El papa desconfiado


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El Papa desconfiado   

En el año 1294, un Papa que fue válidamente elegido decidió renunciar a su nombramiento, fue encarcelado, y esperaba su ejecución. Su nombre era Pedro Murrone. 

Una vez que fue elegido como Celestino V, Murrone vio que no podía vivir en el mundo sin piedad del papado. No quería ejercer su poder político, emplear su riqueza ni utilizar su influencia. Tampoco se consideraba lo suficientemente fuerte para intentar una limpieza de la Iglesia de todas los antiguos vicios incrustados, siendo el Papa que podría haber invertido el destino de la Iglesia, la tendencia que Silvestre había instituido y que la transformó en un poder temporal. 

Celestino podría haber hecho este esfuerzo y podría, con certeza, haber efectuado el cambio, puesto que fue el candidato de la desesperación y podría haber puesto ese precio a la aceptación de su nombramiento. Pero menospreció la ocasión y rechazó la posibilidad, y su rechazo se debió a una razón que enfurece: a pesar de que se le reconoció como el primer líder carismático de la historia de la Iglesia, ampliamente admitido como tal, vivía en su propio mundo ideal, ocupado en imaginar que el Espíritu Santo aparecería en cualquier momento para crear un nuevo Pentecostés, esperando que el Espíritu Santo haría todo el trabajo duro pendiente. En eso era muy directamente comparable a los carismáticos del siglo XX. Creía en la promesa de Jesús a Pedro, pero no confió en ella y, puesto que no tuvo confianza, tuvo que pasar otro siglo antes de que se diera otra posibilidad de cambio real. 

El hijo más joven de once hermanos, Pedro Murrone nació y creció en los valles de Abruzzi. Era monje benedictino a los trece años, fundador de su propia orden de monjes (los Celestinos) a los veintidós, sobre las calizas montañas de Murrone y de ahí su nombre. Místico, devoto del Espíritu Santo, muy dado a un ascetismo exagerado en cuanto a ayuno, laceraciones corporales y rezos en soledad, Pedro abandonó una sola vez Murrone en 63 años, para obtener la aprobación del Papa Gregorio X, en Lyon (Francia), para sus Celestinos. Siempre consideró a sus monjes y a sí mismo como “hombres espirituales” de la nueva era, una era nueva y especial que suponía que iba ser la última fase para alcanzar la salvación. Creía en las profecías de Joaquín de Flore y practicaba intensamente el ascetismo que aquel recomendaba. Pedro creía firmemente en el cumplimiento total de la profecía de este Joaquín sobre la aparición de un nuevo Papa de alta santidad, antes del fin del mundo. Pedro y sus monjes emplearon sus días y sus noches esperando la llamada y el advenimiento del paraíso a la tierra en el momento profetizado. 

Un día del año 1294, Pedro recibió a unos visitantes. Trepando trabajosamente hasta la cima de su montaña, llegaron tres Obispos, un Senador romano, un Cardenal con su séquito, un grupo de nobles y caballeros y varios miles de laicos. Repentinamente invadieron la ladera de la montaña con clamor y griterío para solicitar su aceptación, rogando en el nombre de Jesús que pronunciara las palabras mágicas: “Acepto el nombramiento de papa”. La única razón por la que Pedro hizo lo que le pedían (inicialmente) fue porque él pensaba que solamente el Espíritu Santo podía haber hecho que tres Obispos ávidos de poder, un arrogante Senador romano y un Cardenal más que millonario escalaran la dura ladera de su montaña, a pie, en su busca. Lo que no sabía Pedro era la crisis que precedió a su elección como papa. Incluso en esas condiciones, podría haber puesto precio a su aceptación del papado y conseguir cambios profundos en la Iglesia. No fue así. 

El Papa Nicolás IV había fallecido en Roma el 4 de abril de 1292. El cónclave para elegir nuevo Papa se reunió a finales de mayo. Desde su comienzo, este cónclave fue casi un mercado. Antes que nada, las facciones. Había 13 cardenales en cónclave: once italianos y dos franceses. Los italianos estaban divididos en tres grupos totalmente opuestos. Los cardenales de Colonna (Jacobo, Pedro, Juan Boccamazi), que pretendían independizar Roma de las influencias políticas exteriores, opuestos a los cardenales de Orsini (Latino, Mateo Rubeus, Napoleón). En desacuerdo con ambos grupos estaban los cuatro cardenales italianos restantes (Benedicto Gaetani, Gerardo Bianchi, Mateo d’Acquasparta, Pedro Peregrossi), que estaban en la nómina del rey de Nápoles. Los dos papas franceses (Hugo de Sabina y Juan Chalet) deseaban el papado para sí mismos, en oposición a todos los demás. 

En segundo lugar estaba el tiempo climático, de lo más húmedo en muchos años. Roma estaba llena de moscas y mosquitos. El cardenal Latino, deán de los cardenales, los trasladó de Santa María la Mayor al palacio de Aventine y desde allí a Santa María Sopra Minerva, en un desesperado intento de calmarles. Fue en vano. Cinco de los seis cardenales de Roma huyeron a Rieti en busca de aire más puro. El otro cardenal romano, Gaetani, se fue a Anagni. El pueblo temía a Gaetani. Tenía fama de crueldad y de modales impredecibles. Su sola presencia asustaba, con aquellos puntos de luz en el centro de sus ojos cuando miraba fijamente. En septiembre todos regresaron a Roma y el cónclave comenzó de nuevo. Pero las fieras disputas continuaron. Durante un año, en Roma, en Anagni, en Perugia. El segundo año, en Roma y en Perugia. La llegada del verano provocaba siempre la desbandada de los cardenales y la interrupción del cónclave. Además, los cardenales tenían que atender a sus asuntos políticos, amorosos y familiares. 

Finalmente, durante una de las tumultuosas reuniones a comienzos de julio del 1294, el cardenal Latino de Orsini se dirigió a sus colegas cardenales: “El solitario ermitaño del monte Murrone ha tenido una visión. Serios castigos caerán sobre todos nosotros si no damos a la Iglesia un nuevo papa” y el cardenal Pedro Peregrossi señaló: “No nos ofendamos, hermanos, pero Pedro Murrone es hoy en día el único hombre que los cristianos ordinarios consideran santo. Todos los demás estamos manchados por la corrupción”. El cardenal Napoleón de Orsini vio el posible final a las incomodidades sufridas por todos ellos y gritó: “¡Propongo a Pedro como papa!”. Napoleón nunca hablaba; siempre gritaba. Estos clérigos, con sus botas altas y sus vestidos de seda y orgullo intocable, por fin descansaban. 

Todos ellos sabían de Pedro. Todo el mundo le conocía. Pero los electores tenían algunas sospechas ¿Napoleón de Orsini realmente conocía a Pedro personalmente? ¿Había hecho un trato con él en una de sus escapadas de Roma? La reputación de Pedro estaba asegurada en toda Europa, desde su entrevista con el Papa Gregorio en Lyon en 1294. Testigos presenciales juraban que Pedro se había quitado la capa de monje y la había colgado de un rayo de sol ante los ojos del papa. Este milagro había conseguido que Gregorio aprobase a los Celestinos. En el cónclave, solamente tardaron un día los cardenales en ponerse de acuerdo para que Pedro Murrone fuera la solución a sus dificultades. El 5 de julio la votación fue unánime: Pedro debía ser el nuevo papa. El documento de elección se firmó, el Cardenal Latino de Orsini y tres jóvenes obispos fueron enviados a encontrar a Pedro y comunicarle las buenas noticias. No era tan fácil. Primero, no se conocía el lugar exacto de la ubicación del monasterio de los Celestinos. Además, había que subir (trepar, más bien) hasta su emplazamiento, salvando barrancos, arroyos, precipicios, y todo ello a pie. Como la noticia se propagó, miles de creyentes querían acompañar a los portadores del comunicado. De alguna manera que desconocemos, todos ellos llegaron hasta allí. 

Pedro debió recordar muchas veces aquel primer momento de la llegada. Un joven monje entró alarmado susurrando: “¡Los sarracenos están invadiendo el monasterio!”. En el exterior de la pequeña choza de Pedro, unas 7.000 personas encabezadas por los caballeros armados, los tres obispos y el Cardenal, llegados al final de su difícil recorrido, todos intentando ser el primero en contemplar al elegido. La cabaña de Pedro era claramente distinguible para todos ellos; no había error posible. Uno de los obispos avanzó, entrando por la puerta del cubículo para encontrarse ante la mirada tímida de un anciano. “Pedro, nuestro amado hermano, parece que el Espíritu Santo ha deseado escogerte como sucesor de Pedro el Apóstol, Rector de la Iglesia Universal, y Padre de toda la Humanidad. ¿Aceptas tu destino?”. A estas palabras siguió un grito unánime de las 7.000 personas que permanecían en el exterior de la choza: “¡Viva el Papa Pedro, nuestro Padre! ¡Viva el Obispo de Roma! ¡Viva Pedro!”. 

Llevó a Pedro solamente unos minutos. Sus monjes, libres ya de su temor inicial, salieron de sus celdas gritando: “¡La llamada! ¡La llamada! ¡El Reino de la Profecía está aquí! ¡La llamada!”. 

Los Obispos y el Cardenal que estaban esperando vieron los ojos de Pedro observar meditativamente a la multitud y después cómo se elevaban sobre sus cabezas, hacia los cielos y las montañas circundantes. Ciertamente había paz en aquel entorno, los olores de la tierra y los cielos brillantes, las noches a solas con las estrellas y los susurrantes vientos, su coloquio con las flores y los arroyos. ¿Podría ser que el Señor quisiera que él abandonara todo esto? El Cardenal y los Obispos, que estaban cerca de él, empezaron a preocuparse por si no era capaz de hablar y mucho menos de abandonar su cabaña, pero finalmente le oyeron decir las palabras deseadas: “Acepto el nombramiento de papa”. 

Todo se transformó repentinamente. El Cardenal y los clérigos traspasaron la pequeña puerta para caer de rodillas y besar los harapos que vestía Pedro, “Chiffonibus vilosis”, escribió Jacopo, el hijo del Senador, en un verso en latín que comenzó a escribir allí y entonces. 

Los monjes corrieron alrededor del grupo principal de protagonistas en un verdadero éxtasis, cantando: “¡Paraíso! ¡Paraíso! ¡Venid todos, los turcos, los judíos, creed en Jesucristo! ¡Arriba, soldados cristianos, matad a los infieles!”. 

La multitud entera se arrodilló, extendiendo sus manos y gritando: “¡Bendición! Santo Padre ¡Bendición!”. 

Pedro apareció en la esquina de su choza. Levantó su mano e impartió su bendición en medio de un inmenso silencio. 

Dispusieron a Pedro sobre un mulo y se organizó la procesión hacia la parte baja de las montañas. Para cuando llegaron a la ciudad de Aquila, el jumento de Pedro iba precedido de dos Reyes; rodeado por barones, príncipes, caballeros armados, duques, obispos, clérigos de todos los niveles, coros de monjes y niños cantando himnos, y seguido por una multitud de gente ordinaria, que se apretaba entre sí. 

Pedro, vistiendo aún su túnica de vieja piel y descalzo, iba sumido en sus meditaciones. Jacopo Stefaneschi, continuando con su poema, se mantenía adelante, junto a Pedro, para captar cualquier cosa u oración que pudiera salir de sus labios. 

En Aquila, el viejo cardenal Latino de Orsini murió. Los otros cardenales invitaron a Pedro a que llegara y fuera consagrado en Perugia, donde todos ellos estaban más confortablemente instalados, pero él no aceptó esta propuesta. Llegaron a Aquila entre intentos de convencerle de continuar hasta Perugia, quedándose el último el cardenal Gaetani. Finalmente todos ellos miraban con horror a este hombre taciturno, con cara de felicidad, tímido, quien ahora, gracias a ellos mismos, era el hombre más poderoso del mundo. Estos caballeros pulidos, y educados rindieron pleitesía al Papa electo y se retiraron a sus aposentos para poderse reunir entre ellos. ¿qué hemos hecho? ¿qué va a ocurrir ahora en la Iglesia? Se preguntaban entre sí. 

Gaetani se mantuvo aparte. Tenía su propio concepto de la situación. Mientras todos los demás se quejaban lastimeramente, él tomó una decisión: esta farsa tenía que terminar, sangrientamente o sin sangre. Pero ¿cómo? ¿de qué manera sería más conveniente para todos? Pasara lo que pasara, este Pedro no debía ver Roma y, mucho menos, reinar allí. 

El Rey Carlos tomó a Pedro bajo su protección. Él decidiría quién y quién no vería al nuevo papa. Gaetani quedó pensativo ante esta acción de Carlos, que era quien le pagaba. 

El 24 de agosto vistieron a Pedro con sus ropajes oficiales, le subieron a una mula blanca y se dirigieron hacia una pequeña capilla donde le consagraron como Papa Celestino, que era el nombre que él decidió. ¿No era el Papa del comienzo del periodo celestial? “¡Paraíso! ¡Paraíso!” seguían cantando sus seguidores. 

Inmediatamente ordenó nuevos cardenales (por supuesto, sugeridos por los anteriores). Reinstauró como oficiales las reglas que regían el cónclave de Gregorio X. Firmó todos los documentos que los avispados cardenales le pusieron delante. Tras todo esto, después de un descanso de unas semanas, el Rey Carlos llevó a Pedro en un recorrido triunfal: Salerno el 6 de octubre, Isernia el 14 de octubre, San Germano el 18 de octubre, Capua el 27 de octubre y, finalmente, Nápoles el 8 de noviembre, donde Carlos instaló al nuevo Papa en su propio castillo en una celda especial dentro de una ermita, construida en la parte más alta de una torre. Para Pedro era un momento especial del año, era Adviento, el momento de esperar el nacimiento del Señor y de la nueva era. A sugerencia de Gaetani, delegó todos los asuntos papales y de estado en tres cardenales “de confianza”. 

Pero no hubo paz para Pedro. Periódicamente le sacaban de su celda, le sentaban en el trono y le hacían escuchar los susurros de los sonrientes, obsequiosos clérigos que continuamente le rodeaban. La gente que llegaba para verle nunca alcanzaba a su santidad. Entre él y el pueblo siempre mantuvieron una tela de araña, un muro de intrigas, de mentiras, de servidumbre, de falsedad. Y siempre Gaetani en la sombra. Un Gaetani siempre susurrante, si mirarle nunca de frente, nunca sonriendo, asintiendo con la cabeza a todo lo que Pedro decía. 

Hacia mediados de noviembre de 1294, Pedro llegó a la conclusión de que Gaetani tramaba con el Rey Carlos sustituirle. Ya había decidido que no habría forma de limpiar de corrupción y avaricia a los clérigos, ni manera de cambiar o reformar el papado. El “Paraíso” o la “nueva era profetizada” no llegarían siendo él papa. Las plegarias de Pedro cambiaron totalmente. Se encontraba atrapado. Todo lo que podría alcanzar sería un silencioso heroísmo de una clase muy particular: resistir las traiciones, las conspiraciones, para que pudieran reírse de él, para que le consideraran un tonto, para que le trataran como a un idiota los grandes y poderosos ¿sería esto lo que Jesús quería de él?  

Una noche a finales de noviembre de 1294, cuando aún era papa, Pedro fue despertado por una voz sepulcral que le hablaba desde la oscuridad de su celda papal “¡Pedro! ¡Mi servidor! ¡Pedro!”. 

Automáticamente, Pedro respondió: “Sí, mi Señor” para, de inmediato, darse cuenta de la burla a que estaba siendo sometido “Pedro”, continuó la voz, “éste es tu Señor”. 

Los tonos bajos de aquella voz resonaron en la mente de Pedro para reconocer en ella el estilo familiar de Gaetani, que nunca había podido pronunciar correctamente las “t”, pronunciando su propio nombre como “Gaedani”; “Pedro, levanta, abandona tu puesto, regresa a tu retiro en Murrone ¡Reza, Pedro! ¡Reza!”. 

No engañaron a Pedro, pero el truco de Gaetani hizo que tomara una determinante decisión a la mañana siguiente. Abdicaría. 

Cuando comunicó su decisión a Gaetani, éste no movió un músculo de la cara, manteniendo sus ojos oblicuamente sobre Pedro, como un halcón vigilando a un conejo acorralado. 

Todo concluyó muy rápidamente, el 13 de diciembre. Todos los cardenales se reunieron en asamblea. Gaetani empujó un largo documento en latín hacia las manos de Pedro. Él renunciaba, decía el documento, por razones espirituales importantes. Una vez firmado, Pedro se puso en pie y desapareció como Papa Celestino V para, unos momentos después, aparecer como Pedro Murrone, con sus antiguos ropajes de harapos y sin calzado. 

Pero cuando intentaba abandonar la sala, dos soldados con picas le cogieron por los brazos, no muy gentilmente, y le trasladaron de nuevo a su celda papal. Pedro estaba ahora en “custodia preventiva”. 

A William d’Estendard (William el Condestable), jefe militar de los oficiales de Carlos, que le visitó en su celda, le dijo de Gaetani: “Entrará como un lobo, reinará como un león y morirá como un perro”. 

Fuera del palacio de Nápoles, aquel día, una multitud de unas 15.000 personas cantaban: “¡Papa Celestino, Papa Celestino; no nos abandones! ¡Papa Celestino!”. Pero todo había terminado. El Rey Carlos envió a sus soldados a dispersar la concentración y encarcelar a los líderes. 

Pedro fue más exacto en su profecía acerca de Gaetani, que Joaquín de Flore lo fue en la suya sobre el Papa de la santidad. El viejo Gaetani fue elegido Papa cuatro días después de que Pedro abdicara. El rey Carlos se encargó de que los cardenales más débiles estuvieran lo suficientemente asustados para no resistirse y los más fuertes lo suficientemente comprados para que no objetaran. Gaetani entró en el papado como un lobo. Decidió partir hacia Roma, llevándose a Pedro con él, y planeando ser consagrado Papa el 23 de enero.

William el Condestable envió dos soldados a liberar a Celestino, porque conocía a Gaetani y sus planes y sabía que, si llegaba a Roma bajo la custodia de Gaetani, no viviría lo suficiente para ver la ciudad. No obstante, Gaetani llegó a Roma, entró triunfalmente, dispuso un banquete suntuoso para todos los cardenales y su corte, fue consagrado Papa como Bonifacio VIII para, inmediatamente, hacer desaparecer a todos los que se opusieran a su reinado. El Rey Carlos envió una partida para apresar a Pedro, vivo o muerto (ya no importaba).   

Pedro huyó durante cinco meses como un animal perseguido buscando escondites en los bosques y montañas de Apulia, llegar a Murrone, después al Adriático para tomar un bote, intentando refugiarse en Dalmacia (en la moderna Yugoslavia). Pero el mar lo arrojó de vuelta a las playas de Italia. En Vieste, las multitudes besaban sus manos y le decían “Declara que eres el Papa legal, Santidad”. William el Condestable (sí, el mismo que le había ayudado a escapar; al fin y al cabo uno tiene que vivir) le capturó y le devolvió encadenado a los estados papales. El 16 de mayo, Bonifacio VIII envió a un caballero y al patriarca de Jerusalén para que confinaran a Pedro en la penitenciaría de Fumone. “Por el bien de la Iglesia, debe ser encarcelado”. El Papa y el Rey no podían permitirse a un Papa vagando libremente, al menos este papa. Toda Europa supo de él. La mayoría de sus contemporáneos le siguieron considerando Papa y santo. Pero el resto, los poderosos, le temían. Le trajeron a Fumone para que muriera sin bullicios. 

La fortaleza de Fumone, el estado penitenciario del Vaticano, se levantaba en una escarpada colina. Desde la ventana de su celda en la torre nordeste, Pedro podía mirar cada día los tejados de Alatri, hacia el Este, la llanura en que estaba Roma, gobernada por Bonifacio VIII, hacia el Sur Nápoles, donde reinaba Carlos, hacia el Norte estaba Aquila, donde él mismo fue consagrado papa, y más allá, en la misma dirección, quedaban los campos de su querido monte Murrone, donde su propia comunidad de monjes, los Celestinos, vivían en el monasterio que él había levantado con sus propias manos. Dentro de ese triángulo y en el plazo de dos años, la vida de Pedro y su fe desaparecieron. 

El día que ejecutaron a Pedro fue el 19 de mayo de 1296. El 16 de mayo, tres días antes, Pedro recibió la visita de William el Condestable. Pedro tiene ahora 86 años, sin vestimentas adecuadas para el frío, sin afeitar ni cortar el pelo, solamente con sus luminosos ojos marrones, descalzo. Su túnica de piel cuelga desde sus hombros hasta sus rodillas. Excepto por dos meses de su vida, siempre ha vestido esta túnica desde que tenía veinte años. Morirá con ella puesta. Será enterrado con ella. “Este es mi calvario” dice a William “Que Dios te bendiga y perdone tus pecados”. Tres días después vuelven a por él y le encuentran de rodillas, rezando. No hay gritos mientras aprietan un cojín contra su cara y deja de respirar en menos de un minuto. 

Ahora Bonifacio ya es libre para gobernar como un león. Además de asesinatos y torturas individuales, barrerá la ciudad por completo. En octubre de 1298, ordenará matar a cada hombre, mujer, niño o animal; todos los edificios, salvo la catedral, serán derruidos en la ciudad de Palestrina y todas sus tierras cubiertas con sal. Bonifacio llenará el mundo con excomuniones y anatemas, torturará y masacrará. Se vanagloriará de su honor, su ferocidad y su sentido de la dignidad. 

Bonifacio VIII tendrá todavía nueve años de vida antes de morir como un perro, un perro loco. Será capturado, maltratado, torturado, encarcelado, acusado de herejía, tiranía, falta de castidad, pacto con el diablo (decían que llevaba un anillo en el dedo índice izquierdo, en el que vivía un espíritu diabólico que hablaba con él y que venía cada noche a dormir en su cama) y finalmente será encerrado en el Vaticano. Treinta y cinco días después, le encontraron muerto en el suelo, con el cráneo abierto ¿se suicidó Bonifacio con su brutalidad acostumbrada? ¿o este acto fue realizado por la pareja usual de mercenarios empleados por un rival? 

Al verdadero estilo romano, Bonifacio fue enterrado en el Vaticano. Los restos de nuestro Pedro (Celestino) se mantuvieron escondidos en Aquila, donde fuera consagrado Papa por un tiempo. El poeta Dante, que habló con Bonifacio para pedir clemencia por su nativa Florencia en el 1300, colocó a Bonifacio en su Infierno. A Celestino se refirió amargamente como alguien que “cometió el tremendo error de rechazar el papado”. 

Esta fue la tragedia del Papa Celestino V, y continuó siendo la tragedia de la Iglesia romana hasta la Reforma de Lutero y después, el tratado de Westfalia, cuando la tragedia se convirtió en un enorme error. En Westfalia, en 1648, las naciones europeas decidieron ir cada una de ellas por el camino religioso que desearan. La vieja unidad de Europa había desaparecido para siempre, porque hasta esa fecha los pueblos de Europa dependían del obispo de Roma por definición; él definía el orden social, la autoridad política, el bienestar económico, el desarrollo humanístico, la seguridad religiosa; en una palabra: definía su total existencia. Aquellos hombres y mujeres pensaron que Celestino V, posiblemente, podría haber elevado el sentido de todo esto, vivificado su espíritu e invertido la tendencia descendente que llevaría a la fragmentación. La amargura que utilizó Dante para referirse a Celestino era el reflejo de la mentalidad de sus contemporáneos. Lo que llevó a Celestino a rechazar sus responsabilidades fue precisamente el estado que el papado y el Vaticano habían asumido desde los tiempos de Silvestre.

 


Toda la documentación utilizada en esta página está basada en la obra "The decline and fall of the roman church" (1981) del escritor y sacerdote Malachi Martin, en la traducción al castellano de Ignacio Solves.