Declive y caída (5)


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El declive y la caída final

Todos los papas desde Silvestre I en el año 316 hasta Pío XII inclusive, pensaron en sí mismos como reyes y en la Iglesia como su reino. Así la gobernaron. La ruptura llegó con la elección, en 1958, de Angelo Roncalli como el Papa Juan XXIII, sucediendo a Pío XII. Roncalli fallecería en el corto espacio de cinco años, pero habiendo iniciado un cambio en la Iglesia tan grande como el que se produjo con Silvestre I al aceptar la aparentemente generosa oferta del Emperador Constantino que estableció la Iglesia como un poder mundial o, mejor dicho, como el mayor poder mundial. En estos cinco años, creó o propició las circunstancias para que la unidad de su Iglesia fuera destruida. No era lo que se proponía, pero fue lo que consiguió. El más popular de los papas modernos, resultó ser el más peligroso para la propia Iglesia.

 

Esto es de lo más sorprendente, pues Roncalli se formó y fue educado exclusivamente dentro de este reino romano y nunca se le vio como una amenaza para éste, salvo hace muchos años, en sus años jóvenes, como profesor de teología en Roma. Se le encontró entonces algo inclinado a enfatizar sobre ideas coincidentes con los pensadores considerados entonces como “modernistas” y, por lo tanto peligrosos. Su obscura vida posterior, humilde, sin hacerse notar, al servicio del Vaticano y sus cuerpos diplomáticos, convencieron a los superiores de Roncalli que era tan seguro como la propia Iglesia. No se equivocaban. Además, era popular y “pastoral”, demostraba su inclinación a la buena mesa y su habilidad de comprender y construir verdaderas ocurrencias, es decir: era sorprendente y muy agradable, la mayoría de las veces. Se fue volviendo ácido y crítico, con frases graciosas como: “No nos quedamos de pie para recoger las piedras que nos lanzaron”, dijo una vez con su acostumbrada gentileza, “y no las lanzamos de vuelta hacia nadie”.

 

Cualquier lector del diario personal de Roncalli, publicado póstumamente como “El Diario de un Alma”, puede concluir que era capaz de ver el mundo solamente bajo la sombra de la cruz de Cristo y a la luz de la resurrección de Cristo; que no tenía visión ni interés sobre un nuevo orden social. Él fue, como escribiría el cardenal John Heenan de Inglaterra en 1964, un año después de su muerte, “el tipo de católico pasado de moda … No fue responsable de ninguna reforma importante. Su gran logro fue enseñar al mundo qué pequeño es el odio y qué grande es el amor”.

 

Justamente antes de ser elegido Papa, Roncalli había sentido una tensión misteriosa en el mundo a su alrededor, a pesar de que él nunca parece haber expresado su comprensión sobre sus causas o su naturaleza ni hizo referencia alguna a los comentaristas que veían venir el agravamiento del declive político y económico en el mundo occidental. Su ahora famosa carta “Paz en la Tierra” que parece surgida de la convicción de la necesidad de un cambio social, fue en realidad el trabajo de sus colaboradores y es dudoso que Roncalli realmente comprendiera su alcance.

 

Más letal, por desconocida, fue su ignorancia de la condición interna de la Iglesia. Llegó a comprender muy profundamente la mentalidad de los laicos como pastor que era. Pero, una vez pasada su temprana época de “modernismo”, no mostró comprensión ni interés alguno por los ideólogos, los teólogos o los filósofos. No reparó en que durante 30 años estaba emergiendo una nueva teología, una teología que rechazaba las antiguas enseñanzas de Roma. No supo nada de las condiciones en las Universidades Católicas modernas y en los seminarios del norte de Europa, de Estados Unidos y de América Latina, donde toda una generación estaba a la espera de la señal para lanzarse a incorporarse a sus contemporáneos en el teatro del absurdo: la preocupación del hombre moderno por sí mismo. Juan habló de abrir las ventanas de su Iglesia mientras que, realmente, estaba elevando las barreras.

 

Se le advirtió de la insatisfacción política y económica de las masas y, como si la identificaran con ella, el abandono del fermento religioso. Si no fuera por su condición de Papa, podría haberse hecho eco de las palabras de Mao diciendo: “Estoy solo con las masas”, teniendo como tenía un atractivo para las multitudes, no solamente de católicos sino para los seres humanos de todas partes, sobre los que él veía la expresión y los movimientos del Espíritu Santo. No pudo abandonar la impresión de que un extraño dinamismo se extendía por el mundo. En respuesta, se dedicó a patrocinar un momento de Pentecostés exaltado, cercano a una experiencia casi mística, a gran escala y para todos los hombres. Roncalli realmente hablaba de todos los hombres. Fue su intento de solución al muy antiguo error en que los papas de Roma y su Vaticano habían incurrido debido al “regalo” del Emperador Constantino.

 

Cuando llegó a Papa, escogió el nombre de Juan XXIII, según dijo, para eliminar la mala herencia que Baldassare (el “Corsario”) Cossa, el hombre que fue llamado Papa Juan XXIII, había dejado sobre ese nombre. Pero Roncalli fue en realidad un nuevo Pedro Murrone, el ermitaño que fue brevemente Papa como Celestino V. Como aquél, Roncalli creía que el Espíritu Santo estaba a punto de crear un nuevo Pentecostés y renovar todas las cosas humanas. Contrariamente a Murrone, Roncalli aceptó la carga del papado para ayudar a la aparición del nuevo Pentecostés.

 

Es por esto por lo que convocó el Concilio Ecuménico Vaticano II (1962 – 1965), esperando que produciría una apertura en la textura del grueso tejido que envuelve las vidas humanas ordinarias, mostrando el misterio y la complejidad de la existencia humana dentro del plan cristiano de salvación por Jesús. Este destello de renovada fe, según él lo esperaba, disiparía la aparente falta de sentido de la vida moderna. Además, Roncalli quería ir algo más lejos que con un mero acontecimiento “Católico Romano”. Escribió:

 

Ahora, más que nunca, ciertamente más que en pasados siglos, nuestra intención es servir a los hombres, y no solamente a los católicos; defender sobre todo y en todas partes los derechos humanos, y no solamente los de las personas que pertenecen a la Iglesia Católica”.

 

Quiso establecer contactos sólidos con la U.R.S.S. y con China Comunista; sin embargo no se atrevió a denunciar las prisiones Soviéticas ni la tortura. De ahí el reproche del Ayatollah a Juan XXIII.

 

>Dijo, en la sesión de apertura de su Concilio, el 11 de octubre de 1962, que “abundan aún falsas doctrinas y opiniones” pero que “los hombres de hoy las rechazan espontáneamente”. Esta ya no era la voz del antiguo reino Católico Romano. Estas palabras estaban mucho más cerca de los acentos de la moderna democracia en su sugerencia de que la humanidad, a la larga, era incapaz de equivocarse y que acaba rechazando los errores.

 

>Los que prepararon esta doctrina para ser leída por Roncalli nunca le advirtieron de que llevaba al inevitable rechazo de la doctrina cristiana del pecado original como causa de los males de la humanidad y de la existencia de un principio moral personal de maldad, que los cristianos siempre llamaron Satanás o Demonio. Estas dos doctrinas fueron barridas por las palabras de Roncalli; cualquiera de sus antecesores le habría condenado por ello.

 

Pero si él no fue capaz de ver hacia donde llevaban sus enseñanzas, cientos de teólogos y obispos sí lo vieron. Durante los años sesenta y los setenta, tras la muerte de Roncalli, estos profundizaron sus conclusiones y abandonaron poco a poco la creencia en el pecado original, en el Demonio y en otras doctrinas fundamentales.

 

Pero Roncalli cambió de forma de pensar hacia el final. Ya en la primavera de 1963, cuando un carcinoma inoperable e incurable le iba matando lentamente, llegó a la conclusión de que todo había sido una gran equivocación, pero ya era demasiado tarde para detener lo que se había desencadenado. “,” dijo al cardenal Ottaviani unos días antes de su muerte, “mi muerte debe ser por la mano de Dios”.

 

Antes de su muerte el 3 de junio, comprendió que su concilio estaba en manos de aquellos que destruirían lo que él amaba. Lo que él esperaba nunca ocurrió; no hubo comunión del espíritu ni un nuevo Pentecostés ni un brillante momento de renovación. En lugar de esto, ocurrió algo diametralmente opuesto: una revolución dentro del gobierno y de los miembros de la Iglesia, liderada por su sucesor, Pablo VI, Giovanni Battista Montini, a quien Roncalli puso el primero como candidato a Papa pero a quien Roncalli rechazó hacia el final, por la identificación de Montini con la odiada revolución interna.

 

Por primera vez en su larga Historia, la Iglesia Católica Romana, bajo Pablo VI, decidió, sin el acuerdo de la mayoría de sus obispos en el concilio, cambiar la forma en que se enseñaba acerca de sí misma, cómo se debía adorar, cómo entrenar a los sacerdotes y escolares y cómo presentarse a sí mismos ante el mundo.

 

Pablo VI y sus seguidores reemplazaron la idea de la Iglesia como reino por la idea de institución destinada a servir no al “reino de Dios”, sino al “pueblo de Dios”, entendiendo por “pueblo” exactamente lo mismo que se describe en las Constituciones de las naciones democráticas: que el pueblo es la fuente de toda soberanía, orden y poder, con igualdad de derechos para todos, sin privilegios. Pablo VI intentaba continuar la solución propuesta, al principio, por Roncalli, tal y como él la entendía.

 

Pablo fue lo suficientemente lejos como para dejar establecido que el Papa, para ser verdaderamente Papa, debe ser reconocido como tal por toda la raza humana. Un siglo atrás, un filósofo francés llamado Lamennais fue condenado como hereje por decir exactamente lo mismo. Todos los predecesores de Pablo VI, incluido Juan XXIII, también le habrían condenado sin dudar.

 

El nuevo punto de vista de Pablo significaba el reconocimiento de la autonomía de la persona como individuo y, por lo tanto, que ésta podía acomodar sus propios puntos de vista, de acuerdo con su propia voluntad. Esto significaba que cada uno tenía el derecho a equivocarse. Esto suponía que la Iglesia Católica ya no era “la única Iglesia verdadera de Cristo”. Incluía el concepto de pluralismo religioso y la supresión de estar obligado a la “labor misionera”. Suponía establecer la libertad del pueblo de decidir en qué creer y en qué no creer. La Iglesia quedaba así para vigilar o administrar las necesidades sociales o físicas.

 

Pablo, yendo más lejos, consintió en abandonar la antigua creencia de la Iglesia que establecía que la Misa era un sacrificio. La Misa era, como propuso en un documento oficial, una comida sagrada en memoria de lo efectuado por Jesús, presidida por un sacerdote; solamente el poder de los cardenales Ottaviani y Bacci salvaron a Pablo de ser acusado formalmente de herejía.

 

Aún más, a pesar de esta confusión, Pablo pensó que podría mantener a toda la Iglesia unida. Fue casi totalmente humillado por otros miembros, acerca de todos sus logros. Él comenzó basándose en la intuición de Roncalli de aquella tensión que afectaba a su mundo, pero pensando que él sabía cómo marchar a través de ello con seguridad. Fue un error de apreciación. Nada en su pasado le había preparado para la tarea.

 

Su propia vida había transcurrido siempre dentro de un denso espacio social en los escenarios de la diplomacia Vaticana y los poderes políticos. No conocía otros. Pero la participación del Vaticano en estos escenarios, acercaba un eclipse fatal a su actuación. Su simpatía por las causas del Tercer Mundo hizo sospechar a las democracias Occidentales.

 

Dio soporte moral a los terroristas españoles y a los partidos del ala izquierda de América Latina. Permitió que su oficina y él mismo fueran utilizados por el gobierno comunista de Vietnam del Norte para hacer posible la ofensiva Tet de 1968. Favoreció a la Cuba de Castro y dio libertad a los obispos Marxistas y sus sacerdotes y monjas en las Iglesias de las Américas, de Europa y de África. Pero no emitió ni una sílaba para protestar por la crucifixión de los Católicos Lituanos por los gobiernos Soviéticos, la persecución de todos los creyentes en Hungría, Rumanía y Checoslovaquia, los prisioneros torturados por el gobierno de Castro en Cuba; hizo tan poco como acerca de la planeada destrucción de la fe que le eligió para su protección y su expansión.

 

Los confidentes de Pablo, tales como los franceses Jean Danielou, Jean Guitton y Jacques Maritain, así como sus contactos en el exterior como Nikodim en la U.R.S.S. y los anglicanos de Canterbury, no pudieron explicar la tensión en el mundo de Pablo ni ofrecer una alternativa aceptable para la conducta actual de la Iglesia, que no fuera la de secundar lo que pensaron que era el “movimiento popular”. En contra de esta apariencia “democrática”, Pablo empezó a caer de nuevo en un poder que podría denominarse “imperialista”, para encontrar que él ya no era detentador de ese poder.

 

Las limitaciones personales de Pablo empezaron a repercutir en él. Fue el primer Papa que recorrió la tierra: Asia, África, Oriente Medio y ambas Américas. Pero en su fuero interno él era, antes que nada, romano y después italiano. Nunca fue nada más que un europeo. La crisis que tuvo que enfrentar: comunismo, contracepción, aborto, las revueltas teológicas en Alemania y en las Américas, las disputas de Oriente Medio, todo exigía una acción decidida. Pero Pablo no era capaz de enfrentar estas decisiones puntuales. Siempre esperó que los acontecimientos se normalizaran por sí solos.

 

Elegido como Papa para gobernar universalmente, nunca pudo abandonar su postura particularista. Surgido como Papa con una mentalidad de reinado (como tradicionalmente lo fueron todos los papas), tomó por sí mismo la actitud mental del “pueblo”. Pero cuando se tuvo que enfrentar a los choques que le presentó el nuevo mundo (por otra parte desconocido para él) al que quedó expuesto, sus iniciativas fueron reduciéndose hasta desaparecer; en su situación de pánico, cayó en una ambigüedad y en unos errores que preocuparon a sus amigos y que favoreció a sus enemigos. Le llamaron “Hamlet”. Una vez tras otra, prohibía algo para permitirla después y añadir restricciones y contradictorias instrucciones u órdenes. La contracepción es uno de estos ejemplos. Pablo heredó de Juan XXIII una comisión que estaba dedicada a estudiar el problema de la contracepción, junto con otras cuestiones morales. Juan XXIII había escogido personalmente a los componentes de la comisión, tanto hombres como mujeres. Pablo conocía sus puntos de vista. Cuando sus conclusiones no le convencieron, las rechazó y publicó puntos de vista contrarios en su ahora famosa carta “Sobre la vida humana”. Cuando una galaxia de profesores de seminarios, obispos, sacerdotes y laicos rechazaron públicamente dicha carta, él no hizo absolutamente nada al respecto. Tanto los que se presentaban a favor como en contra de la contracepción se manifestaron contra Pablo, que se limitó a intentar calmar a ambas facciones.

 

Nada de lo que intentó pudo frenar la ola de desencanto hacia él, porque ¿no había prometido una “Iglesia del pueblo” donde todos tendrían la misma voz?. Mujeres que querían ser sacerdotes, sacerdotes que querían casarse, obispos que deseaban ser “papas” regionales, teólogos que exigían máxima autoridad en sus enseñanzas, protestantes que querían igualdad e identidad, homosexuales y gente divorciada que pedían ser admitidos en sus propios términos, sacerdotes, obispos, monjas y laicos que proclamaban su apoyo a la destrucción del orden social en el que vivían Pablo y todos los católicos, así como los católicos con mente tradicionalista que amargamente le reprochaban ser el Anticristo. Fue una época cruel. Era el nuevo “pueblo” intentando deshacer el viejo reino y Pablo no tenía defensa ante ellos. Solamente fue reaccionando con lágrimas.

 

Puesto que no fue capaz de hacer nada, el “pueblo” se dedicó a intentar cambiar la Iglesia. Distintas y variadas creencias y prácticas surgieron para rechazar a Pablo o para inhabilitarle como Papa y como autoridad papal. Así que, como Pablo entregó la autoridad para enseñar y el poder que tradicionalmente residía en el Papa y el Vaticano, la unidad y el centralismo de la Iglesia estuvieron en peligro.

 

Cuando Pablo VI se acercaba a la muerte y los electores empezaron a sopesar quién sería su sucesor, sus reflexiones se volvieron tristes hacia los que estaban a su alrededor. El poder del Vaticano que tantas veces se había vendido, comprado o utilizado, que siempre fue el condicionante de la acción y la vitalidad del antiguo Vaticano, ahora se había desvanecido, justamente cuando la cara del peligro real aparecía clara y definida.

 

Pablo reconoció en sus últimos dos años que algo inimaginablemente ominoso se había ido moviendo inexorablemente hacia ellos, que ya estaba entre ellos y que nada tenía que ver con el Espíritu Santo. “El humo de Satanás ha entrado en la Iglesia y ya rodea el altar”, señaló sombríamente y sin esperanza. Hacia 1978 y en las últimas semanas de su vida, Pablo supo que la vibrante tensión de su mundo había crecido hasta convertirse en un clamor ruidoso y que alrededor de él crecía el fuego que ardía en la vieja madera y las cenizas de siglos de antiguo reinado. Aquel reino, como lo conocieron Gregorio el Grande, León III, Clemente VII, Pío IX y Pío XII, estaba desapareciendo, posiblemente para siempre. Quizá ya estaba muerto; pero Pablo, como Roncalli antes de él, habían cavado su tumba. Ahora ya no quedaba nadie para dirigir al “pueblo”.

 

Era demasiado tarde para Pablo para comenzar todo de nuevo. Él no había sido más grande que ninguno de los niños de su problemática época. Como ellos, había contribuido a la decadencia de su civilización permitiendo la atomización de su Iglesia por las mismas fuerzas que estrangularon el arte, la literatura y la fe de esta civilización. Él fue meramente un niño más, un pigmeo entre pigmeos. Nada más.

 

Es más, no era demasiado tarde para él para rezar y reconocer que, puesto que no había sido ni muy bueno ni muy valiente, el mundo no necesitaba matarle para deshacerse de él, como este mundo había hecho en otras ocasiones con los grandes hombres. En su caso no había prisa. Ahora, de nuevo, en los momentos cruciales entre 1965 y 1978, los años de liquidación profunda de la autoridad romana y de la tradición católica, justo cuando Pablo parecía estar a punto de reaccionar, de reafirmarse en su autoridad, de reparar el daño provocado ante sus ojos y por medio de su firma, se le podía visitar y hablar con él. Tras las visitas, sus colaboradores personales le encontraban desvalido, triste. No podía actuar y solamente podía hablar vagamente sobre los dos males que conocía.

 

Pero, a veces, cuando Pablo impartía su bendición desde el balcón de su estudio, a las multitudes que le observaban desde abajo en la Plaza de San Pedro, las lentes de los teleobjetivos captaban la mirada de la mente imperial que posteriormente se supo que era letal. Pablo predicó al “pueblo”, pero nunca abandonó su posición en el reino. Temía por su propia fe, por sus actos que creía que tarde o temprano habría de relatar a Cristo cuando muriera. En los últimos días de su vida, aquellos que pasaban junto a su dormitorio podían escucharle repetir sin cesar: “Credo in unam sanctam catholicam ecclesiam … credo in unam … (Creo en una y santa Iglesia Católica … creo en una …)”, una y otra vez, susurrando.

 

Cuando se anunció su muerte el 6 de agosto de 1978, dejó detrás una Iglesia desorientada y despedazada. Las fuerzas del reino habían sido destruidas en casi todas partes y estaban asediadas en sus últimos bastiones. Las fuerzas del “pueblo” estaban atacando en todos los frentes y ganaban terreno cada día. La ferocidad entre las fuerzas contendientes de la Iglesia posterior a Pablo pueden medirse por el cortísimo pontificado del inmediato sucesor de Pablo, Albino Luciani, que fue Papa bajo el nombre de Juan Pablo I.

 

Los escasos 34 días que fue papa, Juan Pablo I dejó muy clara su intención de acabar con la situación “popular”, especialmente en los terrenos en que más daño estaba causando. Intentó reponer la misa latina tradicional y la teología ortodoxa. Se propuso dejar muy claro a los cristianos no católicos que grandes diferencias les separaban de su Iglesia. En cuanto a temas como el divorcio, el aborto, la contracepción, el celibato de los sacerdotes, el sacerdocio femenino, las actividades de las monjas, el activismo político de los cardenales, obispos y sacerdotes, intentó poner los medios para devolver la Iglesia a las reglas y conducta tradicionales. Sobre todas estas cosas, Juan Pablo I fijó su impronta en los complejos entresijos del Vaticano en sus conexiones con el mundo de las finanzas y del comercio. Allí, como bien sabía, residía una debilidad importantísima de su Iglesia.

 

Pero Juan Pablo I no tuvo el tiempo que necesitaba para estos cambios. Sus enemigos se dividieron en dos facciones enfrentadas: aquellos que tenían interés en desmantelar la autoridad romana y los que cuyas vidas y fortunas estaban unidas a intereses materiales del Vaticano. Ambas facciones encontraron inaceptable la intención de Juan Pablo I. “Están empezando a matarse entre ellos”, comentó la noche de antes del 3 de septiembre de 1978. Se refería a los asesinatos de las Brigadas Rojas. Ninguna de las facciones quedó decepcionada  cuando se le encontró muerto en su cama el 24 de septiembre a las 5:30 de la madrugada.

 

El cónclave para elegir sucesor se inició el 14 de octubre y, el 22 de ese mes, se eligió como nuevo papa a Karol Wojtyla, cardenal arzobispo de Cracovia (Polonia), de 58 años de edad, que tomó el nombre de Juan Pablo II. Cuando Karol apareció en el balcón de San Pedro tras su elección, un monseñor polaco aclaró a sus compañeros: “Su propio nombre (Wojt) significa administrador, ya sabéis”. Para los partidarios de la Iglesia “popular”, Juan Pablo II dejó claras sus intenciones de que se haría cargo de todo.

 

Este veterano de las guerras comunistas y de la opresión nazi heredaba una Iglesia en ruinas, empujada hacia el abismo por la negligencia de Pablo VI; una Iglesia con seminarios despoblados, obispos politizados, monjas con minifalda y labios pintados, gente laica enloquecida, además de un Vaticano con “topos” comunistas, magos financieros entre los clérigos, diplomáticos de carrera, prelados Marxistas, exorcistas, burócratas hostiles, algunas buenas personas silenciosas y un núcleo duro del 37 % de clérigos y laicos suspirando por el tipo de Iglesia que estableció Pablo VI.

 

Es demasiado tarde para la Iglesia de Juan Pablo II. Desde el comienzo de su papado, se dedicó a ver y escuchar. Viajó a Méjico, Polonia, América Latina, EE.UU., Francia, Alemania, Inglaterra y Filipinas. Escuchó la misma Historia por todas partes. Él mismo llegó a la misma conclusión. Es tarde. Tarde para controlar a los obispos. Tarde para controlar a los teólogos. Tarde para intentar una unidad con los Protestantes. Tarde para una solución “democrática” en América Latina con sus cientos de millones de empobrecidos católicos. Tarde, sobre todo, para conseguir alguna credibilidad. La Iglesia Católica Romana en su organización, sus finanzas, sus alineamientos políticos; todo ello presenta una Iglesia muy diferente de la que fundó Jesús, aquel hombre pobre de Galilea, aquel salvador que estaba por encima de toda política y toda tendencia. La población del mundo occidental y las Américas ya ha perdido la fe en la organización como signo de salvación de la opresión. Y no hay esperanza razonable de poder conseguir un acercamiento a las poblaciones de India, China, Japón y el Medio Oriente.

 

Nadie comprende mejor que Karol el peligro inherente a la política de Roncalli y Montini. Pero estas conductas han acercado la Iglesia a una encrucijada histórica. Para bien o para mal, el reino ha perdido su trono y el “pueblo” se ha desmenuzado en facciones cada vez más pequeñas, incrementando el caos. Y Juan Pablo II tiene ahora ante sí el gran problema de qué hacer al respecto. 

  

      


Toda la documentación utilizada en esta página está basada en la obra "The decline and fall of the roman church" (1981) del escritor y sacerdote Malachi Martin, en la traducción al castellano de Ignacio Solves.