Continuando… continuando…
Siguiendo a la penosa muerte de Clemente VII (y precipitada por su
triple fallo o error) la furiosa lluvia de la Reforma se precipitó por
todo el Oeste europeo, en forma de torrentes que eran a menudo de
sangre. Todo cambió. La unidad cristiana bajo la dirección espiritual de
la Iglesia y del Papa fue arrastrada por esta lluvia como si fuera paja
seca. Lutero, a quien León X despreció como a carroña maloliente y
Clemente VII ignoró como algo sin importancia, fue el ganador final.
Toda la preocupación de León por su gloria familiar y su preponderancia,
así como las maniobras de Clemente para obtener supremacía política,
quedaron a un lado. Ninguno de ellos se tomó el tiempo ni tuvo el
interés de comprender qué estaba pasando.
La
unidad cristiana, el antiguo patrimonio de Roma y sus papas, se rompió.
Y los papas en ese periodo crucial estuvieron muy ocupados en cualquier
cosa menos en el peligro de desaparición de 1.500 años de hegemonía.
Antes de transcurridos 120 años desde la muerte de Clemente, los
gobernantes de Europa decidieron definitivamente ir cada uno por su lado
y ya nunca permitieron que el factor de unidad religiosa bajo la
autoridad de Roma fuera decisivo para las políticas nacional ni
internacional. Nunca ha vuelto a ser como fue.
Esta
debacle del poder de Roma pasó por dos largas etapas marcadas por
guerras sangrientas, traiciones, curiosas alianzas, avaricia y ambición
personal, hasta la ruptura total en el Tratado de Westfalia de 1648.
Lutero probablemente comenzó su actividad argumentando cosas tan
elevadas como “la Gracia” y la “justificación solamente por la Fe”. Pero
los nobles ingleses, alemanes, daneses y franceses, los mercaderes y
burgueses que se unieron en esta lucha “espiritual” contra Roma y sus
aliados, en realidad luchaban por conseguir libertad del control
espiritual que la religión de Roma ejercía últimamente sobre sus vidas
y, una vez que se enriquecieron a costa de Roma, ninguna doctrina les
iba a hacer devolver aquellas riquezas y las libertades obtenidas.
La
primera serie de guerras entre católicos y protestantes finalizó con la
provisional Paz de Ausburgo en 1555. Fue un verdadero ataque a los
nervios de Roma, puesto que estableció las bases legales para la
existencia del Protestantismo. Los más importantes enemigos de Roma, los
fuera de la ley, ahora eran respetables y protegidos. Los Protestantes
no solamente tenían derecho a establecer iglesias en las tierras que
antes habían pasado por las armas y la sangre, sino que la religión de
cada región o territorio en particular sería la que impusiera su
gobernante y sus habitantes. El viejo principio de la supremacía única
del Catolicismo Romano había desaparecido.
Tan
ominosa como la anterior fue otra decisión de las tomadas en Ausburgo:
ningún miembro signatario de la paz hará nunca la guerra a otro de los
miembros por motivos religiosos. La Religión (es decir, la causa
Católica) se apartaba como causa legal o justificación para una guerra.
Quizá fue demasiado para los romanos el que Roma no podía ya provocar
guerras religiosas.
El
tratado de Westfalia de 1648 completó el proceso. A los Católicos y a
los Protestantes se les dieron los mismos derechos. Se reafirmó que ya
no se podrían iniciar guerras por motivos religiosos. La soberanía y la
independencia de los estados de Europa se declararon inviolables.
Ninguno de ellos estaba ya obligado o sometido a ninguna autoridad
religiosa romana ni de cualquier otro signo. La vieja idea de la
República Cristiana Europea, la base de la Cristiandad, con el Sagrado
Emperador Romano (coronado por Roma) y el Papa Romano, como cabezas
supremas de los poderes temporal y espiritual, se abandonó para siempre
a favor de una comunidad de naciones independientes con idéntico status
en cuanto a religión y gobierno. La Roma de la supremacía imperial y del
dominio político internacional, acababa de pasar a la historia.
Para
finales del siglo XVII ya había una docena de nuevas Iglesias Cristianas
con diferencias muy señaladas entre ellas … y el proceso centrífugo solo
acababa de empezar. Continuó de forma exponencial hasta la era
Victoriana, en que existían ya unas cien denominaciones de distintas
Iglesias Cristianas, teniendo en cuenta que algunas negaban la creencia
en Cristo y que muchas de ellas desaparecieron en el tiempo.
Los
efectos de este tremendo “schock” de la Reforma, permeó todas las áreas
de la vida. Sin la presión religiosa, las ciencias naturales florecieron
cambiando totalmente la forma en que los humanos miraban al mundo y a sí
mismos. Como John Donne, el Deán Anglicano de la Catedral de San Pablo
escribió en el Londres del siglo XVII acerca de la cosmología de
Copérnico:
“La
nueva filosofía lleva a todos a la duda.
El
elemento del fuego está casi olvidado.
El
sol se ha perdido así como la tierraY nadie nos dice hacia dónde podemos
buscarlos.”
La
Iglesia de Roma no murió por aquel entonces. Se retorció, pero no se
rompió. Sus raíces tenían 1.500 años de antigüedad; pero desde los años
de Clemente VII y Lutero ha vivido 400 años de declive y caída. Pasando
las vicisitudes del exilio, las guerras, la bancarrota y persecuciones,
los papas han seguido adelante hasta los años ochenta del siglo XX,
presentando los más inequívocos signos de irreversible decadencia de la
Iglesia que el emperador Constantino hizo posible. Durante esos 400
años, en tres ocasiones pareció como si fuerzas externas ayudaran a
levantar esta Iglesia. Nunca se consiguió.
Los
eclesiásticos a cargo de la estructura de Roma ni por un instante
reflejaron que supieran apreciar la lección que les brindaba la
historia: cuando los hombres de la Iglesia pretendieron fomentar y
propagar la fe católica por medio del uso de dinero, política o
prestigio mundial, siempre se provocó un deterioro de la propia Iglesia.
Nadie retrocedió o invirtió aquella sencilla pero compleja decisión del
Papa Silvestre I de aceptar el poder temporal y la influencia que el
emperador Constantino le ofreció. Habría hecho falta un Papa que fuera a
la vez un santo y un genio, pues la creencia en su fe y su confianza en
Dios tendrían que haber sido enormes. Nunca llegó ese papa. Ahora, hacia
finales del siglo XX, la Iglesia de Roma continúa su camino de caída y
muerte por lo que un anciano Papa y un anciano emperador decidieron,
frente al mensaje que el Hombre de Galilea vino a comunicar.
En la
ciudad de Valence (Francia) hay un edificio, propiedad del gobierno, de
tres alturas. El tejado está intacto pero sus chimeneas se han
derrumbado, los hogares están bloqueados, las tuberías atascadas y los
conductos de entrada de agua y desagües están rotos. La mayoría de las
habitaciones no tienen puertas; las ventanas están casi todas
arruinadas. El suelo de la planta baja está destrozado. En las plantas
de arriba, el papel pintado está descolgado y deshecho. Desde que fue
construida, la casa ha sido sucesivamente una residencia familiar, un
orfanato, un cuartel militar, una posada, un almacén de grano, un
arsenal militar y ahora está ahora totalmente abandonada, llena de los
ecos que normalmente llenan los edificios que han estado muy
frecuentados por gente que les daba calor humano.
Es
julio de 1799. Desde ahora hasta el final de agosto, este edificio será
la prisión y lugar de la muerte de un hombre descrito oficialmente en
los documentos franceses como “Ciudadano Papa” y a quien se dirigían sus
carceleros y vigilantes como “ciudadano”.
El
Ciudadano Papa, Pío VI de 82 años de edad, nacido Giannangelo Braschi,
sufre parálisis parcial, disentería (por tercera vez) y flebitis; está
sujeto a frecuentes comas y convulsiones. Durante los últimos 23 años ha
sido el Papa de Roma, donde perdió su lucha por mantener el poder
espiritual y temporal del papado. Fue expulsado de Roma bajo arresto
armado por el gobierno de Francia el 20 de febrero de 1798,
permitiéndole traer dos asistentes y un doctor con él, pero ni comida ni
dinero ni otras ropas que las puestas.
Pasó
un año y cinco meses siendo trasladado de lugar en lugar por Italia:
Monterosi, Viterbo, Bolsena, Siena, Florencia, Certosa, Parma y Bolonia.
Aquí, en Bolonia, el 10 de abril de 1799, diez minutos después de su
llegada, se le ordena partir en dos horas hacia Francia. Repentinamente
sufrió una convulsión en todo su cuerpo, quedando posteriormente
paralizado y frío como el hielo. “El Ciudadano Papa está muriendo”,
fue el escueto despacho enviado a París. Pero no falleció. El 30 de mayo
de este 1799, le subieron a un carro y le llevaron, atravesando los
Alpes, por un nevado Mont-Genèvres y bajando por la ladera de Briançon,
Francia, hasta Grenoble, para llegar hasta la casa que citamos, en
Valence, una tarde del día de la Bastilla, 14 de julio. Fallecerá a la
1:20 de la madrugada del 29 de agosto. Hasta entonces, el vivirá
rememorando recuerdos y fallos, esperando la muerte.
El
“Ciudadano Papa” realmente ya estaba agonizando cuando le instalaron en
la casa de Valence. Su constitución de hierro estaba ya rota. No
necesitaba comer casi nada y pasó la mayoría de los días y las noches en
silencio y con temblores convulsivos. Todavía llevaba sus ropas blancas
y su Anillo del Pescador. El general suizo Haller intentó quitárselo
cuando abandonaba Italia, pero solamente obtuvo otro de los anillos
personales de Pío. “No me pertenece, ciudadano, sino a mi sucesor”
, le dijo Pío al general. Una semana después de su llegada a Valence, un
sábado, un oficial francés entra en su habitación, hace sonar sus
tacones en un saludo militar, se agacha y le dice en su oído derecho:
“¡Ciudadano Papa, por orden del gobierno, serás trasladado a Dijon esta
noche! ¡Prepárate!”. Pero lo dejaron en paz. Un doctor del gobierno
le examinó y escribió en su informe: “En unos días os libraréis de
estos despojos humanos. ¡Viva la República!”.
Pero
aún no muere. Permanece vivo, moviendo su cabeza de un lado a otro,
tocando siempre su anillo papal para asegurarse de que continúa allí.
Alguien dijo: “En realidad él no sabe si está vivo o si ya ha muerto”.
Pero Pío no ha visto aún a Jesús en su cruz y esto, lo sabe, es el único
signo seguro que tiene un Papa para comprender que su muerte está
cercana. Durante otros diez días, hasta el 3 de agosto, habla utilizando
frases cortas: “derechos fundamentales… privilegios de Pedro… hay que
ir hacia ellos… creed en él…” y algunas palabras sueltas: “escuela…
Austria… Nápoles… peligro… rezos… Portugal… Rusia… Ricci…Napoleón …
Misa… Carlomagno…”. A veces, en momentos de extrema quietud, sus
ojos se abren desmesuradamente y por sus mejillas ruedan gruesas
lágrimas. Pero lo que más repite el Papa Pío es: ”sin nuestro poder
en nuestra casa”. Cuando pronuncia esta frase se nota su
sufrimiento.
Es el
fuego de su propia sartén: no hay signos de arrepentimiento. Entre 1776
(fue hecho Papa en 1775) y 1798, lo perdió todo. Como propiedades, las
naciones y los poderes de las naciones cristianas de Nápoles, Austria,
España, Portugal, Holanda, Bélgica, Hungría, Italia y Polonia. Como
poder perdido, en algunos casos como Nápoles, los tributos feudales; por
todas partes la posesión directa y privilegiada de vastas propiedades y
el exclusivo derecho de ordenar (o deponer o cambiar) obispos,
arzobispos, sacerdotes, escuelas, universidades, seminarios y prensa
escrita. Todos los gobiernos condenaron en pública protesta lo que hizo
el Papa Pío en 1794. Se convirtió en un paria internacional. Algo había
estado corroyendo las paredes, los techos y las divisorias del edificio
papal, bajo las alfombras, tras el papel pintado, en los estucos.
Repentinamente la casa del papado se derrumbó.
Todo
comenzó realmente en Nápoles, como lo recuerda el Ciudadano Papa, a
pesar de que en 1775 el apóstata Andreas Zamoisky había intentado abolir
toda la jurisdicción papal en Polonia. Este peligro se evitó, pero
Polonia fue tragada por Rusia y, por lo tanto, se perdió para el papado.
Por aquel entonces, el rey de Nápoles se negó a pagar el tributo anual
de 7.000 ducados a la Santa Sede (Pío condenaría este hecho en un
solemne documento, pero demasiado tarde: en junio del 1795). No sólo
eso. El gobierno de Nápoles se adjudicó todo el poder eclesiástico:
disolvió 68 monasterios en Sicilia y dos tercios de los existentes en
Nápoles, eligiendo obispos y sacerdotes, decidía lo que se debía enseñar
en escuelas y seminarios, así como lo que los predicadores debían
enseñar desde los púlpitos, además de negar la primacía del sucesor Nº
251 de Pedro y toda su jurisdicción. Para 1788, se produce el colapso
total del poder papal.
En
Portugal ocurría otro tanto: toda la jurisdicción sobre obispos,
sacerdotes, cardenales, seminarios y escuelas, se retiró del Papa
romano. Hacia 1792 lo mismo se producía en Francia, Italia, Austria, los
Países Bajos y por todas partes. En todo lo ancho y largo de Europa
desaparecía la jurisdicción papal. “Iglesias Nacionales” era el
grito que más se escuchaba... Las fiebres diurnas y las pesadillas
nocturnas de Pío van cada vez más en aumento. Así hasta el colapso
total... solamente cuando toca su Anillo del Pescador comprende que él
es el Papa todavía, el sucesor de Pedro.
Hacia
el 2 de agosto, se encuentra sentado en su cama, tomando un pequeño
almuerzo, hablando. “Nosotros vimos sus frases escritas a mano en las
paredes”, le dice a un visitante, el Cardenal Bathhyany, primado de
Hungría, quien trae cosas para cubrir las necesidades básicas de Pío. “Si
el Emperador José no lo hubiera hecho, nada de esto habría pasado”.
El verdadero villano era el Emperador José II de Austria (“el
Emperador Sacristán”, como se le llamaba por sus continuos intentos
de intervenir en asuntos de la Iglesia). Pío recuerda con amargura. El
plan maestro de José era simple pero devastador: crear un gobierno
eclesiástico, centralizado, para todo el Imperio (Austria, Hungría, los
Países Bajos, Lombardía); eliminar de una vez por todas las diferencias
entre protestantes y católicos; nombrar obispos únicos y darles poder
para disolver matrimonios; organizar la enseñanza para todas las
escuelas, seminarios y universidades, con un plan de instrucción que no
incluyera la religión como asignatura; nombrar todos los puestos
eclesiásticos, desde monaguillos hasta cardenales; crear, en definitiva,
una cabeza espiritual suprema, única, para todas las religiones, un Papa
para el Imperio Austríaco. “Lo veíamos venir”, repite Pío.
Fue
la última gota, cuando el Emperador José declaraba en diciembre de 1781:
“La religión Católica solamente se medirá por las necesidades de
nuestro estado soberano, por lo tanto el Papa de Roma mantendrá ese
título solamente en lo que concierne a su deber de Guardián de los
principios de la fe; el Estado tendrá ese título, para la Iglesia,
en cuanto a todo lo que no sea divino sino invención humana y en lo
referente a ella como institución”.
“Sí”,
repite Pío a Bathhyany, “se veía venir”. Pío se sentía culpable
de lo que hizo en la causa del Emperador. En 1781 él fue a Viena, él
mismo, el Sucesor de Pedro, el Vicario de Cristo. Con un coste de 80.000
táleros del tesoro vaticano, sin ser acompañado por ninguno de sus
cardenales, fue a hablar con el Emperador, estuvo hablando con él
durante un mes, fue aclamado por cientos de miles, hizo concesión tras
concesión a José, preparó banquetes, dio audiencias, rezó, dio su
bendición, creó nuevos cardenales a petición del Emperador, quitó
importancia a los panfletos que hablaban de sus abusos de poder,
escritos por aquel frívolo Francmasón Blumauer y aquel cáustico
Protestante Sonnenfels (publicados gracias a los permisos de José, en lo
que éste llamaba “libertad de expresión”), regresando exhausto a
Roma solamente para encontrar que las cosas se habían vuelto peor. “Tiene
montañas de remordimientos y penas. Se está matando a sí mismo
lentamente”, susurra Bathhyany a Spina, el fiel sirviente del papa.
La
muerte lenta continuaba avanzando. Cuando parecía recuperarse algo, el
impacto de ser consciente de su situación le oprimía. ¿Dónde se había
equivocado? ¿Qué había hecho mal? Para 1783 la mano del Emperador estaba
sobre prácticamente todo: ordenaba qué oraciones debían decirse en las
misas, abolió el latín a favor de las lenguas vernáculas, hizo del
matrimonio un contrato civil, suprimió las 413 casas religiosas y las
116 sociedades religiosas de Austria, fusionando todas en una
organización pía “para la práctica del amor de cada vecino con
respecto a los pobres desamparados” era como definió José su
programa.
“Fuimos
tan lejos como pudimos con él”, Spina escucha repetir a Pío cuando
piensa que está solo. Cuando el Emperador José II llegó a Roma en 1784,
Pío incluso dio al primer duque de José el poder de nombrar obispos y
los cabezas de todas las instituciones “siempre que nuestros derechos
fundamentales se mantengan intactos”, puntualizó Pío a José. Este
había sonreído condescendientemente. Pío recuerda aquella sonrisa y
ahora comprende. “Il sorriso imperiale” se convirtió en una de
las frases más repetidas en sus últimos días sobre la tierra. Los dos
sucesores del Emperador José II, Leopoldo (1790) y Francisco (1797)
llevaban la misma sonrisa irónica e hicieron exactamente lo mismo que
José. Leopoldo destruyó todos los altares privados, como una buena
medida, clausuró todas las capillas privadas y destruyó todas las
reliquias de los Santos y todas las estatuas de Nuestra Señora.
En la
tarde del 10 de agosto, estando sentado en el jardín de la casa de
Valence, el Ciudadano Papa es avisado de que un emisario de Napoleón
Bonaparte, gobernante de Francia, llegará en una hora. El día anterior,
el Papa había enviado un mensaje a Inglaterra pidiendo ayuda. “Santidad”,
le dice el fiel Spina, “no podemos confiar en nada de lo que nos
digan los franceses. Recordad Tolentino”. El Papa solloza y sus ojos
se llenan de lágrimas. Lo recuerda bien.
Primeramente, Francia, “la hija más anciana de la Iglesia”, como
solía nombrarla, abolió toda religión, decapitó a su rey, entronizó a la
Razón como la máxima deidad, masacró unos 17.000 sacerdotes y unas
30.000 monjas, así como a 47 obispos, abolió todos los seminarios,
escuelas y órdenes religiosas, quemó iglesias y bibliotecas
eclesiásticas, para, a continuación, enviar al corso Bonaparte a “liberar
Italia y Roma”. “Si lo deseáis”, escribió el gobernador de
París al corso Bonaparte, “destruid Roma y todo lo perteneciente al
papado”. “Somos amigos de los descendientes de Bruto y los
Escipiones … nuestra intención es restituir el Capitolio y liberar al
pueblo romano de su larga esclavitud”, así lo declaró Bonaparte en
mayo de 1796, justo antes de tomar Roma.
Después la captura y la humillación de la Paz de Tolentino entre el
papado y el Corso: la entrega de 46.000 escudos en tres pagos (Pío
fundió todos los adornos de oro y plata necesarios), de 100 objetos de
arte 500 manuscritos únicos de la biblioteca del Vaticano, la apertura
de todos los puertos papales a la flota francesa, la renuncia del Papa
de todas las posesiones papales en Francia, Nápoles, Italia y Sicilia. “Nos
hicieron sus prisioneros, Spina”, susurra Pío, ”Tratado de paz
¡Bah!”. El Vaticano y el Quirinal fueron ocupados por las tropas
francesas. Depusieron a Pío y crearon la República de Roma. Pío
recordaba sus propias palabras: “Oh, sí; estamos vivos. Pero eso es
todo lo que nos queda”.
“¡Ciudadano
Papa!”, los tonos agudos e irrespetuosos del emisario de París
agredieron los oídos papales. “Si, ciudadano. ¿Qué deseas?”. El
emisario expone que el General Bonaparte está preocupado por las
informaciones que le llegan de que el Papa prisionero está negociando
con los enemigos de Francia. La expresión de Pío no se inmuta. No en
vano ha pasado más de 50 años en cometidos diplomáticos. Levanta su mano
displicentemente para decir: “Reportes, informaciones, rumores; todo
falso”.
El
emisario continúa: además, el ciudadano Papa está atrasado en los pagos
de su deuda. Pío, aún en su debilidad, fija en su interlocutor una
despreciativa mirada de disgusto. ¿Cuándo tendrán suficiente? Entre
marzo y julio de 1793, los franceses se llevaron de Roma oro, plata y
piedras preciosas por un valor aproximado de 15.000 escudos (incluyendo
386 diamantes, 338 esmeraldas, 692 rubíes, 203 zafiros provenientes de
las tiaras de los papas Julio II, Pablo III, Clemente VIII y Urbano VIII),
2 millones de escudos del Santo Oficio y 260.000 escudos del Colegio
Germano-Húngaro, así como 1.600 caballos. Un convoy de 500 vehículos
tirados por caballos abandonó Roma hacia Francia cargados con obras de
arte, muebles y armas; todo un botín. ¿Alguna vez tendrán suficiente?
Spina
interviene: “El ciudadano Papa hará efectiva su deuda el 30 de
agosto, ciudadano”. El emisario francés se inclina para después
añadir: ”Ciudadano Papa, abandonarás Valence para ir a París en
septiembre”. Pío mira al francés. Spina oye reír al Papa por primera
vez en unos quince meses. “Has guardado el buen vino hasta el final,
ciudadano. Estoy listo para un largo viaje en septiembre”. Por un
momento, el emisario francés se queda blanco. Algo en el tono del Papa
le hiela la sangre. Se marcha de allí precipitadamente.
Los
siguientes diez días el ciudadano Papa se mantiene ocupado solamente con
esperanza en sus convicciones. Sí, contesta a Spina, todavía tiene
esperanza: sobre su liberación, la restauración de su poder papal total
(temporal y espiritual, militar y político, económico e intelectual).
Pero, curiosamente, no espera la ayuda de ningún poder ni nación
tradicionalmente católicos. Solamente de la antipapista y protestante
Inglaterra, de la antipapista y cismática Rusia, de la antipapista y
luterana Prusia y de la luterana Suecia. “Los dados lanzados por la
Historia hacen extraños aliados” había dicho una vez el Papa
Alejandro VI. Nadie podía saberlo mejor que él. “Sobre todo, los
ingleses, Spina” murmura el ciudadano Papa. “Los ingleses y su
flota”. Pío siempre había amado Inglaterra. Residentes ingleses en
Roma le visitaban con frecuencia: Lord Bristol, el director de arte
Jenkins, el arqueólogo Gavin Hamilton, el escultor John Flaxman.
“No
olvidéis”, recuerda Spina al papa, “a todos aquellos que
apreciaban y visitaban a Su Santidad en Roma”. El ciudadano Papa los
recuerda a todos; todos no católicos: el duque de Ost Gothland en
octubre de 1776; el poderoso Friedrich de Hesse-Kassel y la duquesa de
Kingston en 1777; el príncipe Heinrich de Reuss en 1779; Pablo, el gran
duque ruso y su esposa, Sofía Dorotea de Brunswick, y Luis Felipe de
Orleans en 1782; la duquesa María Amalia de Parma, hija de la emperatriz
María Teresa de Austria en 1784; el duque de Cumberland y el duque de
Gloucester en 1786; la anciana duquesa Amalia de Weimar en 1788; el
duque de Sussex en 1791. Sí el ciudadano Papa reflexiona, nuestro poder
está basado en las casas constitucionales que gobiernan en Europa y la
mantienen unida. Sin ellos y sin nosotros, el caos se nos vendría a
todos encima.
Pero
Todas las negociaciones del ciudadano Papa y sus esperanzas quedaron en
el aire el 18 de agosto. El día anterior, un visitante se quedó hasta
tarde. Era un enviado del Cardenal Antonelli, su antiguo secretario de
estado. El mensaje de Antonelli era escueto y esperanzador, pero provocó
una larga discusión con voces más altas de lo normal y protestas del
papa. “El antiguo orden se desmorona y desaparece”, escribió
Antonelli, ”Mejor sería renunciar al poder temporal. Luchemos
solamente con armas espirituales. Muy pronto, solamente ellas (si
todavía están en nuestro poder) serán suficientes para preservarnos”.
Pero el Papa no tenía ninguna. Esa noche y todo el día siguiente estuvo
vomitando continuamente. El 19 estaba mucho más enfermo, con
convulsiones y temblores, vomitando sangre continuamente. Por la noche
la fiebre subió mucho.
El
día 27, era notorio que el Papa fallecía definitivamente. Recibió los
últimos sacramentos ese día; antes de descansar, le dice a Spina: “Perdono
a Haller y a Cervani”. El general francés Cervani y el general suizo
Haller, torturaron brutalmente a Pío en febrero de 1798, intentando
obtener su renuncia al poder papal. Después, descansa en calma. El 28 de
agosto, Spina se dirige al oficial francés a cargo de la vigilancia y le
informa: “El ciudadano Papa está muriendo”. Durante todo el día
29, Pío se debate entre cortos períodos de consciencia y sueños plagados
de horrores que sólo él puede conocer, para recuperar algo de
consciencia. Hacia medianoche, las siete personas que lo rodean recitan
el rosario. Pío tiene unas pocas palabras con Spina, terminando con; “Algo
mucho más grande que la Iglesia o el Estado está sobre nosotros. Hemos
estado ciegos ante ello”. El Papa duerme. Sobre la 1:15 de la
madrugada se despierta gritando: “Dio! Non ci vedo!” (“Dios; no
puedo ver”), pero Spina limpia cuidadosamente el sudor y el polvo de los
ojos del ciudadano Papa. Sus ojos aparecen ahora luminosos, hacia una
luz que solamente él puede ver. Le ponen el crucifijo en la mano
derecha. Él se incorpora un poco e imparte la triple bendición papal.
Sus ojos se cierran. Un suave temblor final. Deja de respirar a la 1:20
de esa madrugada.
El
oficial francés abandona la habitación del fallecido para escribir un
corto despacho para el mensajero de París: “Esta mañana, a la 1:20,
el ciudadano Papa ha fallecido. ¡Viva la República!”. A la mañana
siguiente el mayor periódico de Valence incluye un artículo que dice: “La
muerte de Pío VI pone un sello que cierra una época, para gloria de la
filosofía y de los tiempos modernos”. Embalsaman su cuerpo (el
corazón y las entrañas se ponen en una urna), encierran sus restos en un
ataúd de plomo, dentro de uno de madera, y los depositan en una tierra
sin consagrar en las afueras de Valence. Spina escribe al Cardenal
Antonelli: “Si lo que Su Santidad dijo es cierto ¿qué nos queda? ¿qué
es lo que está por encima de todos nosotros?”. El 17 de febrero de
1802, con permiso de Napoleón, el ataúd es desenterrado y llevado a Roma
donde es enterrado con honor. La urna permanece aún en Valence
(Francia).
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