Declive y caída (1)


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Continuando… continuando…  

Siguiendo a la penosa muerte de Clemente VII (y precipitada por su triple fallo o error) la furiosa lluvia de la Reforma se precipitó por todo el Oeste europeo, en forma de torrentes que eran a menudo de sangre. Todo cambió. La unidad cristiana bajo la dirección espiritual de la Iglesia y del Papa fue arrastrada por esta lluvia como si fuera paja seca. Lutero, a quien León X despreció como a carroña maloliente y Clemente VII ignoró como algo sin importancia, fue el ganador final. Toda la preocupación de León por su gloria familiar y su preponderancia, así como las maniobras de Clemente para obtener supremacía política, quedaron a un lado. Ninguno de ellos se tomó el tiempo ni tuvo el interés de comprender qué estaba pasando. 

La unidad cristiana, el antiguo patrimonio de Roma y sus papas, se rompió. Y los papas en ese periodo crucial estuvieron muy ocupados en cualquier cosa menos en el peligro de desaparición de 1.500 años de hegemonía. Antes de transcurridos 120 años desde la muerte de Clemente, los gobernantes de Europa decidieron definitivamente ir cada uno por su lado y ya nunca permitieron que el factor de unidad religiosa bajo la autoridad de Roma fuera decisivo para las políticas nacional ni internacional. Nunca ha vuelto a ser como fue. 

Esta debacle del poder de Roma pasó por dos largas etapas marcadas por guerras sangrientas, traiciones, curiosas alianzas, avaricia y ambición personal, hasta la ruptura total en el Tratado de Westfalia de 1648. Lutero probablemente comenzó su actividad argumentando cosas tan elevadas como “la Gracia” y la “justificación solamente por la Fe”. Pero los nobles ingleses, alemanes, daneses y franceses, los mercaderes y burgueses que se unieron en esta lucha “espiritual” contra Roma y sus aliados, en realidad luchaban por conseguir libertad del control espiritual que la religión de Roma ejercía últimamente sobre sus vidas y, una vez que se enriquecieron a costa de Roma, ninguna doctrina les iba a hacer devolver aquellas riquezas y las libertades obtenidas. 

La primera serie de guerras entre católicos y protestantes finalizó con la provisional Paz de Ausburgo en 1555. Fue un verdadero ataque a los nervios de Roma, puesto que estableció las bases legales para la existencia del Protestantismo. Los más importantes enemigos de Roma, los fuera de la ley, ahora eran respetables y protegidos. Los Protestantes no solamente tenían derecho a establecer iglesias en las tierras que antes habían pasado por las armas y la sangre, sino que la religión de cada región o territorio en particular sería la que impusiera su gobernante y sus habitantes. El viejo principio de la supremacía única del Catolicismo Romano había desaparecido. 

Tan ominosa como la anterior fue otra decisión de las tomadas en Ausburgo: ningún miembro signatario de la paz hará nunca la guerra a otro de los miembros por motivos religiosos. La Religión (es decir, la causa Católica) se apartaba como causa legal o justificación para una guerra. Quizá fue demasiado para los romanos el que Roma no podía ya provocar guerras religiosas. 

El tratado de Westfalia de 1648 completó el proceso. A los Católicos y a los Protestantes se les dieron los mismos derechos. Se reafirmó que ya no se podrían iniciar guerras por motivos religiosos. La soberanía y la independencia de los estados de Europa se declararon inviolables. Ninguno de ellos estaba ya obligado o sometido a ninguna autoridad religiosa romana ni de cualquier otro signo. La vieja idea de la República Cristiana Europea, la base de la Cristiandad, con el Sagrado Emperador Romano (coronado por Roma) y el Papa Romano, como cabezas supremas de los poderes temporal y espiritual, se abandonó para siempre a favor de una comunidad de naciones independientes con idéntico status en cuanto a religión y gobierno. La Roma de la supremacía imperial y del dominio político internacional, acababa de pasar a la historia. 

Para finales del siglo XVII ya había una docena de nuevas Iglesias Cristianas con diferencias muy señaladas entre ellas … y el proceso centrífugo solo acababa de empezar. Continuó de forma exponencial hasta la era Victoriana, en que existían ya unas cien denominaciones de distintas Iglesias Cristianas, teniendo en cuenta que algunas negaban la creencia en Cristo y que muchas de ellas desaparecieron en el tiempo. 

Los efectos de este tremendo “schock” de la Reforma, permeó todas las áreas de la vida. Sin la presión religiosa, las ciencias naturales florecieron cambiando totalmente la forma en que los humanos miraban al mundo y a sí mismos. Como John Donne, el Deán Anglicano de la Catedral de San Pablo escribió en el Londres del siglo XVII acerca de la cosmología de Copérnico: 

“La nueva filosofía lleva a todos a la duda.

El elemento del fuego está casi olvidado.

El sol se ha perdido así como la tierraY nadie nos dice hacia dónde podemos buscarlos.” 

La Iglesia de Roma no murió por aquel entonces. Se retorció, pero no se rompió. Sus raíces tenían 1.500 años de antigüedad; pero desde los años de Clemente VII y Lutero ha vivido 400 años de declive y caída. Pasando las vicisitudes del exilio, las guerras, la bancarrota y persecuciones, los papas han seguido adelante hasta los años ochenta del siglo XX, presentando los más inequívocos signos de irreversible decadencia de la Iglesia que el emperador Constantino hizo posible. Durante esos 400 años, en tres ocasiones pareció como si fuerzas externas ayudaran a levantar esta Iglesia. Nunca se consiguió. 

Los eclesiásticos a cargo de la estructura de Roma ni por un instante reflejaron que supieran apreciar la lección que les brindaba la historia: cuando los hombres de la Iglesia pretendieron fomentar y propagar la fe católica por medio del uso de dinero, política o prestigio mundial, siempre se provocó un deterioro de la propia Iglesia. Nadie retrocedió o invirtió aquella sencilla pero compleja decisión del Papa Silvestre I de aceptar el poder temporal y la influencia que el emperador Constantino le ofreció. Habría hecho falta un Papa que fuera a la vez un santo y un genio, pues la creencia en su fe y su confianza en Dios tendrían que haber sido enormes. Nunca llegó ese papa. Ahora, hacia finales del siglo XX, la Iglesia de Roma continúa su camino de caída y muerte por lo que un anciano Papa y un anciano emperador decidieron, frente al mensaje que el Hombre de Galilea vino a comunicar. 

En la ciudad de Valence (Francia) hay un edificio, propiedad del gobierno, de tres alturas. El tejado está intacto pero sus chimeneas se han derrumbado, los hogares están bloqueados, las tuberías atascadas y los conductos de entrada de agua y desagües están rotos. La mayoría de las habitaciones no tienen puertas; las ventanas están casi todas arruinadas. El suelo de la planta baja está destrozado. En las plantas de arriba, el papel pintado está descolgado y deshecho. Desde que fue construida, la casa ha sido sucesivamente una residencia familiar, un orfanato, un cuartel militar, una posada, un almacén de grano, un arsenal militar y ahora está ahora totalmente abandonada, llena de los ecos que normalmente llenan los edificios que han estado muy frecuentados por gente que les daba calor humano. 

Es julio de 1799. Desde ahora hasta el final de agosto, este edificio será la prisión y lugar de la muerte de un hombre descrito oficialmente en los documentos franceses como “Ciudadano Papa” y a quien se dirigían sus carceleros y vigilantes como “ciudadano”. 

El Ciudadano Papa, Pío VI de 82 años de edad, nacido Giannangelo Braschi, sufre parálisis parcial, disentería (por tercera vez) y flebitis; está sujeto a frecuentes comas y convulsiones. Durante los últimos 23 años ha sido el Papa de Roma, donde perdió su lucha por mantener el poder espiritual y temporal del papado. Fue expulsado de Roma bajo arresto armado por el gobierno de Francia el 20 de febrero de 1798, permitiéndole traer dos asistentes y un doctor con él, pero ni comida ni dinero ni otras ropas que las puestas. 

Pasó un año y cinco meses siendo trasladado de lugar en lugar por Italia: Monterosi, Viterbo, Bolsena, Siena, Florencia, Certosa, Parma y Bolonia. Aquí, en Bolonia, el 10 de abril de 1799, diez minutos después de su llegada, se le ordena partir en dos horas hacia Francia. Repentinamente sufrió una convulsión en todo su cuerpo, quedando posteriormente paralizado y frío como el hielo. “El Ciudadano Papa está muriendo”, fue el escueto despacho enviado a París. Pero no falleció. El 30 de mayo de este 1799, le subieron a un carro y le llevaron, atravesando los Alpes, por un nevado Mont-Genèvres y bajando por la ladera de Briançon, Francia, hasta Grenoble, para llegar hasta la casa que citamos, en Valence, una tarde del día de la Bastilla, 14 de julio. Fallecerá a la 1:20 de la madrugada del 29 de agosto. Hasta entonces, el vivirá rememorando recuerdos y fallos, esperando la muerte. 

El “Ciudadano Papa” realmente ya estaba agonizando cuando le instalaron en la casa de Valence. Su constitución de hierro estaba ya rota. No necesitaba comer casi nada y pasó la mayoría de los días y las noches en silencio y con temblores convulsivos. Todavía llevaba sus ropas blancas y su Anillo del Pescador. El general suizo Haller intentó quitárselo cuando abandonaba Italia, pero solamente obtuvo otro de los anillos personales de Pío. “No me pertenece, ciudadano, sino a mi sucesor” , le dijo Pío al general. Una semana después de su llegada a Valence, un sábado, un oficial francés entra en su habitación, hace sonar sus tacones en un saludo militar, se agacha y le dice en su oído derecho: “¡Ciudadano Papa, por orden del gobierno, serás trasladado a Dijon esta noche! ¡Prepárate!”. Pero lo dejaron en paz. Un doctor del gobierno le examinó y escribió en su informe: “En unos días os libraréis de estos despojos humanos. ¡Viva la República!”. 

Pero aún no muere. Permanece vivo, moviendo su cabeza de un lado a otro, tocando siempre su anillo papal para asegurarse de que continúa allí. Alguien dijo: “En realidad él no sabe si está vivo o si ya ha muerto”. Pero Pío no ha visto aún a Jesús en su cruz y esto, lo sabe, es el único signo seguro que tiene un Papa para comprender que su muerte está cercana. Durante otros diez días, hasta el 3 de agosto, habla utilizando frases cortas: “derechos fundamentales… privilegios de Pedro… hay que ir hacia ellos… creed en él…” y algunas palabras sueltas: “escuela… Austria… Nápoles… peligro… rezos… Portugal… Rusia… Ricci…Napoleón … Misa… Carlomagno…”. A veces, en momentos de extrema quietud, sus ojos se abren desmesuradamente y por sus mejillas ruedan gruesas lágrimas. Pero lo que más repite el Papa Pío es: ”sin nuestro poder en nuestra casa”. Cuando pronuncia esta frase se nota su sufrimiento. 

Es el fuego de su propia sartén: no hay signos de arrepentimiento. Entre 1776 (fue hecho Papa en 1775) y 1798, lo perdió todo. Como propiedades, las naciones y los poderes de las naciones cristianas de Nápoles, Austria, España, Portugal, Holanda, Bélgica, Hungría, Italia y Polonia. Como poder perdido, en algunos casos como Nápoles, los tributos feudales; por todas partes la posesión directa y privilegiada de vastas propiedades y el exclusivo derecho de ordenar (o deponer o cambiar) obispos, arzobispos, sacerdotes, escuelas, universidades, seminarios y prensa escrita. Todos los gobiernos condenaron en pública protesta lo que hizo el Papa Pío en 1794. Se convirtió en un paria internacional. Algo había estado corroyendo las paredes, los techos y las divisorias del edificio papal, bajo las alfombras, tras el papel pintado, en los estucos. Repentinamente la casa del papado se derrumbó. 

Todo comenzó realmente en Nápoles, como lo recuerda el Ciudadano Papa, a pesar de que en 1775 el apóstata Andreas Zamoisky había intentado abolir toda la jurisdicción papal en Polonia. Este peligro se evitó, pero Polonia fue tragada por Rusia y, por lo tanto, se perdió para el papado. Por aquel entonces, el rey de Nápoles se negó a pagar el tributo anual de 7.000 ducados a la Santa Sede (Pío condenaría este hecho en un solemne documento, pero demasiado tarde: en junio del 1795). No sólo eso. El gobierno de Nápoles se adjudicó todo el poder eclesiástico: disolvió 68 monasterios en Sicilia y dos tercios de los existentes en Nápoles, eligiendo obispos y sacerdotes, decidía lo que se debía enseñar en escuelas y seminarios, así como lo que los predicadores debían enseñar desde los púlpitos, además de negar la primacía del sucesor Nº 251 de Pedro y toda su jurisdicción. Para 1788, se produce el colapso total del poder papal.

En Portugal ocurría otro tanto: toda la jurisdicción sobre obispos, sacerdotes, cardenales, seminarios y escuelas, se retiró del Papa romano. Hacia 1792 lo mismo se producía en Francia, Italia, Austria, los Países Bajos y por todas partes. En todo lo ancho y largo de Europa desaparecía la jurisdicción papal. “Iglesias Nacionales” era el grito que más se escuchaba... Las fiebres diurnas y las pesadillas nocturnas de Pío van cada vez más en aumento. Así hasta el colapso total... solamente cuando toca su Anillo del Pescador comprende que él es el Papa todavía, el sucesor de Pedro. 

Hacia el 2 de agosto, se encuentra sentado en su cama, tomando un pequeño almuerzo, hablando. “Nosotros vimos sus frases escritas a mano en las paredes”, le dice a un visitante, el Cardenal Bathhyany, primado de Hungría, quien trae cosas para cubrir las necesidades básicas de Pío. “Si el Emperador José no lo hubiera hecho, nada de esto habría pasado”. El verdadero villano era el Emperador José II de Austria (“el Emperador Sacristán”, como se le llamaba por sus continuos intentos de intervenir en asuntos de la Iglesia). Pío recuerda con amargura. El plan maestro de José era simple pero devastador: crear un gobierno eclesiástico, centralizado, para todo el Imperio (Austria, Hungría, los Países Bajos, Lombardía); eliminar de una vez por todas las diferencias entre protestantes y católicos; nombrar obispos únicos y darles poder para disolver matrimonios; organizar la enseñanza para todas las escuelas, seminarios y universidades, con un plan de instrucción que no incluyera la religión como asignatura; nombrar todos los puestos eclesiásticos, desde monaguillos hasta cardenales; crear, en definitiva, una cabeza espiritual suprema, única, para todas las religiones, un Papa para el Imperio Austríaco. “Lo veíamos venir”, repite Pío. 

Fue la última gota, cuando el Emperador José declaraba en diciembre de 1781: “La religión Católica solamente se medirá por las necesidades de nuestro estado soberano, por lo tanto el Papa de Roma mantendrá ese título solamente en lo que concierne a su deber de Guardián de los principios de la fe; el Estado tendrá ese título, para la Iglesia, en cuanto a todo lo que no sea divino sino invención humana y en lo referente a ella como institución”. 

”, repite Pío a Bathhyany, “se veía venir”. Pío se sentía culpable de lo que hizo en la causa del Emperador. En 1781 él fue a Viena, él mismo, el Sucesor de Pedro, el Vicario de Cristo. Con un coste de 80.000 táleros del tesoro vaticano, sin ser acompañado por ninguno de sus cardenales, fue a hablar con el Emperador, estuvo hablando con él durante un mes, fue aclamado por cientos de miles, hizo concesión tras concesión a José, preparó banquetes, dio audiencias, rezó, dio su bendición, creó nuevos cardenales a petición del Emperador, quitó importancia a los panfletos que hablaban de sus abusos de poder, escritos por aquel frívolo Francmasón Blumauer y aquel cáustico Protestante Sonnenfels (publicados gracias a los permisos de José, en lo que éste llamaba “libertad de expresión”), regresando exhausto a Roma solamente para encontrar que las cosas se habían vuelto peor. “Tiene montañas de remordimientos y penas. Se está matando a sí mismo lentamente”, susurra Bathhyany a Spina, el fiel sirviente del papa. 

La muerte lenta continuaba avanzando. Cuando parecía recuperarse algo, el impacto de ser consciente de su situación le oprimía. ¿Dónde se había equivocado? ¿Qué había hecho mal? Para 1783 la mano del Emperador estaba sobre prácticamente todo: ordenaba qué oraciones debían decirse en las misas, abolió el latín a favor de las lenguas vernáculas, hizo del matrimonio un contrato civil, suprimió las 413 casas religiosas y las 116 sociedades religiosas de Austria, fusionando todas en una organización pía “para la práctica del amor de cada vecino con respecto a los pobres desamparados” era como definió José su programa. 

Fuimos tan lejos como pudimos con él”, Spina escucha repetir a Pío cuando piensa que está solo. Cuando el Emperador José II llegó a Roma en 1784, Pío incluso dio al primer duque de José el poder de nombrar obispos y los cabezas de todas las instituciones “siempre que nuestros derechos fundamentales se mantengan intactos”, puntualizó Pío a José. Este había sonreído condescendientemente. Pío recuerda aquella sonrisa y ahora comprende. “Il sorriso imperiale” se convirtió en una de las frases más repetidas en sus últimos días sobre la tierra. Los dos sucesores del Emperador José II, Leopoldo (1790) y Francisco (1797) llevaban la misma sonrisa irónica e hicieron exactamente lo mismo que José. Leopoldo destruyó todos los altares privados, como una buena medida, clausuró todas las capillas privadas y destruyó todas las reliquias de los Santos y todas las estatuas de Nuestra Señora. 

En la tarde del 10 de agosto, estando sentado en el jardín de la casa de Valence, el Ciudadano Papa es avisado de que un emisario de Napoleón Bonaparte, gobernante de Francia, llegará en una hora. El día anterior, el Papa había enviado un mensaje a Inglaterra pidiendo ayuda. “Santidad”, le dice el fiel Spina, “no podemos confiar en nada de lo que nos digan los franceses. Recordad Tolentino”. El Papa solloza y sus ojos se llenan de lágrimas. Lo recuerda bien. 

Primeramente, Francia, “la hija más anciana de la Iglesia”, como solía nombrarla, abolió toda religión, decapitó a su rey, entronizó a la Razón como la máxima deidad, masacró unos 17.000 sacerdotes y unas 30.000 monjas, así como a 47 obispos, abolió todos los seminarios, escuelas y órdenes religiosas, quemó iglesias y bibliotecas eclesiásticas, para, a continuación, enviar al corso Bonaparte a “liberar Italia y Roma”. “Si lo deseáis”, escribió el gobernador de París al corso Bonaparte, “destruid Roma y todo lo perteneciente al papado”. “Somos amigos de los descendientes de Bruto y los Escipiones … nuestra intención es restituir el Capitolio y liberar al pueblo romano de su larga esclavitud”, así lo declaró Bonaparte en mayo de 1796, justo antes de tomar Roma. 

Después la captura y la humillación de la Paz de Tolentino entre el papado y el Corso: la entrega de 46.000 escudos en tres pagos (Pío fundió todos los adornos de oro y plata necesarios), de 100 objetos de arte 500 manuscritos únicos de la biblioteca del Vaticano, la apertura de todos los puertos papales a la flota francesa, la renuncia del Papa de todas las posesiones papales en Francia, Nápoles, Italia y Sicilia. “Nos hicieron sus prisioneros, Spina”, susurra Pío, ”Tratado de paz ¡Bah!”. El Vaticano y el Quirinal fueron ocupados por las tropas francesas. Depusieron a Pío y crearon la República de Roma. Pío recordaba sus propias palabras: “Oh, sí; estamos vivos. Pero eso es todo lo que nos queda”. 

¡Ciudadano Papa!”, los tonos agudos e irrespetuosos del emisario de París agredieron los oídos papales. “Si, ciudadano. ¿Qué deseas?”. El emisario expone que el General Bonaparte está preocupado por las informaciones que le llegan de que el Papa prisionero está negociando con los enemigos de Francia. La expresión de Pío no se inmuta. No en vano ha pasado más de 50 años en cometidos diplomáticos. Levanta su mano displicentemente para decir: “Reportes, informaciones, rumores; todo falso”. 

El emisario continúa: además, el ciudadano Papa está atrasado en los pagos de su deuda. Pío, aún en su debilidad, fija en su interlocutor una despreciativa mirada de disgusto. ¿Cuándo tendrán suficiente? Entre marzo y julio de 1793, los franceses se llevaron de Roma oro, plata y piedras preciosas por un valor aproximado de 15.000 escudos (incluyendo 386 diamantes, 338 esmeraldas, 692 rubíes, 203 zafiros provenientes de las tiaras de los papas Julio II, Pablo III, Clemente VIII y Urbano VIII), 2 millones de escudos del Santo Oficio y 260.000 escudos del Colegio Germano-Húngaro, así como 1.600 caballos. Un convoy de 500 vehículos tirados por caballos abandonó Roma hacia Francia cargados con obras de arte, muebles y armas; todo un botín. ¿Alguna vez tendrán suficiente? 

Spina interviene: “El ciudadano Papa hará efectiva su deuda el 30 de agosto, ciudadano”. El emisario francés se inclina para después añadir: ”Ciudadano Papa, abandonarás Valence para ir a París en septiembre”. Pío mira al francés. Spina oye reír al Papa por primera vez en unos quince meses. “Has guardado el buen vino hasta el final, ciudadano. Estoy listo para un largo viaje en septiembre”. Por un momento, el emisario francés se queda blanco. Algo en el tono del Papa le hiela la sangre. Se marcha de allí precipitadamente. 

Los siguientes diez días el ciudadano Papa se mantiene ocupado solamente con esperanza en sus convicciones. Sí, contesta a Spina, todavía tiene esperanza: sobre su liberación, la restauración de su poder papal total (temporal y espiritual, militar y político, económico e intelectual). Pero, curiosamente, no espera la ayuda de ningún poder ni nación tradicionalmente católicos. Solamente de la antipapista y protestante Inglaterra, de la antipapista y cismática Rusia, de la antipapista y luterana Prusia y de la luterana Suecia. “Los dados lanzados por la Historia hacen extraños aliados” había dicho una vez el Papa Alejandro VI. Nadie podía saberlo mejor que él. “Sobre todo, los ingleses, Spina” murmura el ciudadano Papa. “Los ingleses y su flota”. Pío siempre había amado Inglaterra. Residentes ingleses en Roma le visitaban con frecuencia: Lord Bristol, el director de arte Jenkins, el arqueólogo Gavin Hamilton, el escultor John Flaxman. 

No olvidéis”, recuerda Spina al papa, “a todos aquellos que apreciaban y visitaban a Su Santidad en Roma”. El ciudadano Papa los recuerda a todos; todos no católicos: el duque de Ost Gothland en octubre de 1776; el poderoso Friedrich de Hesse-Kassel y la duquesa de Kingston en 1777; el príncipe Heinrich de Reuss en 1779; Pablo, el gran duque ruso y su esposa, Sofía Dorotea de Brunswick, y Luis Felipe de Orleans en 1782; la duquesa María Amalia de Parma, hija de la emperatriz María Teresa de Austria en 1784; el duque de Cumberland y el duque de Gloucester en 1786; la anciana duquesa Amalia de Weimar en 1788; el duque de Sussex en 1791. Sí el ciudadano Papa reflexiona, nuestro poder está basado en las casas constitucionales que gobiernan en Europa y la mantienen unida. Sin ellos y sin nosotros, el caos se nos vendría a todos encima. 

Pero Todas las negociaciones del ciudadano Papa y sus esperanzas quedaron en el aire el 18 de agosto. El día anterior, un visitante se quedó hasta tarde. Era un enviado del Cardenal Antonelli, su antiguo secretario de estado. El mensaje de Antonelli era escueto y esperanzador, pero provocó una larga discusión con voces más altas de lo normal y protestas del papa. “El antiguo orden se desmorona y desaparece”, escribió Antonelli, ”Mejor sería renunciar al poder temporal. Luchemos solamente con armas espirituales. Muy pronto, solamente ellas (si todavía están en nuestro poder) serán suficientes para preservarnos”. Pero el Papa no tenía ninguna. Esa noche y todo el día siguiente estuvo vomitando continuamente. El 19 estaba mucho más enfermo, con convulsiones y temblores, vomitando sangre continuamente. Por la noche la fiebre subió mucho. 

El día 27, era notorio que el Papa fallecía definitivamente. Recibió los últimos sacramentos ese día; antes de descansar, le dice a Spina: “Perdono a Haller y a Cervani”. El general francés Cervani y el general suizo Haller, torturaron brutalmente a Pío en febrero de 1798, intentando obtener su renuncia al poder papal. Después, descansa en calma. El 28 de agosto, Spina se dirige al oficial francés a cargo de la vigilancia y le informa: “El ciudadano Papa está muriendo”. Durante todo el día 29, Pío se debate entre cortos períodos de consciencia y sueños plagados de horrores que sólo él puede conocer, para recuperar algo de consciencia. Hacia medianoche, las siete personas que lo rodean recitan el rosario. Pío tiene unas pocas palabras con Spina, terminando con; “Algo mucho más grande que la Iglesia o el Estado está sobre nosotros. Hemos estado ciegos ante ello”. El Papa duerme. Sobre la 1:15 de la madrugada se despierta gritando: “Dio! Non ci vedo!” (“Dios; no puedo ver”), pero Spina limpia cuidadosamente el sudor y el polvo de los ojos del ciudadano Papa. Sus ojos aparecen ahora luminosos, hacia una luz que solamente él puede ver. Le ponen el crucifijo en la mano derecha. Él se incorpora un poco e imparte la triple bendición papal. Sus ojos se cierran. Un suave temblor final. Deja de respirar a la 1:20 de esa madrugada. 

El oficial francés abandona la habitación del fallecido para escribir un corto despacho para el mensajero de París: “Esta mañana, a la 1:20, el ciudadano Papa ha fallecido. ¡Viva la República!”. A la mañana siguiente el mayor periódico de Valence incluye un artículo que dice: “La muerte de Pío VI pone un sello que cierra una época, para gloria de la filosofía y de los tiempos modernos”. Embalsaman su cuerpo (el corazón y las entrañas se ponen en una urna), encierran sus restos en un ataúd de plomo, dentro de uno de madera, y los depositan en una tierra sin consagrar en las afueras de Valence. Spina escribe al Cardenal Antonelli: “Si lo que Su Santidad dijo es cierto ¿qué nos queda? ¿qué es lo que está por encima de todos nosotros?”. El 17 de febrero de 1802, con permiso de Napoleón, el ataúd es desenterrado y llevado a Roma donde es enterrado con honor. La urna permanece aún en Valence (Francia).

 


Toda la documentación utilizada en esta página está basada en la obra "The decline and fall of the roman church" (1981) del escritor y sacerdote Malachi Martin, en la traducción al castellano de Ignacio Solves.