el convencimiento de haber sido salvado y
limpiado por el sucesor de Pedro.
Posteriormente,
habrían de llegar más lejos. Quinientos años después de Constantino,
cuando los hombres de la iglesia Romana batallaban con sus hermanos
Orientales acerca de jurisdicciones civiles, realmente forjaron un falso
documento, “La Donación de Constantino”, de acuerdo con el cual el
gracioso emperador había dado a los pontífices de Roma jurisdicción
sobre las tierras del Este, tanto como sobre las del Oeste. Tuvieron que
pasar otros mil años antes de que los pontífices Romanos reconocieran
que dicho documento era una falacia.
3.- El ataque del
fanático
Un negro Numidiano,
llamado Donato, aparece ahora en el centro del escenario. Su aparición
es sangrienta, afectando todos los planes de Silvestre y de Constantino,
además de influir en la caída de la iglesia actual hasta nuestros días.
Si Donato hubiera ganado la batalla, el plan de Constantino habría
fallado, Silvestre hubiera seguido siendo un oscuro clérigo y tanto la
iglesia como el mundo que conocemos, serían totalmente diferentes.
El papa Miltiades y
sus predecesores rechazaron la noción de que la iglesia debería estar
aliada con los poderes políticos y militares y, menos aún, con el
emperador de Roma. Muchos, en efecto, estarían en la mente de Hipólito,
el viejo anti-papa: quienquiera que peque contra la fe (renunciando a
ella ante la alternativa de ser ejecutado, por ejemplo), no deberá ser
perdonado. La Iglesia debería ser discreta y pura, esperando a Jesús,
que habría de aparecer en cualquier momento. Donato estaba imbuido de
estos pensamientos y actitudes.
Era un Africano, con
mezcla de sangre Bantú y Semita, obispo de una pequeña localidad llamada
Casae Nigrae (Casas Negras) cerca de los límites del Sahara. Sus
contemporáneos describen a Donato como “el terrible”, tanto como lo fue
y, posteriormente adquirió, Iván de Rusia el mismo epíteto. Con su negra
barba al viento, su voz tonante, sus doctrinas intransigentes, su ideal
totalitario de una iglesia pura, su drástica solución a cualquier
oposición (“¡Matadles!”), Donato fue un fanático modelo. Él fue
el Ayatolah Jomeini de su tiempo.
Aparece en el foro
de esta representación, en primer lugar, por sus acciones violentas en
el siglo IV. El emperador Diocleciano había establecido una persecución
total de Cristianos, durante la cual muchos de ellos (sacerdotes y
obispos, así como el pueblo en general) habían jurado frente a oficiales
romanos, ante una copia de los Evangelios, que abjuraban de Jesús, su
Iglesia, sus enseñanzas y la totalidad de la religión Cristiana. En
compensación y recompensa, a los que juraban, eran libres de continuar
sus asuntos en paz. Cuando Constantino aparece como emperador, termina
con toda esta persecución, y los antiguos cristianos (y los renegados)
volvieron a salir a luz del día, en manadas, pidiendo perdón e
intentando volver a la iglesia.
En Numidia, su
tierra natal, Donato es implacable. Los renegados nunca pueden ser
perdonados, dice. Se han condenado a sí mismos por su conducta.
Además, no hay forma de entender que esos sacerdotes y obispos renegados
administren los sacramentos, pues su traición ha invalidado su poder.
Según Donato, Jesús está próximo a reaparecer, y solamente los limpios
de pecado se salvarán. Si has pecado, estás condenado. Siempre y para
siempre. Su doctrina fue más extremista que cualquiera de las teorías
que Calvino (John Calvin) expuso unos 1000 años después.
Y Donato no
se detiene allí. Tiene objetivos más amplios. Organiza su propia milicia
de paisanos como bandas guerrilleras, a las que los romanos temen y les
llaman “circumcelliones” (una palabra con las mismas connotaciones que
“mau-mau”). Se resiste a aceptar que el emperador y sus autoridades
puedan hacerse cristianos. Ellos no pueden salvarse, predica. En suma,
rechaza la idea de lealtad al emperador e instiga a la revolución
social: el pueblo de Dios debe alcanzar su destino, él solo, y
establecerse en todas las tierras para preparar el regreso del reino de
Jesús.
La primera acción violenta de Donato la lleva a
cabo lejos de Numidia, en la ciudad de Cartago (en el actual Túnez);
tiene que ver con el nombramiento de un nuevo obispo. El papa Silvestre
ha señalado para este puesto a un hombre llamado Ceciliano quien,
durante la persecución de Diocleciano, había abjurado de su fe. Donato
con sus guerreros armados, sobre caballos y camellos, cabalgan hasta el
palacio del obispo de Numidia y a punta de espada consigue del primado
un documento deponiendo al obispo elegido por el papa, instalando a una
criatura de Donato, un tal Majorinus.
Con este documento en mano, Donato cabalga
hasta Cartago, rodeado por sus guerreros, gritando y agitando sus
estandartes, enarbolando las espadas y lanzas. Donato interrumpe una
asamblea de 70 obispos africanos. Sus tropas rodean la asamblea,
apuntando con sus espadas y lanzas a las gargantas de los obispos.
Entonces Donato se dirige a la asamblea: el candidato del papa será
depuesto y Majorinus debe ser el elegido. Un viejo obispo señala que
esto no le parece bien, pues Majorinus es meramente un sirviente de
cierta Lucilla, una señora rica amiga de Donato. Éste hace que el viejo
obispo sea cortado en dos delante del resto de la asamblea, como
ejemplo, terminando su discurso: “El Señor está a punto de regresar.
La iglesia debe estar pura y sin mancha y, en nombre de los apóstoles,
yo soy el brazo de Dios hasta que Él reaparezca”. Los obispos, por
supuesto, declaran a Ceciliano depuesto y a Majorinus como el nuevo
obispo de Cartago.
Donato pasa a explicar la doctrina “correcta”:
la iglesia de Cristo es una organización para unos pocos elegidos, todos
ellos santificados por el Espíritu Santo y el bautismo. Esta
organización está frontalmente en contra del mundo pagano que la
llevaría a su destrucción. Todos esos cristianos deben llevar la corona
de mártir. Pecado y riquezas son idénticos. Ser rico, ser poderoso, es
estar en pecado. El mundo romano es pagano y debe ser rehuido. Hasta
aquí, esto no difiere sustancialmente de las enseñanzas de Pablo y Pedro
300 años atrás ni de las de Clemente, Ponciano y Miltiades. Pero Donato
va un paso más adelante.
Declara que el mundo
romano no puede hacerse bueno (lo que significaría que Jesús
habría fallado intentando salvar a una porción significativa de seres
humanos) y por tanto debe ser destruido. De aquí que la “revolución de
Donato” lleve consigo masacre, torturas y destrucción de propiedades.
Peor aún: valiéndose de su autoridad y bajo la guía del Espíritu Santo,
dice, solamente las personas que estén de acuerdo con estas teorías
pueden válidamente administrar los sacramentos.
Ahí es donde Donato
se aparta de la doctrina de Jesús, sus apóstoles e Iglesia. Realmente,
Donato no pretendía ir contra la doctrina pero, como el Ayatolah,
gustaba del ejercicio del poder. Numidia, Egipto, y el Norte de África
componían un territorio próspero. Donato lo deseaba y la religión fue el
medio (la excusa) para conseguirlo, aprovechando que la fidelidad a la
línea dura de las enseñanzas de Hipólito creaba seguidores. Los sinceros
fueron haciéndose ambiciosos.
Donato y su
“donatismo”, a pesar de ser condenados por el papa Silvestre y dos
concilios de obispos, y perseguidos por Constantino y sus oficiales,
permanecieron como una pena dolorosa en el Imperio Romano y un cáncer en
la iglesia africana, incluso tres siglos después de que Silvestre y
Constantino desaparecieran, aunque nunca llegaron a afectar al cuerpo de
la iglesia.
Si Donato hubiera
prevalecido, la iglesia habría quedado en la historia como una satrapía
político-religiosa, con su poder espiritual sumergido en su política. La
doctrina de Donato coincide con la antigua idea Judía de un reinado
temporal, lo mismo que proclamó Jomeini dentro del Islam.
Los papas romanos,
no importa cuán subordinados estén al poder político, cuán corrompidos
puedan estar por éste, siempre han visto su poder espiritual como algo
distinto del político y nunca los confundieron. Esta fue la estrecha
pero muy importante diferencia entre Donato y el obispo de Roma.
4.- Los familiares
consanguíneos de Jesús
En la lucha contra
Donato, Silvestre rechazó solamente un extremo que podría haber llevado
a la muerte a la Cristiandad. Hubo otro que, por su atractivo, podría
haber sido letal: el comportamiento de los Cristianos Judíos, que
ocupaban las más antiguas iglesias cristianas de Oriente Medio y cuyos
líderes fueron siempre de la familia de Jesús. Al igual que los
cristianos (incluyendo a los donatistas) ellos esperaban también el
inminente regreso de Jesús. No como los donatistas ni como los romanos,
rechazaban todo poder temporal y revolucionario y eran, en su mayoría,
sucios granjeros e insignificantes mercaderes, permaneciendo encerrados
en su oscuridad, incluso aunque su primer obispo fue Santiago, primo
carnal de Jesús.
El obstáculo que
surgió entre Silvestre y los cristianos judíos fue la propia estructura
de la iglesia. Hubo una entrevista entre Silvestre y los líderes de los
cristianos judíos en el año 318. El emperador suministró transporte por
mar a ochenta hombres decididos hasta Ostia, el puerto de Roma. Desde
allí, montados sobre asnos, entraron en la ciudad imperial y llegaron al
Palacio Laterano, donde el papa Silvestre vive ahora en su grandeza. Con
sus ropas de lana, botas y gorros de cuero y su olor terrenal,
contrastan con el séquito de Silvestre, obispos y oficiales finamente
vestidos y empolvados. Se niegan a tomar asiento. Silvestre se dirige a
ellos en griego, pues él no entiende arameo y ellos saben muy poco
latín. La entrevista no fue, que se sepa, documentada; no obstante, lo
vital es muy conocido y probablemente José, el mas viejo de los
cristianos judíos, fuera el que habló en nombre de los “desposyni” y del
resto.
Este nombre, “desposyni”,
el más venerado, fue respetado por todos los creyentes durante el primer
siglo y medio de la Cristiandad. La palabra, literalmente en griego,
significa “pertenecientes al Señor”. Quedó reservada para las personas
consanguíneas de Jesús, parientes más o menos directos. Toda la iglesia
cristiana judía ha sido siempre gobernada por “desposyni” y todos
llevaron nombres tradicionales de la familia de Jesús: Zacarías, José,
Juan, Santiago, Simeón, Matías, etc. Pero ninguno fue llamado Jesús. Ni
Silvestre ni los 32 papas que le precedieron ni sus sucesores, hicieron
hincapié en que, por lo menos, hubo tres líneas directas de
descendientes de sangre legítimos de Jesús. Una de Joaquín y Ana,
abuelos maternos. Otra de Isabel, prima carnal de María, madre de Jesús,
y el esposo de Isabel, Zacarías. Por último, la de Cleofás y su esposa,
que era prima carnal de María.
Por supuesto, hubo
muchos descendientes de José, esposo de María, pero solamente los
descendientes directos por vía de su madre, María, fueron llamados “desposyni”.
Todos ellos se consideran consanguíneos de María y de Jesús, una vez
desaparecidos ambos y, para la primera comunidad cristiana judía en
Jerusalén tanto como, posteriormente, para todo el Medio Oriente.
Los Judíos
Cristianos fueron la causa de la primera crisis de la iglesia. Fueron
divididos en facciones desde el principio y en el primer concilio, el 49
d.c. Pedro y Pablo rompieron con ellos, insistiendo en que los
convertidos no judíos no necesitaban la circuncisión para ser cristianos
y que solamente los judíos cristianizados podrían quedar
obligados por la Torá, la ley de Moisés. La decisión, momentáneamente,
permitió que el Cristianismo se extendiera entre los judíos, pero dejó a
los Cristianos Judíos en una especie de tierra de nadie religiosa.
Desde que el
emperador Adriano conquistó Jerusalén en el año 135, todos los judíos,
incluyendo los cristianos judíos, tenían prohibido la entrada en
Jerusalén bajo pena de muerte instantánea. Esta prohibición no había
sido levantada todavía cuando Silvestre se entrevistó con los judíos
cristianos.
Silvestre conocía
bien su historia. Los judíos cristianos formaban la única iglesia de
Jerusalén hasta el año 135. Ellos habían abandonado esta ciudad
solamente una vez en los 102 años siguientes a la muerte de Cristo,
justo antes de que fuera tomada por el emperador Tito. Liderados por su
obispo, Simeón, hijo de Cleofás, que por su matrimonio fue tío de Jesús,
navegaron hasta Perea (en la actual Jordania). Regresaron a Jerusalén en
el 72 d.c. y permanecieron allí hasta el bando de Adriano, después del
cual, se construyeron iglesias judías cristianas en Palestina, Siria y
Mesopotamia, pero fueron odiados en las sinagogas locales como apóstatas
del Judaísmo y siempre en disputa con los cristianos griegos, que se
opusieron a la circuncisión y la lealtad a la Torá, cosas en que
insistían siempre los judíos cristianos.
Por eso, ellos
pidieron a Silvestre que depusiera a los obispos cristianos griegos en
Jerusalén, Antioquía, Éfeso, Alejandría y se nombraran, en su lugar,
obispos “desposyni”.
Además, pidieron que
la práctica de enviar contribuciones monetarias a la iglesia de los
“desposyni” en Jerusalén, como iglesia madre de la humanidad, que había
sido suspendida desde Adriano, fuera retomada.
Silvestre, cortés y
decididamente rechazó las peticiones de los cristianos judíos. Les dijo
que la madre iglesia estaba ahora en Roma, con los huesos del apóstol
Pedro, e insistió en que aceptaran a los obispos griegos.
Es la última
discusión conocida entre los cristianos judíos de la madre iglesia de
Jerusalén y los cristianos no-judíos de la nueva iglesia madre de Roma.
Con esta adaptación, Silvestre, respaldado por Constantino, acababa de
decidir que el mensaje de Jesús deberá ser transmitido en términos
occidentales, por mentes occidentales, sobre las bases de un modelo
imperial.
Los cristianos
judíos no tenían cabida en tal estructura eclesiástica. Sobrevivieron a
duras penas hasta las primeras décadas del siglo V, en que uno por uno
desaparecieron. Algunos individuos se reconciliaron con la Iglesia
Romana, siempre como individuos, nunca comunidades ni el conjunto de las
iglesias Cristianas Judías. Otros pasaron al anonimato de los nuevos
ritos orientales: Sirio, Asirio, Griego, Armenio, etc. Pero la mayoría
de ellos murieron por la espada (las guarniciones romanas los trataron
como fuera de la ley), por inanición (fueron privados de sus pequeñas
granjas y no se adaptaron o no pudieron adaptarse a la vida de las
ciudades) o por el desgaste de la nula natalidad. Para el momento en que
aparece la primera biografía de Jesús (aparte de los Evangelios) que se
publica en China (y en chino), al comienzo del siglo VII, no hay ya
supervivientes Cristianos Judíos. Los “desposyni” han dejado de existir.
En todo el mundo cristiano, el papa ejerce de autoridad suprema.
5.- El regalo de la
esperanza
Sería fácil condenar
a Silvestre por rechazar a los Judíos Cristianos y decir que ayudó a
destruir a los Donatistas, solamente porque atacaron al Imperio Romano,
que coqueteaba con la Iglesia y llegó a ser su patrón, pero no sería
justo, porque ni los Donatistas ni los Judíos Cristianos podían ofrecer
la comodidad vital que necesitaba el mundo de Silvestre y Constantino.
Esta comodidad era la esperanza.
El suceso principal
en Roma y en todo el imperio, en Europa, Asia y África por aquellos
años, ocurrió, en espíritu, entre la población que Roma acababa de
dominar. Hacia la mitad del siglo IV, dentro de los 20 años tras la
muerte de Silvestre, las legiones romanas defendían Constantinopla, que
Constantino acababa de construir. Dentro de los siguientes 100 años, las
últimas legiones romanas en el Támesis, el Rin, el Sena y el Ebro han
sido absorbidas hacia Constantinopla por el vórtex de la guerra por la
supervivencia ante los invasores bárbaros. Lo que primeramente empezó a
fallar en Roma y en la Europa que Roma había forjado, no fue la fuerza
militar o la primacía de la ley, sino la vieja esperanza de Roma y la
confianza en esta.
Durante su tiempo,
el poder Romano había prometido a los hombres y mujeres de su imperio
que podían esperar llegar a ser humanos, esto es: distinguidos de los
bárbaros y los esclavos, y disfrutar de la paz, la libertad y la
confianza que los dioses y héroes de Roma prometieron.
Porque la forma
clásica de civilización romana tenía una antropología propia, tan
dogmática y definitiva como la que saltó de las mentes de los
científicos de los siglos XIX y XX. No era tan “científica” como el
Darwinismo, pero tan dogmática, tan aparentemente poco terrenal, tan
llena de mitos que se convirtió en una esperanza.
Aceptando la ley
Romana, adorando a los dioses Romanos, vistiendo ropas Romanas,
aceptando la ciudadanía Romana, llevando armas Romanas, usando
utensilios Romanos, pensando y viviendo en el estilo romano (“the Roman
way”), adoptando la cultura romana, expresada en acueductos, viaductos,
circos, teatros, medicina, escuelas, literatura, lenguaje, ritos romanos
de nacimientos, bodas y muerte, cualquier persona, hombre o mujer, podía
esperar llegar a ser algo significativo, tener significado (aunque este
significado terminara en una tumba y quedara solamente como parte del
legado a la memoria y el recuerdo común). La esperanza, la recompensa,
estaba en poder decir, como San Pablo cuando le enjuiciaron los Judíos,
“civis Romanus sum (soy ciudadano Romano)”. Pero hacia el final del
siglo IV esa antigua esperanza Romana se había desvanecido y con ella la
antropología sobre la que los grandes logros se habían fundado.
La dinastía de
Constantino duró 60 años, durante la mayoría de los cuales estuvo
ocupada en repeler Godos, Francos y Alemanes por todas las fronteras del
imperio; el esfuerzo de construir Constantinopla no ayudó mucho. Tras su
muerte, en el 337, le sucedieron sus tres hijos. El último de ellos,
Constante, murió en el año 361. Para cuando falleció el emperador
Graciano (383) los Balcanes han sido cedidos a los Godos. Para el 405,
los Romanos habían sido evacuados de Bretaña. Pronto España cederá a los
Vándalos. En agosto del 410, Roma misma estará invadida por los Godos al
mando de Alarico. La esperanza Romana se extinguió.
Pero, mientras el
Imperio Romano declinaba, en partes remotas de Palestina y Norte de
África, en callejas y sótanos de las principales ciudades de Europa, un
nuevo mensaje de esperanza empieza a florecer entre los reprimidos, los
oscuros y los sin poder.
Los Cristianos no
decían solamente que Dios había muerto por los pecados de la humanidad.
La humanidad entera podía salvarse. La humanidad había cambiado y
necesitaba un mensaje de alivio y esperanza. Y el mensaje corrió de boca
en boca. La ley de Jesús aceptaba el perdón de los pecados. La vida
humana podía ser la antesala de la salvación. El número de creyentes
creció y esto hizo que aumentara la esperanza. Jesús, que había muerto
en la cruz, ya no necesitaba regresar para salvar a los humanos. Estaba
presente en cada uno y en el mundo de cada uno. Y este nuevo Jesús tenía
un vicario, representante personal, con la autoridad espiritual para
transmitir su perdón, la ley de Jesús y el amor de Jesús: el papa de
Roma.
Si hombres y mujeres
sujetaban sus actividades y las fases de sus vidas a la ley de Jesús
(nacimiento, matrimonio, comercio, política, guerra, muerte, enfermedad,
pobreza, campos, ciudades, casas, instrumentos y utensilios, así como
sus propios cuerpos) totalmente, el universo entero podría ser renovado.
Mientras, los Cristianos podían ser perdonados de sus pecados. Podrían
ser parte de Jesús a través de la Eucaristía. Su matrimonio y su muerte
podían ser santificados por medio de ritos especiales.
Mientras los
Cristianos permanecieron “en las catacumbas”, fueron una minoría
perseguida o una cierta minoría tolerada en los oscuros estratos de la
sociedad; el conseguir lo que ahora se pregona estaba apartado, en
espera de que Jesús reapareciera con todo su divino poder. La primera
promesa de la Cristiandad a Constantino, antes de la batalla del puente
Milviano, estaba basada en la cruz de Jesús y lo que simbolizaba: “Con
este signo conquistarás”. El primer mensaje del obispo de Roma y sus
misioneros desde el siglo IV fue: “En este signo está la salvación,
una nueva salvación, una esperanza fresca para todos”. Tan pronto
como Constantino puso a los Cristianos en una posición privilegiada, el
enfoque de los mismos se estrechó: de la remota Eternidad a pasar y
gozar el tiempo dentro de un espacio conocido.
Si Donato y sus
seguidores o los Cristianos Judíos hubieran salido adelante, el
atractivo de la Cristiandad como una forma universal de vida habría
quedado restringida a un pequeño número de Judíos o a una importante
minoría encumbrada en los poderes de los grandes centros urbanos. El
mundo romano se habría desintegrado. No habría existido un aglutinante
que uniera a los pueblos de Europa ni esperanza de sobrevivir como algo
significativo en la historia. Se habría establecido la “no-enseñanza”.
No habría técnicas de ingeniería, arte ni historia. No podría haber
existido la ciencia medieval, la filosofía, la investigación ni el
Renacimiento Europeo ni posteriores tecnologías ni ciencias. Europa
habría compartido el estado inmovilista y estático del Cercano Oriente
bajo los Turcos Otomanos, la India bajo los Mongoles, o la China bajo
sucesivas dinastías.
Sin embargo,
mezclando sus motivaciones, Silvestre y Constantino rechazaron a los
Donatistas y a los Judíos Cristianos, de forma que el mensaje de
esperanza llegara hasta muchos lugares. En los próximos cuatro siglos,
esa nueva esperanza de salvación fue elaborando una clase nueva de
antropología que nada podrá detener.
En sus primeros años
solamente encontró un enemigo serio: el Emperador Juliano, que
rápidamente actuó contra este credo a favor de Constantino. Juliano, un
escolar convertido en general y panfletero, que fue cristiano,
convertido a la antigua religión Romana (llena de dioses y diosas), casi
consiguió en su intento ser lo opuesto a Constantino.
Aparte de su
producción literaria en temas religiosos, leyes, libelos, cartas,
discursos y disputas (en sus tres volúmenes de su extensa obra, el
titulado “Sobre los dioses y el mundo” todavía es de vital interés para
el mundo moderno), él reorganizó las órdenes eclesiásticas paganas del
imperio y reinstituyó la antigua religión por la fuerza de las armas. No
solamente con las armas “Debemos competir con la nueva religión (el
Cristianismo) en su propio nivel ... Lo que más ha contribuido a su
éxito y extensión ha sido su caridad hacia los extranjeros, el cuidado
que tienen de sus cementerios y su proclamada seriedad al considerar la
vida humana”, escribió. Así que, para dar una idea de su
estrategia, Juliano estableció para un alto sacerdote pagano una
entrega anual de 1,000.000 Kg de trigo y 30.000 litros de vino para
entregar a los pobres, como hacían los cristianos.
Pero todo esto no
sirvió de nada. Cierto que Constantino utilizó todos estos medios para
propagar la Cristiandad, incluso compró pueblos enteros para asegurarse
de que aceptarían su nueva creencia. Ganó guerras para este propósito,
organizó mítines internacionales donde él aparecía como “un ángel del
Señor” que, con su ferviente fe, entusiasmaba a los presentes. Pero no
solamente era este poder de Juliano: algo cambiaba en el espíritu
humano, algo nuevo entraba en los ambientes, nada podía ya cambiar el
curso de los acontecimientos. Muchos cristianos legendarios llevaban su
verdad envuelta en las palabras de un sacerdote Sirio llamado Efraim, el
más grande poeta, según los antologistas. Efraim, cuentan, salía de la
ciudad de Nisibin y vio el cuerpo del emperador Juliano sobre el polvo
del camino en Kermanshah, en la Sierra de Zagros, donde acababa de morir
en batalla en el año 363 y dijo: “¿Es éste el que se olvidó que era
polvo y luchó nada menos que contra el mismo Dios?”.
Dijera esto o no lo
dijera Efraim, el hecho es que la antigua religión romana había sido
destruida por los bárbaros incluso antes de que el extraordinario
acuerdo entre Silvestre y Constantino creara el ambiente para que
arraigara la nueva doctrina. Realmente, contra esta fuerza, nada podía
hacer Juliano.
A manos de Silvestre
y Constantino, el poder espiritual prometido a Pedro por Jesús cerca de
Hermon, quedó concentrado exclusivamente en una cultura (la Romana), un
grupo étnico (raza blanca), un área geográfica (Europa Occidental) y
dentro de una estructura política de gobierno (la Roma imperial). Un
hecho ayudó a consolidar las creencias: Silvestre y Constantino murieron
con menos de un año de diferencia, Silvestre en Roma y Constantino
lejos, en Nicomedia (Ismir, en la moderna Turquía).
Es una sombría tarde
de enero en el año 336 cuando el viejo Silvestre de 81 años de edad
sufre su primer y último ataque de corazón. En aquellos momentos él es
el poder supremo religioso y civil en la metrópolis que es el centro del
mundo entero conocido, Roma, con un millón y medio de habitantes, con
sus 1.792 palacios, sus 46.602 casas, sus 36 Km de murallas bien
defendidas, su gloria, su abundancia y su prestigio. La tradición Romana
que Silvestre recibió de Pedro, a través de Clemente, Ponciano,
Miltiades y todos los papas anteriores, ahora está revestida de uniforme
imperial.
Todavía la ciudad es
pagana. Incluso la colina del Vaticano, en el final de este siglo IV en
que ya está construida la basílica de San Pedro, a cuya sombra se
celebra aún la ceremonia del Toro Sagrado. Las calles de la ciudad
todavía muestran 324 santuarios, que aparecen en los documentos del
gobierno, dedicados a Júpiter, Minerva, Mitra y otras deidades paganas.
Pero también, en tiempos de Silvestre, quedan registradas iglesias
cristianas, locales de reunión y basílicas por toda la ciudad (Santa
Prudencia, Santa María, San Alexio, San Prisca, la basílica Laterana,
etc. ).
Elena, la madre de
Constantino, fue a Palestina y dijo haber encontrado la cruz en la que
murió Jesús, regalándosela a Silvestre. Ella construyó iglesias allá
donde Jesús nació y donde ascendió a los Cielos, según los cristianos.
La organización
papal es ahora mucho más radical y poderosa. Roma está dividida en siete
distritos eclesiásticos, cada uno a cargo de un oficial del Vaticano. La
Iglesia en su conjunto ha sido dividida por Constantino en tres
Patriarcados Apostólicos: Roma, Alejandría y Antioquía. Más tarde
aparecerán los Patriarcados no Apostólicos de Constantinopla y
Jerusalén. El obispo de Roma tiene completa jurisdicción sobre Roma,
toda Italia, los Balcanes, África, Sicilia, Francia, Alemania e
Inglaterra y, con esta jurisdicción espiritual, obtiene preponderancia
política, civil e incluso poder militar. Su prestigio es mundial. Los
esfuerzos misioneros de la iglesia utilizan todos los medios imperiales:
carreteras, estaciones, convoyes, guardias, guarniciones, letrados,
jueces, cortes, fuertes, edificios públicos, tesoros. El obispo de Roma
ya posee, por título legal, estados fuera de la ciudad, en Campaña, en
Ostia (puerto de Roma), más al Este en la costa Adriática y, hacia el
sur, en Calabria y Sicilia. Todo esto, obtenido durante el papado de
Silvestre.
En su lecho de
muerte, quizá Silvestre se arrepiente de haber rechazado a los
familiares de Jesús, quizá alguno de aquellos “desposyni” tuviera
algunos rasgos de la cara de Jesús.
Silvestre falleció
habiendo sido papa durante 21 años, 10 meses y 12 días. El día que se
celebra su santo continúa siendo el 31 de diciembre y la iglesia todavía
está influida por sus actos. Silvestre coloreó la tradición romana no
con el rojo de la sangre de Cristo, sino con el púrpura de la corte de
Constantino y la mentalidad romana resultante no empezará a perder ese
tinte poderoso hasta el último tercio del siglo XX, unos 1.600 años
después, cuando el cónclave de cardenales eligió como sucesor de Pedro
al papa Pablo VI.
Cuando Constantino
moría el 22 de mayo del 337, pidió urgentemente ser bautizado. Tenía un
profundo arrepentimiento. No por los hombres que mató o hizo matar en
las setenta y tres batallas que libró y venció. No por la ejecución de
su propia esposa, la Reina Fausta, por perjurio. No por la ejecución de
cristianos herejes (Donatistas, Arrianistas, Ebionitas, etc.). Tiene
mucho de lo que sentirse orgulloso: su residencia real en
Constantinopla, la “Nueva Roma” del Bósforo, con sus basílicas,
monumentos estatuarios, sus muelles, baños, calles, mercados, murallas,
tesoros, ejército y riqueza. En Roma “la eterna” erigió un arco triunfal
de 22 metros, en mármol y colores festivos y brillantes. Y los romanos
pueden admirar diariamente su colosal estatua en el Foro (solamente la
cabeza tiene 1 metro de diámetro) portando el signo de la cruz y una
inscripción: “Bajo este signo, liberé Roma”. Suyo era el poder
supremo en todo el mundo conocido, desde los mares escoceses hasta Irán,
desde el Báltico al Sahara.
Cuando se siente
morir, abraza estrechamente contra él los dos clavos de Cristo (el de la
corona y el del bocado del caballo), junto a la rústica cruz que hizo
confeccionar el día de antes de la batalla del puente Milviano. Unos
pocos minutos después de su bautismo, su espíritu fue claramente
reconfortado y una gran paz llenó a este emperador de millones de seres.
Cuando tenía que juzgar a algún malhechor (a vida o muerte, decisión que
él se reservaba), respondía con típica brevedad: “¿Quieres un juicio
justo de mí, ahora que espero el juicio de Cristo?”, e insistía en
que él estaba esperando demasiado el bautismo de Jesús.
Permaneció en
silencio tras el bautismo, como un verdadero soldado enfrentando la
muerte cierta. Aquellos que le rodeaban dijeron posteriormente que
parecía arrepentirse del triunfo que había ayudado a obtener para el
Cristianismo por medio de la espada. Antes de morir parece que dijo: “No
con la espada ... no con la espada ... con sabiduría”. ¿Se
arrepintió Constantino de algo? ¿De la riqueza y el poder que puso en
manos del pontífice Romano? Dante, en el siglo XIII, escribiría
sarcásticamente acerca de él en el final de su “Infierno”. Con toda
certeza muchas miserias fueron provocadas por el uso de la riqueza y el
poder que el emperador Constantino regaló al pontífice. Pero quizá lo
que el emperador dijo antes de morir, en una forma muy poco poética de
soldado, lo que el sofisticado San Agustín de Hippo puso en palabras
100 años más tarde: “Demasiado tarde te he conocido, oh, belleza
siempre vieja y siempre nueva”.
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